Un año más la Iglesia vive y celebra el tiempo litúrgico de Adviento. Un año más no significa mera repetición sino un volver de manera más profunda a los contenidos humanos y cristianos propios de este tiempo, contenidos que se conducen en la virtud de la esperanza.
¿Qué esperanza profesamos? ¿En quién se fundamenta? ¿Qué razones tenemos para esperar? Se lo digo claramente: “Jesucristo es nuestra esperanza” (1 Tim 1,1).
Nuestra esperanza se apoya firmemente en la venida histórica de Jesús, en el acontecimiento salvador de su persona. No tenemos que esperar al final de la historia para alcanzar la salvación. Nuestra esperanza es ya posesión gozosa en Jesucristo. En Él ya se nos ha adelantado el final, se ha logrado la victoria.
Pero surge de inmediato el cuestionamiento. Basta iniciar la jornada del trabajo, escuchar la radio o sintonizar nuestro propio corazón para darnos cuenta de la realidad de sufrimiento, de violencia, egoísmo, injusticia, pecado y muerte. Y de nuestros labios creyentes brota el interrogante: “¿hasta cuándo, Señor?” y se eleva la oración: “Ven Señor” “Venga a nosotros tu Reino”.
La esperanza cristiana no se cierra en la salvación ya recibida sino que se abre al futuro con progresivas realizaciones históricas hasta su plenitud consumada en Dios y por Dios. Cuanto más viva es la experiencia de la salvación en Jesucristo, más ardiente es la esperanza de su plenitud y de los advenimientos que la van anticipando.
Este futuro, cordialmente esperado, es descrito por la revelación como “manifestación del Señor” y como plenitud humana. Ahora vivimos con la esperanza de que Jesucristo, a quien Dios resucitó de entre los muertos, se manifieste desde el cielo (Cfr. 1Tes. 1,10; 3,13; 1Cort. 1,7-8). La manifestación de la gloria de Dios revelará al mismo tiempo “lo que seremos como hijos de Dios” (Rom. 8,19). La luz de Dios, la santidad de Dios se reflejará en nosotros mismos.
Entonces alcanzaremos “la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Rom. 8,21). “Veremos cara a cara a Dios y le conoceremos como El nos conoce” (1Cort. 13,12). “Estaremos para siempre con el Señor” (1Tes. 4,17), “en la casa del Padre”, “donde Él se ha ido a prepararnos sitio” (Jn. 14, 2-3). Aquí tomaremos posesión del reino preparado para nosotros desde la creación del mundo (Mt. 25,34) y “viviremos para siempre” (Jn. 6, 51).
El fundamento de esta esperanza es Dios mismo, su misericordia y su fidelidad. Por eso la calificamos como virtud “teologal”. La realización de nuestra esperanza no es resultado de las posibilidades humanas sino fruto de la potencialidad amorosa de Dios. “La imposibilidad humana” no nos lleva a la frustración si no a la confianza absoluta en Dios, “porque para Dios nada hay imposible” (Lc. 1,37).
Se cumple en la esperanza cristiana la ley paradójica del actuar divino: “lo débil del mundo eligió Dios para confundir a los fuertes” (1Cort. 1,2) y la “síntesis de contrarios” propia de la espiritualidad cristiana: “me gloriaré en mis debilidades para que habite en mi la fuerza de Cristo” (2Cort. 12,9). La esperanza no se apoya en nuestros entusiasmos psicológicos ni en la fuerza de nuestra voluntad sino en el poder de Dios para salvación de todo el que cree.
Por eso, en estos tiempos recios, profunda y rápidamente cambiantes, de inseguridad y confusión, tensos y conflictivos a escala individual, nacional e internacional se necesitan de discípulos misioneros animados por una honda, insobornable, fuerte y serena esperanza teologal.
Esperar en Honduras en este Adviento del 2010 implica esperar y comprometerse con la reconciliación y la paz, con la superación de la violencia y de la división, con la lucha contra la desigualdad y pobreza; Apostar por el diálogo y por el respeto a la vida; seguir creyendo que el amor es más fuerte que el odio o la insensibilidad moral. ¿Cómo renovar esta esperanza? Creyendo que la paz y la reconciliación ya nos han sido dadas en Jesucristo. Así lo proclaman los ángeles de la Navidad: “paz en la tierra a los hombres que Dios ama” (Lc. 2,14).
“La venida de Jesucristo ha traído la buena noticia de la paz; paz para ustedes los que estaban lejos y paz también para los que estaban cerca” (Ef 2,17). Nosotros levantamos muros de separación y de enemistad por motivos étnicos, políticos, económicos y religiosos. Convertimos las diferencias en distanciamientos y hasta en divisiones. Pero “Jesucristo ha hecho ya de los dos pueblos uno solo, destruyendo el muro de la enemistad que los separaba” (Ef 2, 14). “Ha creado una nueva humanidad en sí mismo, restableciendo la paz” (Ef 2,15), aunque esto le ha costado sangre, sudor y lágrimas. Su cuerpo crucificado y su sangre derramada en la cruz son el lugar de la “nueva humanidad” (Ef 2,16; Col 1,20). “El es nuestra paz” (Ef 2,14), El nos da la paz (Jn 14,27; 20, 20-21) y nos quiere constructores de la paz (Mt 5, 9).
No hay paz entre pecadores sin reconciliación. “Pero Dios, que es rico en misericordia y nos tiene un inmenso amor” (Ef 2, 4) nos ha reconciliado consigo por la muerte de su Hijo” (Rom 5,10). Como Iglesia somos una comunidad de pecadores reconciliados por la misericordia de Dios en la cruz de Jesucristo. Si esto somos por gracia, esto vivamos como tarea. Aquí se apoya nuestra esperanza de ir construyendo unas comunidades reconciliadas. La invitación al perdón es constante en las palabras de Jesucristo y en la enseñanza apostólica. Cada día debemos rehacer y reconstruir la comunidad ya que el egoísmo, la incomprensión, la ofensa y la división forman parte de nuestra vida.
La comunidad eclesial reconciliada está llamada a ser como un “sacramento” de reconciliación en la sociedad. En nuestra actual situación estamos llamados a promover y acompañar procesos de reconciliación. Nos anima y sostiene la experiencia de nuestra reconciliación gratuita en Jesucristo. “Dios mismo nos confía el ministerio de la reconciliación… y nos hace depositarios del mensaje de reconciliación” (2 Cor 5,18.19).
+ Ángel Garachana Pérez, CMF
Obispo de San Pedro Sula
¿Qué esperanza profesamos? ¿En quién se fundamenta? ¿Qué razones tenemos para esperar? Se lo digo claramente: “Jesucristo es nuestra esperanza” (1 Tim 1,1).
Nuestra esperanza se apoya firmemente en la venida histórica de Jesús, en el acontecimiento salvador de su persona. No tenemos que esperar al final de la historia para alcanzar la salvación. Nuestra esperanza es ya posesión gozosa en Jesucristo. En Él ya se nos ha adelantado el final, se ha logrado la victoria.
Pero surge de inmediato el cuestionamiento. Basta iniciar la jornada del trabajo, escuchar la radio o sintonizar nuestro propio corazón para darnos cuenta de la realidad de sufrimiento, de violencia, egoísmo, injusticia, pecado y muerte. Y de nuestros labios creyentes brota el interrogante: “¿hasta cuándo, Señor?” y se eleva la oración: “Ven Señor” “Venga a nosotros tu Reino”.
La esperanza cristiana no se cierra en la salvación ya recibida sino que se abre al futuro con progresivas realizaciones históricas hasta su plenitud consumada en Dios y por Dios. Cuanto más viva es la experiencia de la salvación en Jesucristo, más ardiente es la esperanza de su plenitud y de los advenimientos que la van anticipando.
Este futuro, cordialmente esperado, es descrito por la revelación como “manifestación del Señor” y como plenitud humana. Ahora vivimos con la esperanza de que Jesucristo, a quien Dios resucitó de entre los muertos, se manifieste desde el cielo (Cfr. 1Tes. 1,10; 3,13; 1Cort. 1,7-8). La manifestación de la gloria de Dios revelará al mismo tiempo “lo que seremos como hijos de Dios” (Rom. 8,19). La luz de Dios, la santidad de Dios se reflejará en nosotros mismos.
Entonces alcanzaremos “la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Rom. 8,21). “Veremos cara a cara a Dios y le conoceremos como El nos conoce” (1Cort. 13,12). “Estaremos para siempre con el Señor” (1Tes. 4,17), “en la casa del Padre”, “donde Él se ha ido a prepararnos sitio” (Jn. 14, 2-3). Aquí tomaremos posesión del reino preparado para nosotros desde la creación del mundo (Mt. 25,34) y “viviremos para siempre” (Jn. 6, 51).
El fundamento de esta esperanza es Dios mismo, su misericordia y su fidelidad. Por eso la calificamos como virtud “teologal”. La realización de nuestra esperanza no es resultado de las posibilidades humanas sino fruto de la potencialidad amorosa de Dios. “La imposibilidad humana” no nos lleva a la frustración si no a la confianza absoluta en Dios, “porque para Dios nada hay imposible” (Lc. 1,37).
Se cumple en la esperanza cristiana la ley paradójica del actuar divino: “lo débil del mundo eligió Dios para confundir a los fuertes” (1Cort. 1,2) y la “síntesis de contrarios” propia de la espiritualidad cristiana: “me gloriaré en mis debilidades para que habite en mi la fuerza de Cristo” (2Cort. 12,9). La esperanza no se apoya en nuestros entusiasmos psicológicos ni en la fuerza de nuestra voluntad sino en el poder de Dios para salvación de todo el que cree.
Por eso, en estos tiempos recios, profunda y rápidamente cambiantes, de inseguridad y confusión, tensos y conflictivos a escala individual, nacional e internacional se necesitan de discípulos misioneros animados por una honda, insobornable, fuerte y serena esperanza teologal.
Esperar en Honduras en este Adviento del 2010 implica esperar y comprometerse con la reconciliación y la paz, con la superación de la violencia y de la división, con la lucha contra la desigualdad y pobreza; Apostar por el diálogo y por el respeto a la vida; seguir creyendo que el amor es más fuerte que el odio o la insensibilidad moral. ¿Cómo renovar esta esperanza? Creyendo que la paz y la reconciliación ya nos han sido dadas en Jesucristo. Así lo proclaman los ángeles de la Navidad: “paz en la tierra a los hombres que Dios ama” (Lc. 2,14).
“La venida de Jesucristo ha traído la buena noticia de la paz; paz para ustedes los que estaban lejos y paz también para los que estaban cerca” (Ef 2,17). Nosotros levantamos muros de separación y de enemistad por motivos étnicos, políticos, económicos y religiosos. Convertimos las diferencias en distanciamientos y hasta en divisiones. Pero “Jesucristo ha hecho ya de los dos pueblos uno solo, destruyendo el muro de la enemistad que los separaba” (Ef 2, 14). “Ha creado una nueva humanidad en sí mismo, restableciendo la paz” (Ef 2,15), aunque esto le ha costado sangre, sudor y lágrimas. Su cuerpo crucificado y su sangre derramada en la cruz son el lugar de la “nueva humanidad” (Ef 2,16; Col 1,20). “El es nuestra paz” (Ef 2,14), El nos da la paz (Jn 14,27; 20, 20-21) y nos quiere constructores de la paz (Mt 5, 9).
No hay paz entre pecadores sin reconciliación. “Pero Dios, que es rico en misericordia y nos tiene un inmenso amor” (Ef 2, 4) nos ha reconciliado consigo por la muerte de su Hijo” (Rom 5,10). Como Iglesia somos una comunidad de pecadores reconciliados por la misericordia de Dios en la cruz de Jesucristo. Si esto somos por gracia, esto vivamos como tarea. Aquí se apoya nuestra esperanza de ir construyendo unas comunidades reconciliadas. La invitación al perdón es constante en las palabras de Jesucristo y en la enseñanza apostólica. Cada día debemos rehacer y reconstruir la comunidad ya que el egoísmo, la incomprensión, la ofensa y la división forman parte de nuestra vida.
La comunidad eclesial reconciliada está llamada a ser como un “sacramento” de reconciliación en la sociedad. En nuestra actual situación estamos llamados a promover y acompañar procesos de reconciliación. Nos anima y sostiene la experiencia de nuestra reconciliación gratuita en Jesucristo. “Dios mismo nos confía el ministerio de la reconciliación… y nos hace depositarios del mensaje de reconciliación” (2 Cor 5,18.19).
+ Ángel Garachana Pérez, CMF
Obispo de San Pedro Sula
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