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domingo, 14 de noviembre de 2010

Meditación para el domingo XXXIII del tiempo ordinario



Estamos en los últimos domingos del año litúrgico. La Iglesia escoge para hoy textos que nos revelan el sentido de la vida y de la historia. No nos faltarán pruebas por el nombre de Cristo, pero Él ha prometido guardar y defender a los que confían. “Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.

En estilo apocalíptico, el profeta anuncia para los malvados que “no quedará de ellos ni rama ni raíz”. Pero a los que honran al Señor, “los iluminará un sol de justicia”.
También podemos acercarnos a la Palabra de Dios en clave del mes dedicado a la oración por los difuntos. A la vez que se no impele a hacer memoria de los que han muerto, se nos invita a reflexionar sobre la caducidad de las cosas de este mundo, incluso del esplendor del templo material, por preciosos que hayan sido los elementos con los que está construido. “Eso que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo quedará destruido”.

Estas verdades puede producir distintas reacciones; en algunos, de miedo, cabe que en otros sea de huída y evasión por no resistir la realidad más cierta, la de nuestra mortalidad. Otros, ante la caducidad y lo perecedero, se abandonan y desentienden de las realidades temporales, sin ofrecer sus capacidades, porque se hunden en la tristeza.

San Pablo enseña la actitud adecuada, la que cada uno debe mantener en el curso terreno, vocación recibida del Creador desde el principio: el trabajo. “Porque nos hemos enterado de que algunos viven sin trabajar, muy ocupados en no hacer nada. Pues a esos les mandamos y recomendamos, por el Señor Jesucristo, que trabajen con tranquilidad para ganarse el pan”.

En una hora de precariedad laboral, hay muchas personas que desearían un puesto de trabajo, y la ansiedad les proviene por lo contrario que señala el Apóstol. En cualquier caso, todos debemos ser sensibles y prestar nuestros talentos para que esta hora no se desangre en pesimismos, ni evasiones, sino que, en cualquier circunstancia, la esperanza cristiana ilumine los acontecimientos y nos anime a ser manos que acrecienten la creación.

No aguardamos el terremoto ni la catástrofe. A quien esperamos es al Señor. El salmista pone en nuestros labios la actitud del creyente: “Tañed la cítara para el Señor. Aclamad al Rey y Señor. Aplaudan los ríos, aclamen los montes al Señor, que llega para regir la tierra”.

Tiempo de realismo y de esperanza, de quebrar toda inercia y apatía, de profecía y testimonio, porque aguardamos el retorno glorioso de Jesucristo.

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