XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 23, 35-43) - Ciclo C:
Jesucristo, Rey del Universo
Por A. Pronzato
Jesucristo, Rey del Universo
Por A. Pronzato
- ... Tú serás el pastor de mi pueblo, Israel, tú serás el jefe de Israel... (2 Sam 5,1-3).
- ... El nos ha sacado del dominio de las tinieblas, _v nos ha trasladado al reino de su Hijo querido... (Col 1,1220).
- ...Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino... (Lc 23,35-43).
El año litúrgico es un camino que recorre y actualiza las etapas de la salvación. Pues bien, este camino tiene una desembocadura obligada: Cristo. Y aquí encontramos ya una indicación esencial para cualquier otro itinerario cristiano. No solamente el culto, sino también la espiritualidad, en sus diversas expresiones, la piedad, las varias formas de devoción, la moral... deben estar orientadas hacia él y desembocar necesariamente en él.
La fe, en toda la gama de sus manifestaciones, para ser auténtica, debe poseer una inconfundible impronta cristológica.
En una visión más amplia, tanto la así llamada gran historia de los hombres, con todas sus complicaciones y absurdos, como nuestras minúsculas vicisitudes personales, con sus contradicciones, los extravíos, las intrigas, las zonas de sombra y los rayos de luz, llegan a este centro nuclear: Cristo, principio y fin de todo: «Por medio de él fueron creadas todas las cosas... Todo fue creado por él y para él» (segunda lectura).
La figura de Cristo es presentada en una dimensión de realeza: Jesús es rey del universo. Pero esta realeza asume connotaciones peculiares que hemos de tener presentes si no queremos falsearla en su raíz (y el prefacio de esta celebración nos presenta algunas coordenadas precisas del Reino).
Por eso el evangelio de hoy tiene como escenario el Calvario. Y en el centro destaca no un trono majestuoso, sino una cruz, o sea, el patíbulo de los esclavos.
Bastará tener presente el contenido de la primera lectura para captar la diversidad sustancial y «escandalosa» de la escena descrita por el evangelio. Allí hay una investidura real plebiscitaria («todas las tribus de Israel fueron a Hebrón a ver a David y le dijeron: hueso y carne tuya somos»). Aquí la realeza de Cristo es contestada.
El pueblo adopta una postura neutral, oportunista, frente al Condenado. Los soldados se burlaban de él. «Uno de los malhechores crucificados lo insultaba». La inscripción misma puesta sobre su cabeza («este es el rey de los judíos») es un mofa.
Solamente un delincuente común le reconoce como rey («Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino»).
David ha llevado a término victoriosamente, con la fuerza de las armas, y gracias a sus bandas guerrilleras, la lucha partisana. Da la impresión de que los ancianos que vienen a Hebrón -capital provisional- a jurar fidelidad y a sancionar un pacto de alianza con el nuevo rey, tienen bien presente el argumento decisivo de aquellas armas y de la fuerza de que dispone David.
Jesús, por el contrario, aparece sobre la cruz como perdedor. Los otros, sus enemigos, tienen las armas.
Pedro, que en el momento del arresto del «jefe», había desenvainado una espada, encontrada quién sabe dónde y cómo, fue invitado perentoriamente a quitarla de en medio.
Donde está la cruz, no hay sitio para los signos de la fuerza. Cristo quiere ser reconocido como rey únicamente a través de una adhesión libre, en el amor, sin coacción alguna o imposición. Aquel Rey vencido por la fuerza, pero victorioso en la debilidad del amor, no podrá aceptar jamás «el honor de las armas» (ni siquiera de esas de adorno).
Es significativo el diálogo que se desarrolla -en dirección única entre los jefes y después entre los soldados y el colgado en el madero de la infamia.
Aquellos usan el lenguaje del poder y desafían a Cristo para que se coloque en el mismo plano del poder, no ahorrando nada para vencer todas las resistencias: «A todos ha salvado; que se salve así mismo». «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».
Jesús ni siquiera parece oír, ya que se ha comprometido a hablar, no el lenguaje de la política y de la fuerza, usadas para salvar la propia vida, sino el del amor, el del perdón, el de la misericordia.
En el Calvario, Cristo, que está coronando, no una conquista espectacular, sino una obra de reconciliación y de paz, está en su palacio. Y aquí ofrece un sorprendente derecho de asilo a los «malhechores», que encuentran en su casa, en él, un refugio seguro y definitivo.
Aquellos brazos, clavados pero abiertos, acogen a cualquiera que esté dispuesto a «ponerse a salvo».
Era de esperar. Jesús ha venido a buscar a los pecadores. Siempre le ha gustado su compañía. Jamás ha dejado de frecuentarles y a pesar de las protestas y el escándalo de las personas «de bien».
Y también en la cruz, en los últimos instantes, se los encuentra cercanos, compañeros de suplicio. Hasta el final se rodea de súbditos «poco recomendables».
Uno de ellos lo reconoce explícitamente como rey y se convierte en el primer ciudadano de su reino («Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso»).
El buen ladrón (así se le llama habitualmente) no obtiene de Cristo la salvación física, como pretendía su compañero, sino la salvación total. Y, pasando con él a través de la muerte, sigue a Cristo que se convierte en «el primogénito de entre los muertos» (Col 1,18).
La historia del «malhechor» arrepentido puede ser así también nuestra historia.
También nosotros, tras este primer cliente original del Reino, formamos parte de un interminable cortejo formado por aquellos que dan gracias al Padre porque «nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido».
Y podemos repetir, con las palabras del salmo: «Reina la paz donde reina el Señor».
- ... El nos ha sacado del dominio de las tinieblas, _v nos ha trasladado al reino de su Hijo querido... (Col 1,1220).
- ...Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino... (Lc 23,35-43).
Principio y fin
El año litúrgico es un camino que recorre y actualiza las etapas de la salvación. Pues bien, este camino tiene una desembocadura obligada: Cristo. Y aquí encontramos ya una indicación esencial para cualquier otro itinerario cristiano. No solamente el culto, sino también la espiritualidad, en sus diversas expresiones, la piedad, las varias formas de devoción, la moral... deben estar orientadas hacia él y desembocar necesariamente en él.
La fe, en toda la gama de sus manifestaciones, para ser auténtica, debe poseer una inconfundible impronta cristológica.
En una visión más amplia, tanto la así llamada gran historia de los hombres, con todas sus complicaciones y absurdos, como nuestras minúsculas vicisitudes personales, con sus contradicciones, los extravíos, las intrigas, las zonas de sombra y los rayos de luz, llegan a este centro nuclear: Cristo, principio y fin de todo: «Por medio de él fueron creadas todas las cosas... Todo fue creado por él y para él» (segunda lectura).
Dos lenguajes diversos
La figura de Cristo es presentada en una dimensión de realeza: Jesús es rey del universo. Pero esta realeza asume connotaciones peculiares que hemos de tener presentes si no queremos falsearla en su raíz (y el prefacio de esta celebración nos presenta algunas coordenadas precisas del Reino).
Por eso el evangelio de hoy tiene como escenario el Calvario. Y en el centro destaca no un trono majestuoso, sino una cruz, o sea, el patíbulo de los esclavos.
Bastará tener presente el contenido de la primera lectura para captar la diversidad sustancial y «escandalosa» de la escena descrita por el evangelio. Allí hay una investidura real plebiscitaria («todas las tribus de Israel fueron a Hebrón a ver a David y le dijeron: hueso y carne tuya somos»). Aquí la realeza de Cristo es contestada.
El pueblo adopta una postura neutral, oportunista, frente al Condenado. Los soldados se burlaban de él. «Uno de los malhechores crucificados lo insultaba». La inscripción misma puesta sobre su cabeza («este es el rey de los judíos») es un mofa.
Solamente un delincuente común le reconoce como rey («Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino»).
David ha llevado a término victoriosamente, con la fuerza de las armas, y gracias a sus bandas guerrilleras, la lucha partisana. Da la impresión de que los ancianos que vienen a Hebrón -capital provisional- a jurar fidelidad y a sancionar un pacto de alianza con el nuevo rey, tienen bien presente el argumento decisivo de aquellas armas y de la fuerza de que dispone David.
Jesús, por el contrario, aparece sobre la cruz como perdedor. Los otros, sus enemigos, tienen las armas.
Pedro, que en el momento del arresto del «jefe», había desenvainado una espada, encontrada quién sabe dónde y cómo, fue invitado perentoriamente a quitarla de en medio.
Donde está la cruz, no hay sitio para los signos de la fuerza. Cristo quiere ser reconocido como rey únicamente a través de una adhesión libre, en el amor, sin coacción alguna o imposición. Aquel Rey vencido por la fuerza, pero victorioso en la debilidad del amor, no podrá aceptar jamás «el honor de las armas» (ni siquiera de esas de adorno).
Es significativo el diálogo que se desarrolla -en dirección única entre los jefes y después entre los soldados y el colgado en el madero de la infamia.
Aquellos usan el lenguaje del poder y desafían a Cristo para que se coloque en el mismo plano del poder, no ahorrando nada para vencer todas las resistencias: «A todos ha salvado; que se salve así mismo». «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».
Jesús ni siquiera parece oír, ya que se ha comprometido a hablar, no el lenguaje de la política y de la fuerza, usadas para salvar la propia vida, sino el del amor, el del perdón, el de la misericordia.
Hasta el final en compañía de súbditos «poco recomendables»
En el Calvario, Cristo, que está coronando, no una conquista espectacular, sino una obra de reconciliación y de paz, está en su palacio. Y aquí ofrece un sorprendente derecho de asilo a los «malhechores», que encuentran en su casa, en él, un refugio seguro y definitivo.
Aquellos brazos, clavados pero abiertos, acogen a cualquiera que esté dispuesto a «ponerse a salvo».
Era de esperar. Jesús ha venido a buscar a los pecadores. Siempre le ha gustado su compañía. Jamás ha dejado de frecuentarles y a pesar de las protestas y el escándalo de las personas «de bien».
Y también en la cruz, en los últimos instantes, se los encuentra cercanos, compañeros de suplicio. Hasta el final se rodea de súbditos «poco recomendables».
Uno de ellos lo reconoce explícitamente como rey y se convierte en el primer ciudadano de su reino («Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso»).
El buen ladrón (así se le llama habitualmente) no obtiene de Cristo la salvación física, como pretendía su compañero, sino la salvación total. Y, pasando con él a través de la muerte, sigue a Cristo que se convierte en «el primogénito de entre los muertos» (Col 1,18).
La historia del «malhechor» arrepentido puede ser así también nuestra historia.
También nosotros, tras este primer cliente original del Reino, formamos parte de un interminable cortejo formado por aquellos que dan gracias al Padre porque «nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido».
Y podemos repetir, con las palabras del salmo: «Reina la paz donde reina el Señor».





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