¿Por qué los católicos de hoy se confiesan poco o nada? Es incompleto responder que se ha perdido religiosidad y fervor. En mi opinión queda muchísima gente auténtica, que se siente Iglesia y que tiene verdadera "determinación de progresar", pero a la que la rutina y las formas caducas le hacen daño. Se hace necesario profundizar y recuperar el origen, la autenticidad del Evangelio.
Los católicos sabemos que este sacramento es fuente de vida y fue instituido por Cristo. Pero sabemos igualmente que "las formas" han sido establecidas por la Jerarquía conforme a las luces y circunstancias de cada época. Tales formas, por tanto, pueden cambiarse. La práctica actual se centra en la "confesión de boca" y el "cumplimiento de la penitencia". Las denominaciones empleadas lo confirman: confesión, confesarse, sacramento de la penitencia.
Sin embargo, la esencia de este sacramento está en la vuelta al Padre, en la conversión, en la elección del bien y consiguiente rechazo del mal. Es lo que en la formulación tradicional se ha llamado "contrición de corazón" y "propósito de la enmienda", relegados hoy al secreto personal.
Muchos católicos pensamos que deberían replantearse las fórmulas y privilegiar la esencia del sacramento dejando la "confesión vocal" para quien la necesite y quiera ejercerla. La praxis del sacramento, individual o comunitaria, debería basarse en un buen análisis de la interioridad y en una manifiesta actitud de cambio, que desemboque en la absolución individual o colectiva. Nadie sentiría invadida su dignidad personal, ni surgirían frenos, aprensiones o vergüenzas. Sería sencillamente la celebración de una fiesta, la inmersión en lo mejor de uno mismo, el gozo de volver a mi fidelidad interior. Y, desde ahí, seguir caminando con fuerzas renovadas. Ése me parece el genuino sentido de la conversión evangélica de la que nos hemos distanciado.
Sé lo importante que es para el ser humano hablar "de corazón a corazón", por eso prefiero el sacramento individualizado, pero con el acento en la voluntad de cambio, no en la retahíla de pecados. Cuando abro el corazón a alguien de confianza, mis errores y mis sombras saldrán como gazapos asustados, sin que centre mi esfuerzo en las cuadrículas rotas sino en mi aspiración a mejorar. (Habría que preguntarse aquí si nuestros sacerdotes de hoy tienen el "perfil humano" necesario para inspirar confianza, pero no puedo desviarme).
Cuando volvió el hijo pródigo, el Padre "salió corriendo, se le echó al cuello y le cubrió de besos" (Lc 15,21). Cuando el harapiento pródigo comenzó a musitar: "he pecado contra el cielo y contra ti, no merezco llamarme hijo tuyo", el Padre le interrumpió devolviéndole la dignidad de hijo (anillo, túnica, sandalias) y convocando una fiesta. No hay preguntas sobre lo que hizo o dejo de hacer, ni mucho menos con quién, cuántas veces o de qué manera. Sólo besos, abrazos y festejo "porque ha vuelto a vivir". Este sacramento debería llamarse, con toda propiedad, "sacramento de la alegría".
En el episodio de la adultera no se pide explicación del pecado ni siquiera expresión de arrepentimiento. Jesús la exime del juicio y le salva la vida: "¿Dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha condenado?... Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más" (Jn 8,10).
La intervención de Cristo frente al pecado nunca exige acusaciones, nunca agrede la sensibilidad personal, sino que libera, perdona, motiva y orienta gratuitamente. ¿No sería posible recoger tales actitudes en la formulación canónica del mal llamado "sacramento de la penitencia"? ¿Por qué es necesaria la vergonzante desnudez de todos los pecados? No se me oculta la finalidad pedagógica del relato acusatorio y el pertinente consejo del confesor. Pero estoy convencido de que la eficacia de los sacramentos se basa en la actitud interior del receptor y esa actitud es la que hay que provocar, ayudar y consolidar, sin centrarse en la "lista de pecados", como se hace actualmente. La formación moral hay que darla fuera del sacramento.
A Zaqueo tampoco se le pide nada y mucho menos la confesión de sus culpas. Bastó la curiosidad, un mínimo acercamiento, para que Jesús tomara la iniciativa: "Baja que hoy me hospedaré en tu casa" (Lc 19,5). No le pidió que pusiera en orden su vida. Sólo le miró y le sintió digno de ser su anfitrión. Es decir, reconoció su fondo positivo, no le juzgó, no le humilló, le amó y confió en él. Ante esa actitud del Señor surgió lo mejor del estafador Zaqueo: "La mitad de mis bienes se la doy a los pobres y, si a alguien he defraudado, le devolveré cuatro veces más" (Lc 19,8). ¿No sería más eficaz y evangélico un "sacramento de la alegría" en el que nos ayudaran a reencontrarnos con lo mejor de nosotros mismos y ejercitarlo, en vez de coleccionar pecados?
En la primera y última confesión del Buen Ladrón no hay propósito de la enmienda porque ya no hay tiempo, ni petición de perdón. Sólo la intuición de que Aquél era bueno y ante Él nace una adhesión instintiva: "Acuérdate de mí cuando estés en tu reino" (Lc 23,42). Bastó esa mínima "actitud de cambio", de distinción entre el bien y el mal, para oír la respuesta inefable de la Misericordia: "Conmigo en el paraíso estarás hoy", sin rendición de cuentas, sin requisitos formales, sin exigencia alguna, pura y simple misericordia para quien la intuye y solicita.
Por fin, la gran apostasía de Pedro. Una vez más Jesús se sitúa en lo positivo del hombre y, sin juicios, sumerge a Pedro en el agua limpia del fondo: "¿Me quieres más que éstos?" (Jn 21,15). La respuesta no es la vocalización de su pecado, ni siquiera de su llorado arrepentimiento. Lo que importa es la expresión, la ratificación, la evidencia de lo positivo que late en su corazón: "Sí Señor, Tú sabes que te quiero".
¿Se parecen nuestras rutinarias ringleras a estas confesiones?
(Continuará)
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Una Iglesia con menos andamio intelectual para subir al cielo -como en Babel- y más bocamina para, por fin, descender humildemente a las entrañas de la persona y recuperar el rostro de Dios, esa "imagen" que Él nos grabó al engendrarnos. No repitamos el error de Agustín: "Tarde te amé / Hermosura tan antigua y tan nueva / Tarde te amé / Y es que Tú estabas dentro de mí y yo fuera / Y por fuera te buscaba"
(Meditaciones desde la calle, pag. 14)
Los católicos sabemos que este sacramento es fuente de vida y fue instituido por Cristo. Pero sabemos igualmente que "las formas" han sido establecidas por la Jerarquía conforme a las luces y circunstancias de cada época. Tales formas, por tanto, pueden cambiarse. La práctica actual se centra en la "confesión de boca" y el "cumplimiento de la penitencia". Las denominaciones empleadas lo confirman: confesión, confesarse, sacramento de la penitencia.
Sin embargo, la esencia de este sacramento está en la vuelta al Padre, en la conversión, en la elección del bien y consiguiente rechazo del mal. Es lo que en la formulación tradicional se ha llamado "contrición de corazón" y "propósito de la enmienda", relegados hoy al secreto personal.
Muchos católicos pensamos que deberían replantearse las fórmulas y privilegiar la esencia del sacramento dejando la "confesión vocal" para quien la necesite y quiera ejercerla. La praxis del sacramento, individual o comunitaria, debería basarse en un buen análisis de la interioridad y en una manifiesta actitud de cambio, que desemboque en la absolución individual o colectiva. Nadie sentiría invadida su dignidad personal, ni surgirían frenos, aprensiones o vergüenzas. Sería sencillamente la celebración de una fiesta, la inmersión en lo mejor de uno mismo, el gozo de volver a mi fidelidad interior. Y, desde ahí, seguir caminando con fuerzas renovadas. Ése me parece el genuino sentido de la conversión evangélica de la que nos hemos distanciado.
Sé lo importante que es para el ser humano hablar "de corazón a corazón", por eso prefiero el sacramento individualizado, pero con el acento en la voluntad de cambio, no en la retahíla de pecados. Cuando abro el corazón a alguien de confianza, mis errores y mis sombras saldrán como gazapos asustados, sin que centre mi esfuerzo en las cuadrículas rotas sino en mi aspiración a mejorar. (Habría que preguntarse aquí si nuestros sacerdotes de hoy tienen el "perfil humano" necesario para inspirar confianza, pero no puedo desviarme).
Cuando volvió el hijo pródigo, el Padre "salió corriendo, se le echó al cuello y le cubrió de besos" (Lc 15,21). Cuando el harapiento pródigo comenzó a musitar: "he pecado contra el cielo y contra ti, no merezco llamarme hijo tuyo", el Padre le interrumpió devolviéndole la dignidad de hijo (anillo, túnica, sandalias) y convocando una fiesta. No hay preguntas sobre lo que hizo o dejo de hacer, ni mucho menos con quién, cuántas veces o de qué manera. Sólo besos, abrazos y festejo "porque ha vuelto a vivir". Este sacramento debería llamarse, con toda propiedad, "sacramento de la alegría".
En el episodio de la adultera no se pide explicación del pecado ni siquiera expresión de arrepentimiento. Jesús la exime del juicio y le salva la vida: "¿Dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha condenado?... Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más" (Jn 8,10).
La intervención de Cristo frente al pecado nunca exige acusaciones, nunca agrede la sensibilidad personal, sino que libera, perdona, motiva y orienta gratuitamente. ¿No sería posible recoger tales actitudes en la formulación canónica del mal llamado "sacramento de la penitencia"? ¿Por qué es necesaria la vergonzante desnudez de todos los pecados? No se me oculta la finalidad pedagógica del relato acusatorio y el pertinente consejo del confesor. Pero estoy convencido de que la eficacia de los sacramentos se basa en la actitud interior del receptor y esa actitud es la que hay que provocar, ayudar y consolidar, sin centrarse en la "lista de pecados", como se hace actualmente. La formación moral hay que darla fuera del sacramento.
A Zaqueo tampoco se le pide nada y mucho menos la confesión de sus culpas. Bastó la curiosidad, un mínimo acercamiento, para que Jesús tomara la iniciativa: "Baja que hoy me hospedaré en tu casa" (Lc 19,5). No le pidió que pusiera en orden su vida. Sólo le miró y le sintió digno de ser su anfitrión. Es decir, reconoció su fondo positivo, no le juzgó, no le humilló, le amó y confió en él. Ante esa actitud del Señor surgió lo mejor del estafador Zaqueo: "La mitad de mis bienes se la doy a los pobres y, si a alguien he defraudado, le devolveré cuatro veces más" (Lc 19,8). ¿No sería más eficaz y evangélico un "sacramento de la alegría" en el que nos ayudaran a reencontrarnos con lo mejor de nosotros mismos y ejercitarlo, en vez de coleccionar pecados?
En la primera y última confesión del Buen Ladrón no hay propósito de la enmienda porque ya no hay tiempo, ni petición de perdón. Sólo la intuición de que Aquél era bueno y ante Él nace una adhesión instintiva: "Acuérdate de mí cuando estés en tu reino" (Lc 23,42). Bastó esa mínima "actitud de cambio", de distinción entre el bien y el mal, para oír la respuesta inefable de la Misericordia: "Conmigo en el paraíso estarás hoy", sin rendición de cuentas, sin requisitos formales, sin exigencia alguna, pura y simple misericordia para quien la intuye y solicita.
Por fin, la gran apostasía de Pedro. Una vez más Jesús se sitúa en lo positivo del hombre y, sin juicios, sumerge a Pedro en el agua limpia del fondo: "¿Me quieres más que éstos?" (Jn 21,15). La respuesta no es la vocalización de su pecado, ni siquiera de su llorado arrepentimiento. Lo que importa es la expresión, la ratificación, la evidencia de lo positivo que late en su corazón: "Sí Señor, Tú sabes que te quiero".
¿Se parecen nuestras rutinarias ringleras a estas confesiones?
(Continuará)
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Una Iglesia con menos andamio intelectual para subir al cielo -como en Babel- y más bocamina para, por fin, descender humildemente a las entrañas de la persona y recuperar el rostro de Dios, esa "imagen" que Él nos grabó al engendrarnos. No repitamos el error de Agustín: "Tarde te amé / Hermosura tan antigua y tan nueva / Tarde te amé / Y es que Tú estabas dentro de mí y yo fuera / Y por fuera te buscaba"
(Meditaciones desde la calle, pag. 14)
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