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jueves, 4 de noviembre de 2010

XXXII Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 20, 27-38) - Ciclo C: Una presa disputada



... El rey del universo nos resucitará para una vida eterna... (2 Mac 7,1-2.9-14).
... El Señor que es fiel... (2 Tes 2,15-3,5).
... No es Dios de muertos sino de vivos... (Lc 20,27-38).

Dos casos distintos

Entran en escena dos parejas de siete hermanos para ilustrar un mismo tema: la resurrección de los muertos.
«En aquellos días, arrestaron a siete hermanos...» (primera lectura).
«Había siete hermanos...» (evangelio).
Pero hay que tener en cuenta que en el texto del segundo libro de los Macabeos el caso es real, y representa un ejemplo luminoso de fe en el más allá.
En el evangelio, por el contrario, el caso es ficticio (como aquellos enmarañados, fabricados en las mesas de estudio por las calientes fantasías de los moralistas -¡como si no bastara con las cosas de la vida real!- para poner a prueba nuestra «pericia» de sacerdotes en la práctica del confesonario).
Se trata de un asunto paradójico, imaginado por los saduceos, para poner en duda, o peor aún para ridiculizar la creencia en la vida después de la muerte, que era defendida por el «partido» de los fariseos.
Para encuadrar el debate que se prolonga en el judaísmo hasta el tiempo de Jesús, hay que tener presente que una fe explícita en la vida eterna está ausente en casi todo el antiguo testamento. La esperanza de una sobre-vivencia personal aflora únicamente en algunos textos tardíos (además de éste de la primera lectura, el de Dan 12,2-3). La cosa, en vez de escandalizar, me parece que debe producir en nosotros un doble sentido de estupor y de aprecio por:
-la pedagogía de Dios, que elige el camino, más bien largo, de una maduración lenta y progresiva para conducir a un pueblo a la plenitud de la revelación;-la fidelidad de este pueblo que obedece -aun con las inevitables debilidades- a la ley de Dios «desinteresadamente», o sea, sin la perspectiva de una recompensa en el más allá.
El episodio de los siete hermanos que, sostenidos por su «madre coraje», aceptan el martirio para no quebrantar «las leyes de Dios» (y las relativas tradiciones religiosas) se inserta en el cuadro de la cruel represión llevada a cabo por Antíoco IV Epifanes - de origen y cultura griega- en torno al año 167 a.C., para sofocar la rebelión del pueblo contra su pretensión de sustituir la adoración de Yahvé por el culto de Zeus y otros inquilinos del Olimpo.
Los siete jóvenes, con su gesto, relativizan las torturas, la misma muerte, frente a las exigencias absolutas del «rey del universo», que «resucitará para una vida eterna» a aquellos que le hayan sido fieles.

Es significativa la declaración del cuarto hermano: «Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará».

El rey idolátrico, en cambio, «no resucitará para la vida».

Hoy la fidelidad a la ley de Dios ya no se juega en la prohibición de «comer carne de cerdo, prohibida por la ley» (en todo caso el fantasma que ejercita un poder decisivo de prohibición puede ser el colesterol...), sino en valores mucho más importantes, gravemente amenazados (por otra parte también para los mártires aquellas prescripciones rituales eran más que otra cosa el símbolo de la fidelidad judía al Dios de la alianza).

El «rey malvado» ya no impone el culto de los ídolos, sustitutivos del único Señor, con «látigos y nervios», sino con el martilleo persuasorio de una publicidad y de una propaganda que usan las imágenes más seductoras.

Y, en vez de recibir el apoyo de una «madre coraje», la minoría de los creyentes (el equivalente de los siete hermanos) debe habérselas con los condicionamientos de las modas y los permisivismos engañosos.

Queda el deber fundamental de la firmeza, del no ceder ante cualquier tipo de idolatría de la «vida presente» que termina por oscurecer el sentido y alejar de nuestro horizonte la perspectiva de la «vida nueva y eterna».

Transfiguración, no reproducción

La trampa puesta por el partido aristocrático-conservador de los saduceos -que gozaba de amplios favores y apoyos en el área del templo- para enredar a Jesús en la interminable diatriba con los fariseos, denuncia un equívoco que perdura hasta hoy, y que consiste en imaginar la vida eterna simplemente como prolongación, después de la muerte, de la existencia terrena. El paraíso consistiría así en una trasposición en el más allá de las cosas hermosas de que gozamos aquí abajo. Y la vida eterna sería la reproducción (mejorada y... ampliada hasta el infinito) de la vida de aquí abajo.

El caso complicado y planeado arteramente por los interlocutores de Jesús se refiere a la así llamada ley del levirato (los siete hermanos se casan, sucesivamente, con la misma mujer para asegurar una descendencia a su familia).

Jesús hace entender que la institución del matrimonio en cuanto tal ya no tiene razón de ser en la otra vida. Lo que, obviamente no significa que, en la eternidad, todo vaya a ser barrido: lo que se ha sembrado en esta tierra, en lo que se refiere a amor auténtico, amistad, fraternidad, ciertamente no podrá desaparecer. Al contrario, todo encontrará su plenitud y su máxima expresividad en la transfiguración.

Lo que Jesús pretende rechazar es nuestra pretensión, que repetimos una y otra vez, de imaginar el modo de esa transfiguración. Nos deben bastar dos imágenes:

-«Son como ángeles». Pero nadie de nosotros sabe cómo son los ángeles. Podemos simplemente intuir que la vida «en el otro mundo» estará consagrada a la alabanza y a la acción de gracias, en la plena comunión con Dios y entre nosotros.

-«Son hijos de Dios». Y aquí la imagen deja entrever una relación de intimidad, como lo que media entre Padre e Hijo.

Además la respuesta de Cristo, en la segunda parte, subraya la fidelidad de Dios que no falla («Dios de Abrahán, Dios de Isaac y Dios de Jacob». Es, pues, el Dios que no puede desmentir su amor al hombre, no puede renegar de su palabra, y de sus promesas. Es el Dios que no puede permitir que el vínculo anudado con la alianza se rompa por ese «corte» brutal que es la muerte).

Al final, dos certezas fundamentales:

-«No es Dios de muertos sino de vivos». Por lo que confiar en este Dios significa descubrir que estamos hechos para la vida, y que la vida consiste en el ser con él, sin que esta relación se interrumpa jamás.

-«Para él todos están vivos». Dios es la fuente y el fin de la vida. El creyente que vive con él y por él, después de haber recibido de él el don de la existencia, es arrancado al dominio de la muerte.

Como se ve, en vez de una sutil y boba diatriba acerca de una mujer disputada por siete hermanos, Jesús coloca la imagen de un Dios que disputa victoriosamente a la muerte el tesoro que le es más querido: el hombre.

Vivos en el presente

También Pablo (segunda lectura) entra en la misma perspectiva cuando reafirma solemnemente que «el Señor es fiel» y que «Dios, nuestro Padre... nos ha amado tanto y nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza».

Pero esta esperanza no puede acunarnos y hacernos dormir en la ilusión y en la pereza.

Estar destinados a la vida eterna significa, principalmente, estar muy vivos en el presente. En efecto, el futuro inmortal de gloria se siembra echando en el terreno fecundo del hoy los gérmenes de «toda clase de palabras y de obras buenas».

Estar encaminados hacia una meta significa ante todo... caminar. Y la brújula que asegura la orientación ha sido puesta por Dios mismo en el corazón de los creyentes y traza dos líneas esenciales: «El amor de Dios» y «la paciencia de Cristo».

El amor de Dios impide que nos perdamos a lo largo del camino. La paciencia de Cristo representa un antídoto contra el cansancio. Esto predicaba Pablo a los cristianos de Tesalónica.

...Esto es, a nosotros.

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