Cada día veo más clara la enorme importancia que tiene la tesis, que tan vigorosamente defendió el concilio Vaticano I (año 1870), sobre la “libertad de la fe”, contra las teorías de Georg Hermes.
El concilio afirma que, mediante el acto de fe, “el hombre presta obediencia libre a Dios, ya que asiente y colabora con su gracia, a la que podría resistir” (DH 3010).
La fe cristiana es, por tanto, un acto libre. De forma que, de no serlo, dejaría de ser un acto religioso.
La fe no puede ser nunca el resultado de una evidencia que se nos impone, sino que es una convicción que se acepta y se asume libremente.
Además, si todo esto se piensa detenidamente, pronto se da uno cuenta de que la fe en Dios no puede ser de otra manera, ni puede tener otra estructura. Porque, si hablamos de Dios, estamos hablando, desde nuestra “inmanencia”, de algo que se sitúa en el ámbito de la “trascendencia”. Pero la “trascendencia”, por definición, es aquello que nos trasciende, es decir, que está más allá del límite último al que nosotros (desde nuestra inmanencia) podemos llegar con nuestro conocimiento.
Por tanto, nosotros no podemos conocer a Dios en sí. Sólo podemos conocer de Dios las “representaciones” que de él nos hacen las religiones.
Desde la “inmanencia”, todo lo que sabemos, pensamos o decimos, es necesariamente e inevitablemente “inmanente”. También la Biblia y todos los libros sagrados pertenecen al ámbito de la “inmanencia”.
Resignémonos a que es así. Y siempre tiene que ser así. Dejemos, pues, a Dios ser Dios. Y no hagamos de él un “objeto” mental que nos da seguridad o que nos libra de no sé qué sentimientos de miedo o de culpa.
Hay gente que habla de Dios como si hubiera estado desayunando con Él esta mañana. No, por favor. Aceptemos que Dios es Dios, o sea que no es un “otro” al que nosotros le hemos puesto todas las cualidades que nosotros apetecemos (poder, saber, bondad…). No. Eso no es Dios.
Por lo demás, no es lo mismo certeza que seguridad. Yo tengo certeza en mis convicciones más firmes. Pero, sobre esas convicciones, no puedo tener la certeza que me da una ecuación matemática pura. Yo estoy convencido de que mi madre me quiso mucho. Pero sobre esa convicción no tengo la seguridad que tengo cuando digo que dos y dos son cuatro.
Es lamentable que muchas personas, por ignorancia de los principios más básicos de la hermenéutica, se aferren a una seguridad que les hace daño a ellos. Y desde la que pueden hacer daño a otros.
Todo acceso a la realidad es, por eso mismo, una interpretación de la realidad. Y mucho más cuando hablamos de una realidad que nos trasciende. Nunca insistiremos bastante en la relación inevitable que existe entre “conocimiento” e “interés”, como ya explicó con enorme profundidad J. Habermas, hace más de cuarenta años.
Los “intereses rectores de conocimiento” funcionan en todos nosotros sin que nosotros seamos conscientes de ello. El que piensa que él ve la realidad “tal cual es” y que, por tanto, las cosas son “como él las ve”, lo que en realidad está pensando es que todo el que no ve las cosas como él las ve, está equivocado.
Una persona que piensa así y se aferra a semejante seguridad, aunque no se dé cuenta de lo que le pasa, es una persona que se ve superior a los demás.
Y que, por tanto, piensa que los demás tienen que aprender de él, en tanto que él está llamado a enseñar. Y no tiene por qué modificar sus criterios, sus puntos de vista, sus propias seguridades.
De una postura así, al fundamentalismo o incluso al fanatismo, hay sólo un paso. Por esto exactamente, creo yo, son tan peligrosas ciertas posturas religiosas.
Para terminar, que nadie piense que yo me siento seguro en todo lo que pienso, en lo que creo, en lo que vivo o en lo que decido. Tengo mis convicciones firmes y fuertes.
Y conste que una de esas convicciones es que constantemente debo luchar para saber armonizar, en mí, mis propias convicciones y mis propias certezas con las convicciones y las certezas de los demás. Sólo así - creo yo - se puede ser verdaderamente humano y siempre buena persona, por encima de todo lo demás.
El concilio afirma que, mediante el acto de fe, “el hombre presta obediencia libre a Dios, ya que asiente y colabora con su gracia, a la que podría resistir” (DH 3010).
La fe cristiana es, por tanto, un acto libre. De forma que, de no serlo, dejaría de ser un acto religioso.
La fe no puede ser nunca el resultado de una evidencia que se nos impone, sino que es una convicción que se acepta y se asume libremente.
Además, si todo esto se piensa detenidamente, pronto se da uno cuenta de que la fe en Dios no puede ser de otra manera, ni puede tener otra estructura. Porque, si hablamos de Dios, estamos hablando, desde nuestra “inmanencia”, de algo que se sitúa en el ámbito de la “trascendencia”. Pero la “trascendencia”, por definición, es aquello que nos trasciende, es decir, que está más allá del límite último al que nosotros (desde nuestra inmanencia) podemos llegar con nuestro conocimiento.
Por tanto, nosotros no podemos conocer a Dios en sí. Sólo podemos conocer de Dios las “representaciones” que de él nos hacen las religiones.
Desde la “inmanencia”, todo lo que sabemos, pensamos o decimos, es necesariamente e inevitablemente “inmanente”. También la Biblia y todos los libros sagrados pertenecen al ámbito de la “inmanencia”.
Resignémonos a que es así. Y siempre tiene que ser así. Dejemos, pues, a Dios ser Dios. Y no hagamos de él un “objeto” mental que nos da seguridad o que nos libra de no sé qué sentimientos de miedo o de culpa.
Hay gente que habla de Dios como si hubiera estado desayunando con Él esta mañana. No, por favor. Aceptemos que Dios es Dios, o sea que no es un “otro” al que nosotros le hemos puesto todas las cualidades que nosotros apetecemos (poder, saber, bondad…). No. Eso no es Dios.
Por lo demás, no es lo mismo certeza que seguridad. Yo tengo certeza en mis convicciones más firmes. Pero, sobre esas convicciones, no puedo tener la certeza que me da una ecuación matemática pura. Yo estoy convencido de que mi madre me quiso mucho. Pero sobre esa convicción no tengo la seguridad que tengo cuando digo que dos y dos son cuatro.
Es lamentable que muchas personas, por ignorancia de los principios más básicos de la hermenéutica, se aferren a una seguridad que les hace daño a ellos. Y desde la que pueden hacer daño a otros.
Todo acceso a la realidad es, por eso mismo, una interpretación de la realidad. Y mucho más cuando hablamos de una realidad que nos trasciende. Nunca insistiremos bastante en la relación inevitable que existe entre “conocimiento” e “interés”, como ya explicó con enorme profundidad J. Habermas, hace más de cuarenta años.
Los “intereses rectores de conocimiento” funcionan en todos nosotros sin que nosotros seamos conscientes de ello. El que piensa que él ve la realidad “tal cual es” y que, por tanto, las cosas son “como él las ve”, lo que en realidad está pensando es que todo el que no ve las cosas como él las ve, está equivocado.
Una persona que piensa así y se aferra a semejante seguridad, aunque no se dé cuenta de lo que le pasa, es una persona que se ve superior a los demás.
Y que, por tanto, piensa que los demás tienen que aprender de él, en tanto que él está llamado a enseñar. Y no tiene por qué modificar sus criterios, sus puntos de vista, sus propias seguridades.
De una postura así, al fundamentalismo o incluso al fanatismo, hay sólo un paso. Por esto exactamente, creo yo, son tan peligrosas ciertas posturas religiosas.
Para terminar, que nadie piense que yo me siento seguro en todo lo que pienso, en lo que creo, en lo que vivo o en lo que decido. Tengo mis convicciones firmes y fuertes.
Y conste que una de esas convicciones es que constantemente debo luchar para saber armonizar, en mí, mis propias convicciones y mis propias certezas con las convicciones y las certezas de los demás. Sólo así - creo yo - se puede ser verdaderamente humano y siempre buena persona, por encima de todo lo demás.
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