Por A. PRONZATO
- ... Ay de los que se fían de Sión, confían en el monte de Samaría... (Am 6,1, 4-7).
- ... Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado, y de la que hiciste noble profesión ante muchos testigos... (1 Tim 6,11-16).
- ... Entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran... (Lc 16, 19-31).
La cofradía de los caprichosos
... Y llega el momento en que es necesario cerrar las maletas o -según la expresión de F. Mauriac- «entregar los deberes». Entonces ya no hay tiempo para remediar los olvidos ni para corregir los errores.
No se trata de descuidos o de banales «errores de distracción» momentáneos.
El mal irreparable se verifica cuando la vida entera ha sido distraída (o sea, que marcha a destiempo de su finalidad), y así el planteamiento mismo de la existencia aparece equivocado.
Dos casos típicos de tal irreflexión son los denunciados por Amós (primera lectura) y por Jesús (evangelio.) en la parábola llamada del «rico epulón».
El pastor de Técoa lanza una mirada de fuego hacia los palacios lujosos de Samaría y describe, con la punta rabiosa del estilo que traspasa el pergamino, escenas típicas de la «dolce vita», orgías innominables.
Y sale a la luz un cuadro desagradable de una existencia tan libertina como inútil, ostentación descarada de lujo, comilonas bullanqueras, alarde zafio de riquezas acumuladas con medios inconfesables.
La protesta de Amós es la típica de un profeta que no calibra los adjetivos, porque jamás se ha hundido en aquellos divanes mullidos, ni ha rozado los «lechos de marfil». Un diplomático, frecuentador asiduo de esos salones y habituado a degustar «el vino en copas anchas», habría censurado ciertamente un lenguaje tan «excesivo». Pero Amós tenía por oficio el pastoreo y la agricultura, y después el Señor, a pesar suyo, lo ha empujado hacia la carrera profética (donde se experimenta la soledad y la sospecha, y no se coleccionan ciertas invitaciones «reservadas»), por lo que no duda en arrojar encima de aquella pandilla de «despreocupados» y «jaraneros» sus inquietantes y poco diplomáticos: «¡Ay de vosotros!».
No duda en anunciar que pronto la orgía de los disolutos se acabará de una manera trágica: «Por eso irán al destierro, a la cabeza de los cautivos».
Habla, grita, lanza ya tus patéticas invectivas contra la «sociedad de consumo», pobre profeta, que no entiendes nada de la vida y de las reglas de la alta sociedad y, habituado como estás al hedor de tu miserable grey, no estás en condiciones de apreciar el aroma de los vinos y el refinamiento de ciertos perfumes exóticos... ¿Quién te escucha? Nosotros, entretanto, nosotros de la «cofradía de los caprichosos», gocemos, divirtámonos, solacémonos. Ciertamente no serás tú, con tu pífano fastidioso y desentonado, quien nos haga levantar.
El entretanto se prolonga durante unos treinta años.
Después, un día del año 722, Sargon II, rey de Asiria, abate Samaría y hace añicos sus palacios. Y también los «comodones» serán obligados a levantarse de sus divanes con olor a chamusquina y a desollarse los pies delicados a lo largo de los caminos pedregosos de la deportación a Mesopotamia.
La «cofradía de los repantigados» abrirá el cortejo -poco triunfal- de los exiliados.
La comedia se convierte en tragedia. Los jaleos vulgares se apagan en un silencio lúgubre.
El entretanto interminable se ha corroído poco a poco hasta convertirse en vencimiento de un ahora de ruina.
Se ha terminado. ¿Excesivamente deprisa?
De todas maneras es «demasiado tarde» para correr a los refugios. Demasiado tarde para que los «negligentes» puedan aprovecharse de la lucidez del pastor de Técoa.
El hombre rico distraído
El cuadro presentado por Cristo en la parábola recalca el de Amós. La descripción del hombre rico, cuyo único pensamiento es «banquetear», sin pensar en los demás, especialmente en los pobres, aunque concisa, es sumamente eficaz.
El rico no tiene nombre (no lo necesita, y de todos modos sería abusivo, desde el momento en que la vida resulta vacía, inútil, porque se gasta únicamente en favor propio).
El mendigo no tiene nada y recoge solamente la compasión de los perros. Pero tiene un nombre importante, Lázaro, que significa «Dios ha traído ayuda».
El grandioso fresco esbozado por Jesús se compone de dos escenas:
-En la primera (vv. 19-26) se describen las situaciones en el presente y su inversión en el momento de la muerte.
-En la segunda (vv. 27-31) nos transporta al más allá y tiene como tema central la preocupación del rico en favor de los cinco hermanos que aún permanecen aquí abajo... banqueteando.
Alguno habla incluso de dos parábolas seguidas.
Abrahán se convierte en el personaje-clave, invocado inútilmente por el ex-rico para que envíe a Lázaro a llevarle una gota de agua que refresque su lengua abrasada, y luego para que mande al mismo ex-mendigo tenido fuera, a la puerta del palacio (¡como Amós! El profeta, sin embargo, no quería entrar de ninguna manera: quería solamente que penetrase allá dentro su palabra), a «hacer el sermón» a los cinco hermanos despreocupados.
Las dos cosas resultan imposibles. Está de por medio un abismo infranqueable.
Hay que pensarlo antes. La aparición de Lázaro, en carne y hueso y hambre, en los fastuosos y exclusivistas salones del palacio, habría sido definitiva antes.
Será suficiente subrayar:
- La narración evangélica no pretende describir el más allá (ni mucho menos informarnos acerca de la decoración y la temperatura del infierno). Simplemente quiere hacernos entender el cambio radical de las perspectivas en el momento de la muerte, o sea, cuando termina el teatro.
No se trata de curiosear en el más allá, sino de hacernos abrir los ojos hacia los verdaderos valores que deben orientar nuestra existencia aquí abajo.
- Es significativa, sobre todo, la frase: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto».
Es como decir: La palabra de Dios basta y sobra. No hay apariciones (ni siquiera la de los muertos) que puedan reemplazarla. No existen signos extraordinarios que resulten más convincentes.
Los «negligentes» (y todos los somos al menos un poco), la «cofradía de los repantigados» (que es más numerosa de lo que parece), deben escuchar a Amós, aunque sea bastante molesto.
Si la palabra de Dios no te dice nada, o intentas sofocarla, ni siquiera las visiones lograrán abrirte los ojos.
Dónde se construye el otro mundo
Lo opuesto a la irreflexión está representado por el empeño en el "buen combate de la fe", recomendado por Pablo a Timoteo (segunda lectura).
El creyente se levanta decididamente de los divanes de la comodidad para practicar «la justicia, la religión, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza".
Es importante la alusión a la «justicia» (pisoteada por los «clientes" de Amós) y al «amor" (descuidado por el rico de la parábola). ¿Son cosas del otro mundo? Sí. En el doble sentido de que estos son los «materiales" con los que está fabricando el otro mundo.
Y en el sentido de que el otro mundo se construye en este mundo.
- ... Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado, y de la que hiciste noble profesión ante muchos testigos... (1 Tim 6,11-16).
- ... Entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran... (Lc 16, 19-31).
La cofradía de los caprichosos
... Y llega el momento en que es necesario cerrar las maletas o -según la expresión de F. Mauriac- «entregar los deberes». Entonces ya no hay tiempo para remediar los olvidos ni para corregir los errores.
No se trata de descuidos o de banales «errores de distracción» momentáneos.
El mal irreparable se verifica cuando la vida entera ha sido distraída (o sea, que marcha a destiempo de su finalidad), y así el planteamiento mismo de la existencia aparece equivocado.
Dos casos típicos de tal irreflexión son los denunciados por Amós (primera lectura) y por Jesús (evangelio.) en la parábola llamada del «rico epulón».
El pastor de Técoa lanza una mirada de fuego hacia los palacios lujosos de Samaría y describe, con la punta rabiosa del estilo que traspasa el pergamino, escenas típicas de la «dolce vita», orgías innominables.
Y sale a la luz un cuadro desagradable de una existencia tan libertina como inútil, ostentación descarada de lujo, comilonas bullanqueras, alarde zafio de riquezas acumuladas con medios inconfesables.
La protesta de Amós es la típica de un profeta que no calibra los adjetivos, porque jamás se ha hundido en aquellos divanes mullidos, ni ha rozado los «lechos de marfil». Un diplomático, frecuentador asiduo de esos salones y habituado a degustar «el vino en copas anchas», habría censurado ciertamente un lenguaje tan «excesivo». Pero Amós tenía por oficio el pastoreo y la agricultura, y después el Señor, a pesar suyo, lo ha empujado hacia la carrera profética (donde se experimenta la soledad y la sospecha, y no se coleccionan ciertas invitaciones «reservadas»), por lo que no duda en arrojar encima de aquella pandilla de «despreocupados» y «jaraneros» sus inquietantes y poco diplomáticos: «¡Ay de vosotros!».
No duda en anunciar que pronto la orgía de los disolutos se acabará de una manera trágica: «Por eso irán al destierro, a la cabeza de los cautivos».
Habla, grita, lanza ya tus patéticas invectivas contra la «sociedad de consumo», pobre profeta, que no entiendes nada de la vida y de las reglas de la alta sociedad y, habituado como estás al hedor de tu miserable grey, no estás en condiciones de apreciar el aroma de los vinos y el refinamiento de ciertos perfumes exóticos... ¿Quién te escucha? Nosotros, entretanto, nosotros de la «cofradía de los caprichosos», gocemos, divirtámonos, solacémonos. Ciertamente no serás tú, con tu pífano fastidioso y desentonado, quien nos haga levantar.
El entretanto se prolonga durante unos treinta años.
Después, un día del año 722, Sargon II, rey de Asiria, abate Samaría y hace añicos sus palacios. Y también los «comodones» serán obligados a levantarse de sus divanes con olor a chamusquina y a desollarse los pies delicados a lo largo de los caminos pedregosos de la deportación a Mesopotamia.
La «cofradía de los repantigados» abrirá el cortejo -poco triunfal- de los exiliados.
La comedia se convierte en tragedia. Los jaleos vulgares se apagan en un silencio lúgubre.
El entretanto interminable se ha corroído poco a poco hasta convertirse en vencimiento de un ahora de ruina.
Se ha terminado. ¿Excesivamente deprisa?
De todas maneras es «demasiado tarde» para correr a los refugios. Demasiado tarde para que los «negligentes» puedan aprovecharse de la lucidez del pastor de Técoa.
El hombre rico distraído
El cuadro presentado por Cristo en la parábola recalca el de Amós. La descripción del hombre rico, cuyo único pensamiento es «banquetear», sin pensar en los demás, especialmente en los pobres, aunque concisa, es sumamente eficaz.
El rico no tiene nombre (no lo necesita, y de todos modos sería abusivo, desde el momento en que la vida resulta vacía, inútil, porque se gasta únicamente en favor propio).
El mendigo no tiene nada y recoge solamente la compasión de los perros. Pero tiene un nombre importante, Lázaro, que significa «Dios ha traído ayuda».
El grandioso fresco esbozado por Jesús se compone de dos escenas:
-En la primera (vv. 19-26) se describen las situaciones en el presente y su inversión en el momento de la muerte.
-En la segunda (vv. 27-31) nos transporta al más allá y tiene como tema central la preocupación del rico en favor de los cinco hermanos que aún permanecen aquí abajo... banqueteando.
Alguno habla incluso de dos parábolas seguidas.
Abrahán se convierte en el personaje-clave, invocado inútilmente por el ex-rico para que envíe a Lázaro a llevarle una gota de agua que refresque su lengua abrasada, y luego para que mande al mismo ex-mendigo tenido fuera, a la puerta del palacio (¡como Amós! El profeta, sin embargo, no quería entrar de ninguna manera: quería solamente que penetrase allá dentro su palabra), a «hacer el sermón» a los cinco hermanos despreocupados.
Las dos cosas resultan imposibles. Está de por medio un abismo infranqueable.
Hay que pensarlo antes. La aparición de Lázaro, en carne y hueso y hambre, en los fastuosos y exclusivistas salones del palacio, habría sido definitiva antes.
Será suficiente subrayar:
- La narración evangélica no pretende describir el más allá (ni mucho menos informarnos acerca de la decoración y la temperatura del infierno). Simplemente quiere hacernos entender el cambio radical de las perspectivas en el momento de la muerte, o sea, cuando termina el teatro.
No se trata de curiosear en el más allá, sino de hacernos abrir los ojos hacia los verdaderos valores que deben orientar nuestra existencia aquí abajo.
- Es significativa, sobre todo, la frase: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto».
Es como decir: La palabra de Dios basta y sobra. No hay apariciones (ni siquiera la de los muertos) que puedan reemplazarla. No existen signos extraordinarios que resulten más convincentes.
Los «negligentes» (y todos los somos al menos un poco), la «cofradía de los repantigados» (que es más numerosa de lo que parece), deben escuchar a Amós, aunque sea bastante molesto.
Si la palabra de Dios no te dice nada, o intentas sofocarla, ni siquiera las visiones lograrán abrirte los ojos.
Dónde se construye el otro mundo
Lo opuesto a la irreflexión está representado por el empeño en el "buen combate de la fe", recomendado por Pablo a Timoteo (segunda lectura).
El creyente se levanta decididamente de los divanes de la comodidad para practicar «la justicia, la religión, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza".
Es importante la alusión a la «justicia» (pisoteada por los «clientes" de Amós) y al «amor" (descuidado por el rico de la parábola). ¿Son cosas del otro mundo? Sí. En el doble sentido de que estos son los «materiales" con los que está fabricando el otro mundo.
Y en el sentido de que el otro mundo se construye en este mundo.
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