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martes, 18 de enero de 2011

Homilías y Recursos para la Homilías: III Domingo del T.O. (Mt 4, 12-23) - Ciclo A


Publicado por Agustinos España
"EL SEÑOR ES MI LUZ Y MI SALVACIÓN"

Hoy, tercer domingo del tiempo ordinario, la liturgia de la misa nos habla del comienzo de la vida pública de Cristo al iniciar esos tres años de predicación en la tierra. El Señor anuncia el Reino y llama a los primeros discípulos.

La venida del Mesías y el anuncio del Reino de Dios, es como una luz en las tinieblas. Así lo expresa la primera lectura en que se lee el libro del profeta Isaías, que nos dice que "el pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz, y sobre los que habitaban en el país de la oscuridad ha brillado una luz".

Remarcando esta idea, la Antífona de la comunión nos recuerda la afirmación de Jesús que nos dice: "Yo soy la luz en el mundo". Y en el Salmo repetimos "el Señor es mi luz y mi salvación".

El Evangelio nos muestra a Jesús como la luz anunciada por el profeta Isaías. El Señor comenzó a proclamar: conviértanse porque el Reino de Dios está cerca. También llama la los primeros discípulos que lo siguen inmediatamente.

La humanidad caminó en tinieblas hasta que la luz brilló en la tierra cuando Jesús nació en Belén. Con la luz del recién nacido, cuyas escenas hemos revivido pocas semanas atrás, en el tiempo de Navidad, llegó la claridad a María y a José, a los pastores y a los magos. Luego, la luz del Señor se ocultó durante treinta años en la ciudad de Nazaret, donde Jesús llevó una vida normal, con todos los de su pueblo. Durante esos años el Señor nos enseña la posibilidad de la santificación en la vida corriente de una familia y de un trabajador, en un taller de carpintero.

Ahora, después de haber dejado Nazaret y después del bautismo del Jordán, el Señor va a Cafarnaún para dar comienzo a su ministerio público.

Como vimos, San Mateo recoge en el Evangelio la profecía de Isaías que dice que el Señor iluminaría toda la tierra. Como el sol, cuando recién amanece, trae Jesús el resplandor de la verdad y una luz sobrenatural a los hombres que no quieran permanecer más en la oscuridad de la ignorancia y el error.

San Mateo también nos trae en este pasaje un relato sobre los primeros que ya en la vida pública del Señor recibieron esta luz. El Evangelista nos dice que los primeros a que el Señor llamó mientras caminaba junto al lago de Galilea, fueron Simón y Andrés, que eran pescadores. Jesús los llamó y ellos inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron.

Y luego, a los otros dos hermanos, Santiago y Juan, quienes también dejaron todo enseguida y siguieron a Jesús. Estos hombre, que descubrieron la luz del Señor, lo siguieron para iluminar siempre con esa luz el camino de sus vidas.
Pero la luz del Señor ilumina no solo a los apóstoles y los discípulos que lo conocieron durante su paso por la tierra, sino que también nos ilumina a todos nosotros. El se acerca a nuestra oscuridad para darle sentido a nuestro vivir.

Para muchos personajes que nos muestra el Evangelio, para multitudes enteras, la vida de Jesús parece como el relato de un encuentro. Estamos a veces, en la oscuridad y la luz está deseando transpasarla. El Señor está deseando iluminar nuestras vidas con su luz. Ahora se está cumpliendo también aquella profecía de Isaías: "El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras y una luz les brilló". Es la luz de la fe que ilumina toda nuestra vida. Es la presencia del Señor que da sentido a todo lo nuestro.

Jesús, luz del mundo, llamó en primer lugar a unos hombres sencillos de Galilea. Iluminó sus vidas, los ganó para su causa y les pidió una entrega sin condiciones. Y aquellos pescadores salieron de la penumbra de una existencia sin relieve ni horizonte y siguieron al Maestro.

El Señor nos llama ahora para que vayamos tras Él y para que iluminemos nuestras vidas y las de quienes nos rodean con la luz de la fe. Bien sabemos nosotros que el remedio de tantos males que existen en el mundo es la fe en Jesucristo, nuestro Maestro y Salvador. Sin el Señor, caminamos a oscuras, con el peligro de tropezar y caer. La fe que recibimos del Señor y que debemos comunicar a nuestro prójimo es luz en la inteligencia. Una luz incomparable.

Vamos a pedir hoy a María que nos predispongamos a dejarnos iluminar por la luz que su hijo Jesús trajo a la tierra. Que pidamos siempre al Señor que nos conceda la fe para creer en Él, y que su presencia en nuestras vidas ilumine siempre nuestros caminos los de quienes nos rodean.

Gracias, Señor, por el día,
por tu mensaje de amor
que nos das en cada flor;
por esta luz de alegría,
te doy las gracias, Señor.

Gracias, Señor, por la espina
que encontraré en el sendero,
donde marcho pregonero
de tu esperanza divina;
gracias, por ser compañero.

Gracias, Señor, porque dejas
que abrase tu amor mi ser;
porque haces aparecer
tus flores a mis abejas,
tan sedientas de beber.

Gracias por este camino,
donde caigo y me levanto,
donde te entrego mi canto
mientras marcho peregrino,
Señor, a tu nombre santo.

Gracias, Señor, por la luz
que ilumina mi existir;
por este dulce dormir
que me devuelve a tu cruz.
¡Gracias, Señor, por vivir! Amén


RECURSOS PARA LA HOMILÍA

Nexo entre las lecturas

El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande (1L). Estas palabras tomadas de la primera lectura del profeta Isaías, nos ofrecen un tema unificador para la liturgia de este domingo. Mateo en el evangelio aplica el oráculo de Isaías a la venida de Jesús y a su retiro ocasional en la región de Zabulón y Neftalí (tierra de gentiles) (EV). Jesús es la luz que ilumina las tinieblas, es el salvador que nos rescata de la muerte. Cristo llama a Simón y Andrés, a Santiago y a Juan para que colaboren con él en la misión redentora; de algún modo los hace partícipes de esa luz que desciende del cielo e ilumina la vida de los hombres. En la carta a los Corintios (2L) san Pablo insiste en la unidad de los cristianos: ellos no pueden estar divididos porque Cristo ha muerto por todos. Todos, por tanto, se deben dejar penetrar por el amor de Cristo hacia la humanidad y hacerse heraldos de esa luz que ilumina el corazón de los hombres.

Mensaje doctrinal

1. El Señor es mi luz y mi salvación. (Salmo 26. Salmo responsorial). El hombre había sido creado en amistad con Dios y con una inefable belleza, pero por el pecado había perdido su original hermosura y ya no reflejaba la luz de su creador. Había dejado caer la confianza en Dios y, por envidia, había caído de la "gracia del principio" perdiendo los excelsos bienes entre los que había sido creado. Así, el pecado introdujo las tinieblas y la muerte en la historia del mundo. La imagen de nuestros primeros padres expulsados del paraíso expresa la gran tragedia humana: su rostro se ha ensombrecido. El género humano estaba necesitado de un redentor y el Padre envió a su Hijo. El salmo 26, leído en clave cristiana, expresa adecuadamente los sentimientos del hombre que se siente oprimido por las tinieblas y el pecado y ve en Cristo al redentor. El Señor es mi luz y mi salvación (Salmo Resp.). Jesucristo, revelación del amor del Padre, ilumina toda situación humana por dramática que ésta sea, porque él ha asumido nuestra condición humana hasta sus últimas consecuencias. Él carga sobre sí el pecado de todos nosotros y se ofrece al Padre como víctima de propiciación. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos (Hch 4, 12). Cuando Cristo ilumina nuestras almas no hay lugar en ella para el temor o el desaliento, por el contrario, en ella surge la paciencia que todo lo soporta, la fortaleza capaz de las más grandes empresas, la generosidad que nos se reserva nada para sí. El alma descubre en sí capacidades hasta entonces desconocidas. "Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor". Palabras estupendas que iluminan nuestra existencia muchas veces turbada por las angustias del mundo, por los temores del mal, por la incertidumbre del futuro. Cristo no deja de llamarnos: Venid y seguidme… Está cerca el Reino de los cielos (EV)

2. Jesucristo, desde el inicio de su vida pública, llama a otros y los asocia a su misión salvífica. Jesucristo ha querido asociar a los hombres con la obra salvífica. En el evangelio de hoy lo vemos llamando a los primeros apóstoles para que lo sigan y para constituirlos pescadores de hombres. Ellos, entrando en su interior, experimentan el amor electivo de Jesús y manifiestan una disponibilidad y una generosidad ilimitada sostenidos por la gracia divina. Dejan a su padre, dejan su antiguo oficio y se ponen en camino siguiendo las huellas de Jesús. Cristo quiso que el hombre participara en la misión redentora. Él será el verdadero y único mediador, pero los hombres, llamados por él, serán sus apóstoles quienes proclamarán el Evangelio. Los apóstoles, por su parte, van profundizando poco a poco en el significado de su participación en la misión de Cristo. La experiencia profunda de esta participación los hará exclamar: nosotros no podemos mas que hablar de lo que hemos visto y oído (Hch 4,20). Esta experiencia es la que hará que san Pablo repita de mil modos que Cristo lo eligió para ser apóstol del evangelio sin ningún mérito propio, y que él tiene el deber y el derecho de predicar y ¡Hay de él si no lo hiciese! En toda llamada de Dios se da esta participación en la misión real de Cristo, o sea el hecho de redescubrir en sí y en los demás la particular dignidad de la propia vocación, que puede definirse como "realeza". Esta dignidad se expresa en la disponibilidad para servir, según el ejemplo de Cristo, que "no ha venido para ser servido, sino para servir" (Redemptor Hominis 21). Hay que mirar con infinito respeto la vocación divina a una entrega total. Así como Dios llamó en el pasado a los apóstoles, así también hoy sigue llamando a muchos jóvenes, chicos y chicas, a una vida de consagración total a la extensión de su Reino. A nosotros, miembros de la Iglesia, nos corresponde estar abiertos a la llamada de Dios, bien sea que se escuche en nuestro propio corazón, bien sea que se dirija a otros.

Sugerencias pastorales

1. El sentido de la propia existencia: el Señor es mi luz. Muchas veces atravesamos por momentos de dificultad en nuestra vida, hay obscuridad, confusión, tristeza y decaimiento. En ocasiones estos estados nacen de los acontecimientos mismos de la vida, como por ejemplo una enfermedad, la muerte de un ser querido, una desgracia familiar... A veces se trata de obscuridades interiores: pruebas de Dios, sequedades espirituales, sentimiento de la propia fragilidad moral, pérdida de la energía interior... Ante esta situación humana tan universal, tan compleja y diversificada, Cristo no responde directamente, ni en abstracto. Él invita a hacer de toda situación humana una situación salvífica. Al llamar a los apóstoles él no responde directamente a su problemática existencial, más bien los invita a una misión nueva e inesperada, una misión difícil que exigía muchas renuncias, les abre horizontes desconocidos. Es como si les dijese: "venid, tomad parte en la obra de la redención con vuestros trabajos y sacrificios, llevad vuestra propia cruz y unidla a la mía". De este modo, no se trata de descubrir el sentido de la propia vida para después entregarse a los demás, sino más bien es entregándose y sirviendo al prójimo como aparece claro y diáfano el sentido del propio existir. Sobre este hombre, sobre su rostro, la luz de Cristo ha brillado, Dios mismo ha desvelado su rostro y lo ha introducido en una experiencia de amor. Entonces es cuando el hombre puede exclamar con el Salmista: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? el Señor es la defensa de mi vida ¿quién me hará temblar? Salmo responsorial.

2. La promoción de las vocaciones. Una comunidad parroquial que vive intensamente su fe es una comunidad en la que surgen y deben surgir las vocaciones a la vida consagrada y al sacerdocio. Así como en tiempo de Jesús surgían las vocaciones de modo espontáneo gracias a su predicación y a la invitación explícita que dirigía a los jóvenes, así también hoy deben surgir las vocaciones donde se cultiva la vida cristiana y donde se da acogida a la llamada de Cristo. No hay que temer el proponer abiertamente la vocación a las almas, porque sabemos que es Cristo mismo quien sigue llamando a los hombres a consagrar su vida a la predicación del Reino. No hay que temer proponer a los jóvenes el camino de la vocación, porque Cristo sigue teniendo necesidad de ellos para proclamar el evangelio. Se trata de una consecuencia natural de la economía de la salvación. La mies requiere operarios para que sea recogida, la palabra requiere predicadores para ser proclamada, las islas requieren apóstoles para que "a todas partes alcance su pregón". Las actuales dificultades en la consecución de vocaciones no deberían desalentarnos, más bien, deberían enardecernos para redoblar los esfuerzos para obtener buenas y abundantes vocaciones. Estos esfuerzos podrían dirigirse en tres direcciones:

- Despertar en la vida familiar el aprecio por la vocación divina y consagrada de modo que surjan en el seno familiar de forma natural y espontánea esas vocaciones. La familia, sobre todo los padres, aprenderán a respetar la llamada de Dios a alguno/algunos de sus hijo/hijos y a secundarlo con su amor y sacrificio.

- Despertar en los jóvenes el atractivo por la vocación consagrada. Instruirlos con una adecuada catequesis e invitarlos a que si escuchan la voz de Dios en su corazón, no la acallen, sino la cultiven para que se desarrolle hasta la madurez de una vocación.

- Despertar en la comunidad eclesial el amor por las vocaciones de forma que con su oración, con su sacrificio y con oportunas iniciativas todos promuevan eficazmente las vocaciones dentro de la propia comunidad.

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