Por A. Pronzato
Sofonías 2, 3; 3, 12-13; 1 Corintios 1; 26-31; Mateo 5, 1-12
Espero en la iglesia a uno...
Sofonías 2, 3; 3, 12-13; 1 Corintios 1; 26-31; Mateo 5, 1-12
Espero en la iglesia a uno...
Espero solamente que entre hoy en la iglesia al menos uno que, después de oír ciertas palabras, se pregunte perplejo:
-¿Pero dónde he caído yo?
Sí, uno que preocupado -como otros muchos- por afirmarse, por ser considerado, por conquistar posiciones de prestigio, por hacerse valer, escuche la siguiente exhortación:
-Buscad la justicia... Buscad la humildad.
Y que intuya que la humildad no es una flor exótica que haya que ir a admirar quién sabe dónde (quizás en algún raro convento en donde alguien se dedique todavía a ese cultivo ya superado), sino un producto que tiene que fabricarse cada uno, aunque sea poco apreciado y aunque no cotice en la bolsa de valores del mundo actual (incluidos ciertos sectores del cristianismo).
Y que se dé cuenta de que «buscar la justicia» no significa protestar, genéricamente, contra las innumerables injusticias que explotan en el mundo, sino un compromiso personal concreto, que empieza por la propia casa.
Sobre todo, que la causa de la justicia implica una entrega apasionada, la disponibilidad para pagar el precio correspondiente, quizás en persecuciones, que deben ser un motivo de gozo («¡dichosos los perseguidos por causa de la justicia!»).
Uno que, después de haber hecho los debidos estudios, de haber alcanzado una condición social distinguida, de codearse con personas importantes, de contar con amistades de alto rango, escuche cómo Pablo hace con evidente complacencia una especie de censo de los miembros de la comunidad: «No hay en vuestra asamblea muchos sabios... ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas...».
Espero que tenga la honradez de comentar:
-¡Vaya compañía que me he buscado!
Y oiga hablar de un Dios que escoge lo que es débil, innoble, despreciable, lo que no vale nada.
Espero que llegue a concluir:
-Se trata de gustos por lo menos algo extraños...
Uno que esté acostumbrado a recordar en todas las ocasiones:
-Yo me las arreglo solo.
Y tenga que tragarse una advertencia de este tipo:
-El que quiera presumir, que lo haga en el Señor. Espero que tenga al menos el coraje de pensar:
-¡No está mal la cosa...!
Uno acostumbrado a considerar afortunados a los que acumulan dinero y éxito, a los que hacen una brillante carrera, a los que son aclamados por la gente, a los que tienen el poder en sus manos, a los que piensan ante todo en sus propios intereses, a los que se hacen respetar, a los que saben gozar de la vida. Y escucha ahora que son proclamados dichosos los pobres de espíritu, los que tienen un corazón puro, los que lloran, los no violentos, los que se preocupan de las desdichas del prójimo...
Uno que no se asombra mucho de que haya quienes hacen estupendos negocios ayudando a los países pobres con envíos regulares y abundantes de armas -naturalmente eficaces-, y que ahora oye proclamar:
-Dichosos los que trabajan por la paz.
Uno que se indigna fácilmente, que no tolera las críticas ni mucho menos las ofensas, que se defiende con dientes y uñas cuando alguien intenta empañar el brillo de su fama, poner en discusión la infalibilidad de sus ideas, y ahora capta en los labios del sacerdote un mensaje como éste:
-Dichosos cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos...
Bien, espero que en el fondo a ese individuo le ronde por el cerebro una sospecha:
-Pero este Jesús debió ser un visionario. No tenía los pies en tierra. La vida real es otra cosa.
Cosas del otro mundo
No quiero escandalizar a nadie, pero un individuo así me vendría muy bien. Mucho mejor que los oyentes habituales, distraídos y desencantados, que nunca se descomponen, que se tragan sin chistar las paradojas evangélicas más indigestas, que encajan los golpes más duros de la palabra de Dios sin sufrir siquiera la más imperceptible magulladura o rasguño en su pellejo, que se exponen al chaparrón increíble de las bienaventuranzas evangélicas sin revelar la más mínima emoción.
Personalmente me sentiría satisfecho, tendría la certeza de que mi predicación ha dado en el clavo, si al menos una persona se hubiera dado cuenta de que estas cosas pertenecen a otro mundo. De que el mundo que presenta Jesús es un mundo al revés. De que la realidad del evangelio no tiene nada que ver con la realidad tal como la vemos nosotros. De que las perspectivas del Reino son exactamente lo contrario de nuestros puntos de vista, de nuestra mentalidad, de nuestras astucias, prudencias y diplomacias.
Que el sermón de la montaña recurre a una gramática y a una lógica que no respeta para nada nuestras reglas habituales, que hemos mamado con la leche materna.
Que -como da a entender Pablo- no se puede manipular la palabra de Dios para hacerla aceptable, «razonable» según los criterios humanos, homogénea a la sabiduría humana.
Que es ridículo, además de absurdo, ante las exigencias del reino de Dios, jugar a filósofos, hacerse con la patente de personas importantes, o bien acomodarse a los poderosos.
Sí, es mucho mejor ir de sorpresa en sorpresa, y hasta levantar la voz de protesta («no es posible», «es cosa de locos», «así no se puede vivir», «hay que ser razonables»), que mantener actitudes de inercia e indiferencia.
Hay fieles que lo dan todo por descontado, por sabido, por normal; que no ven nada de extraño en lo que se les anuncia desde el púlpito. Están perfectamente de acuerdo. Se guardarían mucho de poner en discusión las cosas que oyen (que han oído millares de veces). Pero luego, en su vida, todo sigue como si nada hubiese pasado.
Insisto. Me contentaría con uno que se quedase rumiando la duda y admitiese:
-No es normal...
Lo malo de un estilo demasiado cristiano está en fingir que es normal algo que no lo es. Y es que hay normalidades que son la negación práctica de la desconcertante novedad del evangelio.
Acostumbrarse a la palabra no es lo mismo que familiarizarse con ella.
El desencanto no significa ciertamente acogida. La falta de reacción no es sinónimo de docilidad. Es preferible la perplejidad a la «imperturbabilidad».
Uno que confiesa que... no comprende, que no logra que cuadren ciertas cosas con las exigencias de la vida real, comprende sin duda mucho más que el que las da por descontado.
Es mejor uno que huye que uno que... ni siquiera se da cuenta del peligro.
Me siento mucho más a gusto con alguien que sacude la cabeza que con alguien que tiene una actitud general de dócil indolencia. ¿Miedo a acercarse?
Me parece que la clave decisiva de lectura del sermón de la montaña en general y de las bienaventuranzas en particular se encuentra en aquella indicación: «...se acercaron sus discípulos».
No hay que tener miedo de acercarse al Maestro.
Las bienaventuranzas presuponen el despego, la separación de un cierto tipo de mentalidad, de hábitos, de lógica.
Jesús, en cierto sentido, habla al oído después de tomarle a uno aparte.
¿Quieres oír una palabra distinta?
¿Deseas experimentar una felicidad distinta?
¿Quieres intentar, ponerte a buscar la felicidad en un terreno inexplorado, en donde nadie se arriesga?
Las bienaventuranzas no proceden de una experiencia humana. No son fruto de una búsqueda humana. Son un don de Dios. Una posibilidad que él nos ofrece. Constituyen su secreto. El secreto de la felicidad de Dios.
Pero existe el riesgo de buscarla en los sitios más equivocados y de la manera más errónea.
Todos se acomodan al lugar que ocupan. No sospechan que hay quizás otros caminos, que existen otras posibilidades.
Cristo propone una felicidad distinta, insólita, sorprendente, digamos también más difícil, pero no por eso menos real. Todo está en acercarse a él. Todo está en dejarse decir una palabra al oído.
Lo cual presupone un deseo de caminar. Las bienaventuranzas no son un mensaje para los que están instalados en el bienestar, en el confort, en el éxito. Dios le dice a Abrahán: «Camina en mi presencia» (Gén 17, 1).
Sin embargo, acercarse presupone, no sólo la voluntad de escuchar y de caminar, sino también la disponibilidad para intentar la aventura, para convertirse en lugar, en laboratorio donde se realiza el experimento.
Las bienaventuranzas, gracias a los que las toman en serio, a los que las encarnan y las viven, se convierten en la demostración, ante la «gente» que ocupa las laderas del monte y se mantiene prudentemente a distancia, de la credibilidad de la utopía cristiana.
A este respecto asume una importancia especial la primera bienaventuranza, la que se refiere a los pobres (que se encarga de subrayar además el salmo responsorial).
Dios se sirve de los que «no tienen» para confundir a los ricos, a los sabios, a los poderosos, para hacer comprender que hemos entrado en un mundo de valores nuevos que hacen palidecer a los demás (estamos en la línea de las palabras de Sofonías y del discurso de Pablo, que se complace al verificar cómo el plan de Dios se va actuando porque prevalece en la comunidad la gente «de poco pelo»).
Sí, hemos entrado en un mundo nuevo, en un mundo al revés. Dios dice sí a lo que los demás dicen no.
Dios se felicita por nuestro nacimiento, por nuestra venida (éste es el verdadero sentido de «acercarse») a un mundo nuevo.
-¿Pero dónde he caído yo?
Sí, uno que preocupado -como otros muchos- por afirmarse, por ser considerado, por conquistar posiciones de prestigio, por hacerse valer, escuche la siguiente exhortación:
-Buscad la justicia... Buscad la humildad.
Y que intuya que la humildad no es una flor exótica que haya que ir a admirar quién sabe dónde (quizás en algún raro convento en donde alguien se dedique todavía a ese cultivo ya superado), sino un producto que tiene que fabricarse cada uno, aunque sea poco apreciado y aunque no cotice en la bolsa de valores del mundo actual (incluidos ciertos sectores del cristianismo).
Y que se dé cuenta de que «buscar la justicia» no significa protestar, genéricamente, contra las innumerables injusticias que explotan en el mundo, sino un compromiso personal concreto, que empieza por la propia casa.
Sobre todo, que la causa de la justicia implica una entrega apasionada, la disponibilidad para pagar el precio correspondiente, quizás en persecuciones, que deben ser un motivo de gozo («¡dichosos los perseguidos por causa de la justicia!»).
Uno que, después de haber hecho los debidos estudios, de haber alcanzado una condición social distinguida, de codearse con personas importantes, de contar con amistades de alto rango, escuche cómo Pablo hace con evidente complacencia una especie de censo de los miembros de la comunidad: «No hay en vuestra asamblea muchos sabios... ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas...».
Espero que tenga la honradez de comentar:
-¡Vaya compañía que me he buscado!
Y oiga hablar de un Dios que escoge lo que es débil, innoble, despreciable, lo que no vale nada.
Espero que llegue a concluir:
-Se trata de gustos por lo menos algo extraños...
Uno que esté acostumbrado a recordar en todas las ocasiones:
-Yo me las arreglo solo.
Y tenga que tragarse una advertencia de este tipo:
-El que quiera presumir, que lo haga en el Señor. Espero que tenga al menos el coraje de pensar:
-¡No está mal la cosa...!
Uno acostumbrado a considerar afortunados a los que acumulan dinero y éxito, a los que hacen una brillante carrera, a los que son aclamados por la gente, a los que tienen el poder en sus manos, a los que piensan ante todo en sus propios intereses, a los que se hacen respetar, a los que saben gozar de la vida. Y escucha ahora que son proclamados dichosos los pobres de espíritu, los que tienen un corazón puro, los que lloran, los no violentos, los que se preocupan de las desdichas del prójimo...
Uno que no se asombra mucho de que haya quienes hacen estupendos negocios ayudando a los países pobres con envíos regulares y abundantes de armas -naturalmente eficaces-, y que ahora oye proclamar:
-Dichosos los que trabajan por la paz.
Uno que se indigna fácilmente, que no tolera las críticas ni mucho menos las ofensas, que se defiende con dientes y uñas cuando alguien intenta empañar el brillo de su fama, poner en discusión la infalibilidad de sus ideas, y ahora capta en los labios del sacerdote un mensaje como éste:
-Dichosos cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos...
Bien, espero que en el fondo a ese individuo le ronde por el cerebro una sospecha:
-Pero este Jesús debió ser un visionario. No tenía los pies en tierra. La vida real es otra cosa.
Cosas del otro mundo
No quiero escandalizar a nadie, pero un individuo así me vendría muy bien. Mucho mejor que los oyentes habituales, distraídos y desencantados, que nunca se descomponen, que se tragan sin chistar las paradojas evangélicas más indigestas, que encajan los golpes más duros de la palabra de Dios sin sufrir siquiera la más imperceptible magulladura o rasguño en su pellejo, que se exponen al chaparrón increíble de las bienaventuranzas evangélicas sin revelar la más mínima emoción.
Personalmente me sentiría satisfecho, tendría la certeza de que mi predicación ha dado en el clavo, si al menos una persona se hubiera dado cuenta de que estas cosas pertenecen a otro mundo. De que el mundo que presenta Jesús es un mundo al revés. De que la realidad del evangelio no tiene nada que ver con la realidad tal como la vemos nosotros. De que las perspectivas del Reino son exactamente lo contrario de nuestros puntos de vista, de nuestra mentalidad, de nuestras astucias, prudencias y diplomacias.
Que el sermón de la montaña recurre a una gramática y a una lógica que no respeta para nada nuestras reglas habituales, que hemos mamado con la leche materna.
Que -como da a entender Pablo- no se puede manipular la palabra de Dios para hacerla aceptable, «razonable» según los criterios humanos, homogénea a la sabiduría humana.
Que es ridículo, además de absurdo, ante las exigencias del reino de Dios, jugar a filósofos, hacerse con la patente de personas importantes, o bien acomodarse a los poderosos.
Sí, es mucho mejor ir de sorpresa en sorpresa, y hasta levantar la voz de protesta («no es posible», «es cosa de locos», «así no se puede vivir», «hay que ser razonables»), que mantener actitudes de inercia e indiferencia.
Hay fieles que lo dan todo por descontado, por sabido, por normal; que no ven nada de extraño en lo que se les anuncia desde el púlpito. Están perfectamente de acuerdo. Se guardarían mucho de poner en discusión las cosas que oyen (que han oído millares de veces). Pero luego, en su vida, todo sigue como si nada hubiese pasado.
Insisto. Me contentaría con uno que se quedase rumiando la duda y admitiese:
-No es normal...
Lo malo de un estilo demasiado cristiano está en fingir que es normal algo que no lo es. Y es que hay normalidades que son la negación práctica de la desconcertante novedad del evangelio.
Acostumbrarse a la palabra no es lo mismo que familiarizarse con ella.
El desencanto no significa ciertamente acogida. La falta de reacción no es sinónimo de docilidad. Es preferible la perplejidad a la «imperturbabilidad».
Uno que confiesa que... no comprende, que no logra que cuadren ciertas cosas con las exigencias de la vida real, comprende sin duda mucho más que el que las da por descontado.
Es mejor uno que huye que uno que... ni siquiera se da cuenta del peligro.
Me siento mucho más a gusto con alguien que sacude la cabeza que con alguien que tiene una actitud general de dócil indolencia. ¿Miedo a acercarse?
Me parece que la clave decisiva de lectura del sermón de la montaña en general y de las bienaventuranzas en particular se encuentra en aquella indicación: «...se acercaron sus discípulos».
No hay que tener miedo de acercarse al Maestro.
Las bienaventuranzas presuponen el despego, la separación de un cierto tipo de mentalidad, de hábitos, de lógica.
Jesús, en cierto sentido, habla al oído después de tomarle a uno aparte.
¿Quieres oír una palabra distinta?
¿Deseas experimentar una felicidad distinta?
¿Quieres intentar, ponerte a buscar la felicidad en un terreno inexplorado, en donde nadie se arriesga?
Las bienaventuranzas no proceden de una experiencia humana. No son fruto de una búsqueda humana. Son un don de Dios. Una posibilidad que él nos ofrece. Constituyen su secreto. El secreto de la felicidad de Dios.
Pero existe el riesgo de buscarla en los sitios más equivocados y de la manera más errónea.
Todos se acomodan al lugar que ocupan. No sospechan que hay quizás otros caminos, que existen otras posibilidades.
Cristo propone una felicidad distinta, insólita, sorprendente, digamos también más difícil, pero no por eso menos real. Todo está en acercarse a él. Todo está en dejarse decir una palabra al oído.
Lo cual presupone un deseo de caminar. Las bienaventuranzas no son un mensaje para los que están instalados en el bienestar, en el confort, en el éxito. Dios le dice a Abrahán: «Camina en mi presencia» (Gén 17, 1).
Sin embargo, acercarse presupone, no sólo la voluntad de escuchar y de caminar, sino también la disponibilidad para intentar la aventura, para convertirse en lugar, en laboratorio donde se realiza el experimento.
Las bienaventuranzas, gracias a los que las toman en serio, a los que las encarnan y las viven, se convierten en la demostración, ante la «gente» que ocupa las laderas del monte y se mantiene prudentemente a distancia, de la credibilidad de la utopía cristiana.
A este respecto asume una importancia especial la primera bienaventuranza, la que se refiere a los pobres (que se encarga de subrayar además el salmo responsorial).
Dios se sirve de los que «no tienen» para confundir a los ricos, a los sabios, a los poderosos, para hacer comprender que hemos entrado en un mundo de valores nuevos que hacen palidecer a los demás (estamos en la línea de las palabras de Sofonías y del discurso de Pablo, que se complace al verificar cómo el plan de Dios se va actuando porque prevalece en la comunidad la gente «de poco pelo»).
Sí, hemos entrado en un mundo nuevo, en un mundo al revés. Dios dice sí a lo que los demás dicen no.
Dios se felicita por nuestro nacimiento, por nuestra venida (éste es el verdadero sentido de «acercarse») a un mundo nuevo.
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