Celebramos hoy la eucaristía del trigésimo domingo del Tiempo Ordinario. La Iglesia nos presenta además esta celebración en el marco de la Jornada mundial y de colecta por la evangelización de los pueblos. Es lo que tradicionalmente solemos llamar el día del DOMUND. El DOmingo MUNDial de las Misiones es decir, hoy es el día en que toda la Iglesia universal reza por la actividad evangelizadora de los misioneros y misioneras, y colabora económicamente con ellos en su labor, especialmente entre los más pobres y necesitados. La Palabra de Dios nos va a interpelar acerca de nuestra autosuficiencia frente a Dios, frente a los hermanos y la consecuencia del olvido que esto conlleva de aprender a ver la necesidad del otro y nuestra imperfección.
Comentario bíblico
Iª Lectura: Eclesiástico (35,12-14.16-18): El culto que agrada a Dios
El texto del Eclesiástico, o Sirácida, se enmarca originariamente en la descripción de la verdadera religión. Se pretende poner de manifiesto la relación estrecha que debe haber entre el culto y la vida moral. Por ello aparece, por una parte, la relación entre justicia y plegaria; de ahí que en primer lugar se hable de la rectitud y la justicia del Señor que se preocupa de los pobres y los débiles, de los humildes e indefensos. Y es después cuando se ensalza la plegaria perseverante de quien se siente pobre delante de Dios, de quien necesita de Él por encima de todas las cosas. Pero ¿hay alguien que no necesita de su misericordia y bondad? Dios no tiene preferencias de personas, aunque se preocupe especialmente de los indefensos, y el culto que le agrada debe estar en sintonía con la voluntad sincera de conversión.
IIª Lectura: IIª Timoteo (4,6-8.16-18): La victoria del evangelio
II.1. Leemos el texto de la IIª Timoteo en que el autor, como si fuera el mismo Pablo, se nos presenta en los últimos días de su vida, antes del martirio, sintiéndose abandonado de casi todos, pero no está solo: el Señor le acompaña. Es uno de los textos más elocuentes y bellos del epistolario paulino. La tradición es segura en cuanto al martirio del Apóstol de los gentiles, y aquí es descrita como una experiencia martirial. Es como un examen de conciencia evangélico lo que podemos escuchar y meditar en este domingo, que se proyecta elocuentemente en una dimensión sacramental de la vida cristiana, que debe ser una vida verdaderamente apostólica.
II.2. Con metáforas e imágenes desbordantes se habla de la muerte como la victoria del evangelio. Se percibe claramente que la muerte del Apóstol no es el final; como tampoco es para nosotros nuestra muerte. Su vida ha sido como una carrera larga, competitiva, por una corona, la de la justicia, que Dios otorga a los que se mantienen fieles. Por otra parte, los elementos autobiográficos de que se encuentra abandonado y en disposición de ser juzgado, son también parte de esa lucha hasta el final de quien ha hecho una opción por el evangelio con todas sus consecuencias. No le preocupa su autodefensa, sino que el evangelio sea conocido en todas partes.
Evangelio: Lucas (18,9-14): La verdadera religión según Jesús
III.1. El texto del evangelio es una de esas piezas maestras que Lucas nos ofrece en su obra. Es bien conocida por todos esta narración ejemplar (no es propiamente una parábola) del fariseo y el publicano que subieron al templo a orar. No olvidemos el v. 9, muy probablemente obra del redactor, Lucas, para poder entender esta narración: “aquellos que se consideran justos y desprecian a los demás”. Los dos polos de la narración son muy opuestos: un fariseo y un publicano. Es un ejemplo típico de estas narraciones ejemplares en las que se usan dos personajes: el modelo y el anti-modelo. Uno es un ejemplo de religiosidad judía y el otro un ejemplo de perversión para la tradiciones religiosas de su pueblo, sencillamente porque ejerce una de las profesiones malditas de la religión de Israel (colector de impuestos) y se “veía obligado” a tratar con paganos. Es verdad que era un oficio voluntario, pero no por ello perverso. Las actitudes de esta narración “intencionada” saltan a la vista: el fariseo está “de pie” orando; el publicano, alejado, humillado hasta el punto de no atreverse a levantar sus ojos. El fariseo invoca a Dios y da gracias de cómo es; el publicano invoca a Dios y pide misericordia y piedad. El escenario, pues, y la semiótica de los signos y actitudes están a la vista de todos.
III.2. Lo que para Lucas proclama Jesús delante de los que le escuchan es tan revolucionario que necesariamente debía llevarle a la muerte y, sin embargo, hasta un niño estaría de parte de Jesús, porque no es razonable que el fariseo “excomulgue” a su compañero de plegaria. Pero la ceguera religiosa es a veces tan dura, que lo bueno es siempre malo para algunos y lo malo es siempre bueno. Lo bueno es lo que ellos hacen; lo malo lo que hacen los otros. ¿Por qué? Porque la religión del fariseo se fundamenta en una seguridad viciada y se hace monólogo de uno mismo. Es una patología subjetiva envuelta en el celofán de lo religioso desde donde ve a Dios y a los otros como uno quiere verlos y no como son en verdad. En realidad solamente se está viendo a sí mismo. Esto es más frecuente de lo que pensamos. Por el contrario, el publicano tendrá un verdadero diálogo con Dios, un diálogo personal donde descubre su “necesidad” perentoria y donde Dios se deja descubrir desde lo mejor que ofrece al hombre. El fariseo, claramente, le está pasando factura a Dios. Esto es patente y esa es la razón de su religiosidad. El publicano, por el contrario, pide humildemente a Dios su factura para pagarla. El fariseo no quiere pagar factura porque considera que ya lo ha hecho con los “diezmos y primicias” y ayunos, precisamente lo que Dios no tiene en cuenta o no necesita. Eso se han inventado como sucedáneo de la verdadera religiosidad del corazón.
III.3. El fariseo, en vez de confrontarse con Dios y con él mismo, se confronta con el pecador; aquí hay un su vicio religioso radical. El pecador que está al fondo y no se atreve a levantar sus ojos, se confronta con Dios y consigo mismo y ahí está la explicación de por qué Jesús está más cerca de él que del fariseo. El pecador ha sabido entender a Dios como misericordia y como bondad. El fariseo, por el contrario, nunca ha entendido a Dios humana y rectamente. Éste extrae de su propia justicia la razón de su salvación y de su felicidad; el publicano solamente se fía del amor y de la misericordia de Dios. El fariseo, que no sabe encontrar a Dios, tampoco sabe encontrar a su prójimo porque nunca cambiará en sus juicios negativos sobre él. El publicano, por el contrario, no tiene nada contra el que se considera justo, porque ha encontrado en Dios muchas razones para pensar bien de todos. El fariseo ha hecho del vicio virtud; el publicano ha hecho de la religión una necesidad de curación verdadera. Solamente dice una oración, en muy pocas palabras: “ten piedad de mí porque soy un pecador”. La retahíla de cosas que el fariseo pronuncia en su plegaria han dejado su oración en un vacío y son el reflejo de una religión que no une con Dios.
El texto tomado del evangelista Lucas que hoy nos propone la liturgia viene como anillo al dedo para la celebración en que nos encontramos. Vayamos desgranando la fruta de la Buena Nueva para descubrir el mensaje y comprender la necesidad de la labor humanitaria de la Iglesia hecha realidad en tantos misioneros y misioneras esparcidos por el mundo.
La primera lectura tomada del libro del Eclesiástico nos presenta la imagen de un Dios de justicia que – y aunque esto parezca una contradicción- no es para nada imparcial. El Dios de Jesucristo que ya aparece prefigurado en el Antiguo Testamento es un Dios a quien no le da igual la situación del ser humano. Es decir, es un Dios movido a compasión por su obra creada. Frente al dios impasible, frente al motor inmóvil de algunos filósofos, el Dios de la Biblia es un Dios viviente: un Dios que como existente y sostén de la existencia mantiene una relación cordial con lo creado y con las criaturas. Relación cordial que en su propia acepción etimológica deviene vinculación entre corazón y voluntad. Aquellas realidades de la existencia son subjetivadas en el corazón y mueven a la voluntad para una acción determinada. Algo así es lo que sucede con Dios según el Eclesiástico: Dios escucha las suplicas, no desoye los gritos del huérfano o de la viuda y al final hace justicia a quien le clama desde el dolor de la existencia.
El salmo responsorial acentuará más aún la creencia en este modo de Dios: “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha”.
Esta lectura de la realidad de Dios encierra una de las proposiciones vitales más complejas y difíciles para el ser humano: la escucha por parte de Dios del sufrimiento del hombre y su compasión no se ven siempre correspondidas con la solución de la existencia del ser humano en su anhelo. Y de esto, seguro que tenemos, cada uno de los creyentes, experiencias concretas. ¿Cuál es, entonces, el error? ¿Cuál entonces el desajuste? ¿Será cierto que es un Dios impasible en tanto que no siempre actúa ante el sufrimiento del justo?
La respuesta está ubicada en la misma concepción que de la creación podamos tener. Al afirmar que somos criaturas de Dios, creados por él, corremos el riesgo de identificarle como un creador al modo humano que siempre esta encima de su criatura y puede solventarle cualquier problema. Pero no. El Dios bíblico es un Dios que en el mismo acto de crear genera la independencia de lo creado respecto de su creador: genera dicho de manera comprensible la responsabilidad de la libertad humana. Así pues la comprensión de los desajustes dramáticos de la existencia hemos de analizarlos, en primer lugar, como respuesta de una desatención de la responsabilidad que tenemos los hombres respecto a nuestros hermanos; hemos de analizarlos desde las estructuras propias creadas por el hombre y que no respetan la igualdad del otro en oportunidades y posibilidades (podemos preguntarnos en qué medida es el otro para mi una imagen de Dios lo mismo que lo soy yo).
Dando un paso más veamos como se refleja esto en la enseñanza del propio Jesús que nos trasmite el evangelista Lucas.
Un primer dato nos sitúa ante la parábola en su propio contexto: la parábola va dirigida a quienes se sienten seguros de sí mismos y desprecian a los demás. Ya tenemos aquí una constatación más de la responsabilidad que tenemos, desde nuestra propia condición de sujetos creados, de la propia marcha de la creación y de la situación del otro que peregrina junto a mí en la existencia.
Tradicionalmente se ha llamado a la oración “la hora de la verdad”. Pero una hora de la verdad en que todas las premisas han de responder a esa verdad y no solo las que le interesen al sujeto orante. Verán, en la parábola del fariseo y el publicano sin duda el fariseo estaba diciendo la verdad. Vivía una vida recta, estaba haciendo todo lo que se exige hacer, pero no estaba orando. Estaba dando a Dios un inventario de sus buenas obras. "Ayuno, doy el 10% de mis ingresos...." Hasta aquí, todo parece ir bien, lo realizado por el fariseo es en sí mismo una cosa buena.
Pero el problema reside en el “prólogo” de la misma oración a Dios. En él, el fariseo cumple perfectamente, pero… desde el desprecio del prójimo; olvidándose así de la responsabilidad que como criatura tiene de las otras criaturas. Así empieza diciendo: "Dios, te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros...." Su elevada opinión de sí dependía de su baja opinión de los demás y refleja su falta de compasión y misericordia para con el pecado de los hermanos.
Uno no es mejor ante los ojos de Dios por comparación sino por acción. Lo que quiero decir es que cada uno de nosotros no somos mejores en tanto que otros hay que son peores, sino que, somos mejores a los ojos de Dios, en tanto que nuestra existencia, presentada ante Dios en la oración, es “inventario” de nuestra verdad vital y de nuestro compromiso de compasión y responsabilidad para con los hermanos. No vendría mal traer a colación en este mismo díptico el texto del óbolo de la viuda (Lc 21, 1-4).
En definitiva nos queda la pregunta, como casi siempre, ante las palabras de Jesús: y yo ¿qué estoy haciendo?
Celebrar el día del DOMUND, no es simplemente recoger dinero del que nos sobra para que otros hagan lo que yo no pienso hacer. Celebrar y acordarnos de la labor humanitaria de la Iglesia en las diferentes misiones que desarrolla, significa también optar por un compromiso en mi vida cotidiana para ser misionero: es decir un compromiso personal de vivir desde la preocupación por el otro y un poquito menos desde el “engolfamiento” de mí mismo, que decía Sta. Teresa de Jesús.
Comentario bíblico
Iª Lectura: Eclesiástico (35,12-14.16-18): El culto que agrada a Dios
El texto del Eclesiástico, o Sirácida, se enmarca originariamente en la descripción de la verdadera religión. Se pretende poner de manifiesto la relación estrecha que debe haber entre el culto y la vida moral. Por ello aparece, por una parte, la relación entre justicia y plegaria; de ahí que en primer lugar se hable de la rectitud y la justicia del Señor que se preocupa de los pobres y los débiles, de los humildes e indefensos. Y es después cuando se ensalza la plegaria perseverante de quien se siente pobre delante de Dios, de quien necesita de Él por encima de todas las cosas. Pero ¿hay alguien que no necesita de su misericordia y bondad? Dios no tiene preferencias de personas, aunque se preocupe especialmente de los indefensos, y el culto que le agrada debe estar en sintonía con la voluntad sincera de conversión.
IIª Lectura: IIª Timoteo (4,6-8.16-18): La victoria del evangelio
II.1. Leemos el texto de la IIª Timoteo en que el autor, como si fuera el mismo Pablo, se nos presenta en los últimos días de su vida, antes del martirio, sintiéndose abandonado de casi todos, pero no está solo: el Señor le acompaña. Es uno de los textos más elocuentes y bellos del epistolario paulino. La tradición es segura en cuanto al martirio del Apóstol de los gentiles, y aquí es descrita como una experiencia martirial. Es como un examen de conciencia evangélico lo que podemos escuchar y meditar en este domingo, que se proyecta elocuentemente en una dimensión sacramental de la vida cristiana, que debe ser una vida verdaderamente apostólica.
II.2. Con metáforas e imágenes desbordantes se habla de la muerte como la victoria del evangelio. Se percibe claramente que la muerte del Apóstol no es el final; como tampoco es para nosotros nuestra muerte. Su vida ha sido como una carrera larga, competitiva, por una corona, la de la justicia, que Dios otorga a los que se mantienen fieles. Por otra parte, los elementos autobiográficos de que se encuentra abandonado y en disposición de ser juzgado, son también parte de esa lucha hasta el final de quien ha hecho una opción por el evangelio con todas sus consecuencias. No le preocupa su autodefensa, sino que el evangelio sea conocido en todas partes.
Evangelio: Lucas (18,9-14): La verdadera religión según Jesús
III.1. El texto del evangelio es una de esas piezas maestras que Lucas nos ofrece en su obra. Es bien conocida por todos esta narración ejemplar (no es propiamente una parábola) del fariseo y el publicano que subieron al templo a orar. No olvidemos el v. 9, muy probablemente obra del redactor, Lucas, para poder entender esta narración: “aquellos que se consideran justos y desprecian a los demás”. Los dos polos de la narración son muy opuestos: un fariseo y un publicano. Es un ejemplo típico de estas narraciones ejemplares en las que se usan dos personajes: el modelo y el anti-modelo. Uno es un ejemplo de religiosidad judía y el otro un ejemplo de perversión para la tradiciones religiosas de su pueblo, sencillamente porque ejerce una de las profesiones malditas de la religión de Israel (colector de impuestos) y se “veía obligado” a tratar con paganos. Es verdad que era un oficio voluntario, pero no por ello perverso. Las actitudes de esta narración “intencionada” saltan a la vista: el fariseo está “de pie” orando; el publicano, alejado, humillado hasta el punto de no atreverse a levantar sus ojos. El fariseo invoca a Dios y da gracias de cómo es; el publicano invoca a Dios y pide misericordia y piedad. El escenario, pues, y la semiótica de los signos y actitudes están a la vista de todos.
III.2. Lo que para Lucas proclama Jesús delante de los que le escuchan es tan revolucionario que necesariamente debía llevarle a la muerte y, sin embargo, hasta un niño estaría de parte de Jesús, porque no es razonable que el fariseo “excomulgue” a su compañero de plegaria. Pero la ceguera religiosa es a veces tan dura, que lo bueno es siempre malo para algunos y lo malo es siempre bueno. Lo bueno es lo que ellos hacen; lo malo lo que hacen los otros. ¿Por qué? Porque la religión del fariseo se fundamenta en una seguridad viciada y se hace monólogo de uno mismo. Es una patología subjetiva envuelta en el celofán de lo religioso desde donde ve a Dios y a los otros como uno quiere verlos y no como son en verdad. En realidad solamente se está viendo a sí mismo. Esto es más frecuente de lo que pensamos. Por el contrario, el publicano tendrá un verdadero diálogo con Dios, un diálogo personal donde descubre su “necesidad” perentoria y donde Dios se deja descubrir desde lo mejor que ofrece al hombre. El fariseo, claramente, le está pasando factura a Dios. Esto es patente y esa es la razón de su religiosidad. El publicano, por el contrario, pide humildemente a Dios su factura para pagarla. El fariseo no quiere pagar factura porque considera que ya lo ha hecho con los “diezmos y primicias” y ayunos, precisamente lo que Dios no tiene en cuenta o no necesita. Eso se han inventado como sucedáneo de la verdadera religiosidad del corazón.
III.3. El fariseo, en vez de confrontarse con Dios y con él mismo, se confronta con el pecador; aquí hay un su vicio religioso radical. El pecador que está al fondo y no se atreve a levantar sus ojos, se confronta con Dios y consigo mismo y ahí está la explicación de por qué Jesús está más cerca de él que del fariseo. El pecador ha sabido entender a Dios como misericordia y como bondad. El fariseo, por el contrario, nunca ha entendido a Dios humana y rectamente. Éste extrae de su propia justicia la razón de su salvación y de su felicidad; el publicano solamente se fía del amor y de la misericordia de Dios. El fariseo, que no sabe encontrar a Dios, tampoco sabe encontrar a su prójimo porque nunca cambiará en sus juicios negativos sobre él. El publicano, por el contrario, no tiene nada contra el que se considera justo, porque ha encontrado en Dios muchas razones para pensar bien de todos. El fariseo ha hecho del vicio virtud; el publicano ha hecho de la religión una necesidad de curación verdadera. Solamente dice una oración, en muy pocas palabras: “ten piedad de mí porque soy un pecador”. La retahíla de cosas que el fariseo pronuncia en su plegaria han dejado su oración en un vacío y son el reflejo de una religión que no une con Dios.
Fray Miguel de Burgos Núñez
Lector y Doctor en Teología. Licenciado en Sagrada Escritura
Lector y Doctor en Teología. Licenciado en Sagrada Escritura
Pautas para la homilía
El texto tomado del evangelista Lucas que hoy nos propone la liturgia viene como anillo al dedo para la celebración en que nos encontramos. Vayamos desgranando la fruta de la Buena Nueva para descubrir el mensaje y comprender la necesidad de la labor humanitaria de la Iglesia hecha realidad en tantos misioneros y misioneras esparcidos por el mundo.
La primera lectura tomada del libro del Eclesiástico nos presenta la imagen de un Dios de justicia que – y aunque esto parezca una contradicción- no es para nada imparcial. El Dios de Jesucristo que ya aparece prefigurado en el Antiguo Testamento es un Dios a quien no le da igual la situación del ser humano. Es decir, es un Dios movido a compasión por su obra creada. Frente al dios impasible, frente al motor inmóvil de algunos filósofos, el Dios de la Biblia es un Dios viviente: un Dios que como existente y sostén de la existencia mantiene una relación cordial con lo creado y con las criaturas. Relación cordial que en su propia acepción etimológica deviene vinculación entre corazón y voluntad. Aquellas realidades de la existencia son subjetivadas en el corazón y mueven a la voluntad para una acción determinada. Algo así es lo que sucede con Dios según el Eclesiástico: Dios escucha las suplicas, no desoye los gritos del huérfano o de la viuda y al final hace justicia a quien le clama desde el dolor de la existencia.
El salmo responsorial acentuará más aún la creencia en este modo de Dios: “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha”.
Esta lectura de la realidad de Dios encierra una de las proposiciones vitales más complejas y difíciles para el ser humano: la escucha por parte de Dios del sufrimiento del hombre y su compasión no se ven siempre correspondidas con la solución de la existencia del ser humano en su anhelo. Y de esto, seguro que tenemos, cada uno de los creyentes, experiencias concretas. ¿Cuál es, entonces, el error? ¿Cuál entonces el desajuste? ¿Será cierto que es un Dios impasible en tanto que no siempre actúa ante el sufrimiento del justo?
La respuesta está ubicada en la misma concepción que de la creación podamos tener. Al afirmar que somos criaturas de Dios, creados por él, corremos el riesgo de identificarle como un creador al modo humano que siempre esta encima de su criatura y puede solventarle cualquier problema. Pero no. El Dios bíblico es un Dios que en el mismo acto de crear genera la independencia de lo creado respecto de su creador: genera dicho de manera comprensible la responsabilidad de la libertad humana. Así pues la comprensión de los desajustes dramáticos de la existencia hemos de analizarlos, en primer lugar, como respuesta de una desatención de la responsabilidad que tenemos los hombres respecto a nuestros hermanos; hemos de analizarlos desde las estructuras propias creadas por el hombre y que no respetan la igualdad del otro en oportunidades y posibilidades (podemos preguntarnos en qué medida es el otro para mi una imagen de Dios lo mismo que lo soy yo).
Dando un paso más veamos como se refleja esto en la enseñanza del propio Jesús que nos trasmite el evangelista Lucas.
Un primer dato nos sitúa ante la parábola en su propio contexto: la parábola va dirigida a quienes se sienten seguros de sí mismos y desprecian a los demás. Ya tenemos aquí una constatación más de la responsabilidad que tenemos, desde nuestra propia condición de sujetos creados, de la propia marcha de la creación y de la situación del otro que peregrina junto a mí en la existencia.
Tradicionalmente se ha llamado a la oración “la hora de la verdad”. Pero una hora de la verdad en que todas las premisas han de responder a esa verdad y no solo las que le interesen al sujeto orante. Verán, en la parábola del fariseo y el publicano sin duda el fariseo estaba diciendo la verdad. Vivía una vida recta, estaba haciendo todo lo que se exige hacer, pero no estaba orando. Estaba dando a Dios un inventario de sus buenas obras. "Ayuno, doy el 10% de mis ingresos...." Hasta aquí, todo parece ir bien, lo realizado por el fariseo es en sí mismo una cosa buena.
Pero el problema reside en el “prólogo” de la misma oración a Dios. En él, el fariseo cumple perfectamente, pero… desde el desprecio del prójimo; olvidándose así de la responsabilidad que como criatura tiene de las otras criaturas. Así empieza diciendo: "Dios, te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros...." Su elevada opinión de sí dependía de su baja opinión de los demás y refleja su falta de compasión y misericordia para con el pecado de los hermanos.
Uno no es mejor ante los ojos de Dios por comparación sino por acción. Lo que quiero decir es que cada uno de nosotros no somos mejores en tanto que otros hay que son peores, sino que, somos mejores a los ojos de Dios, en tanto que nuestra existencia, presentada ante Dios en la oración, es “inventario” de nuestra verdad vital y de nuestro compromiso de compasión y responsabilidad para con los hermanos. No vendría mal traer a colación en este mismo díptico el texto del óbolo de la viuda (Lc 21, 1-4).
En definitiva nos queda la pregunta, como casi siempre, ante las palabras de Jesús: y yo ¿qué estoy haciendo?
Celebrar el día del DOMUND, no es simplemente recoger dinero del que nos sobra para que otros hagan lo que yo no pienso hacer. Celebrar y acordarnos de la labor humanitaria de la Iglesia en las diferentes misiones que desarrolla, significa también optar por un compromiso en mi vida cotidiana para ser misionero: es decir un compromiso personal de vivir desde la preocupación por el otro y un poquito menos desde el “engolfamiento” de mí mismo, que decía Sta. Teresa de Jesús.
Fr. Ismael González Rojas
Blackfriars Oxford (Inglaterra)
Blackfriars Oxford (Inglaterra)
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