Una luz «sospechosa»
Se puede salir de la noche. Se puede vencer la oscuridad.
El horizonte tenebroso del hombre se enciende en un inmenso esplendor.
Alguien se ha puesto a gritar: «Yo soy la luz del mundo».
Una afirmación perentoria, que no se contenta con ser una declaración solemne, sino que se apoya en un hecho indiscutible, perfectamente controlable: a un hombre ciego de nacimiento se le han abierto los ojos y ahora nos ve y proclama ante todos «algo» inaudito: ha recibido el milagro de la luz.
Nos esperaríamos un abrir de ventanas, un descerrojar de puertas, un precipitarse general a la calle de la gente que, sin decir una palabra, se sumerge en aquel baño de luz, se lava los ojos que durante mucho tiempo habían estado sellados, se asoma llena de asombro a aquella realidad maravillosa.
Pero sólo se observa algún guiño de reojo y alguna mirada de sospecha. Unos ojos inquietos y miopes que espían a través de las cortinas de la desconfianza. Se susurran palabras ambiguas.
Y los que salen afuera lo hacen con circunspección, preocupados por no exponerse demasiado, provistos de sus propios candiles, emperrados en examinar aquella increíble propuesta de luz con sus mechas humeantes.
La escena que nos describe Juan es penosa y ridícula al mismo tiempo.
Dudas artificiosas, discusiones que no acaban, interrogatorios insistentes, críticas, preguntas capciosas, encuestas, reservas, escrúpulos, controles petulantes, excomuniones. Una serie de maniobras evasivas para no rendirse a la luz, para sustraerse a la evidencia.
Siempre lo mismo. Más que en buscar la luz, nos obstinamos en acumular argumentos para apuntalar de alguna forma nuestras seguridades que se tambalean, para consolidar a cualquier costo (¡aunque hagamos el ridículo!) nuestro propio punto de vista.
Es difícil permitir que se pongan en discusión nuestras ideas, nuestros prejuicios.
¡Ay del que se atreva a tocar nuestros hábitos religiosos, nuestras imágenes de Dios, nuestros moralismos estrechos, a interrumpir nuestras retahílas devotas o sabias!
Sólo se acepta lo que no obliga a revisar una cierta mentalidad, unos esquemas.
A veces hasta las leyes y los reglamentos pueden ser una muralla tras la cual nos resguardamos de la luz «inesperada».
La peor ceguera es la que nos hace ver exclusivamente lo que deseamos ver.
Un hecho pequeño frente a una montaña de chismorreos «Sólo sé que yo era ciego y ahora veo».
Ellos tienen el saber, el poder, el lenguaje; manejan con desenvoltura los argumentos doctos.
El, el infeliz, no puede apelar a los libros en su favor (¿cómo iba a leerlos si era ciego). Pero posee un hecho, puede apoyarse en una experiencia directa. Se ha encontrado con alguien que, con un procedimiento curioso pero evidentemente eficaz, le ha abierto los ojos.
Si no saben cómo encuadrarlo en su doctrina, si no consiguen que esté de acuerdo con sus teorías, si no es ortodoxo, peor para ellos: son asuntos que no le interesan.
El permanece sólidamente aferrado a aquel hecho. Nadie logrará apartarlo de aquel terreno concreto. No podrán obligarle a que renuncie a su curación, remitiendo al donante el don de procedencia sospechosa. El se encuentra muy bien con su salud recobrada, aunque a ellos les gustase que volviera a su ceguera anterior.
Que digan lo que quieran. El se queda con el milagro escandaloso. No está dispuesto ni mucho menos a cerrar los ojos tan sólo para que los otros no se molesten en sus creencias ni vean amenazado su propio prestigio.
Si tienen que tragar saliva, allá ellos. Pero no pueden pretender que él se calle precisamente ahora que está familiarizándose, tras una interminable espera en la noche, con la luz del sol.
Un hecho pequeño opuesto a toda una montaña de discusiones, de sutilezas, de cavilaciones, de chismorreos que no conducen a ninguna parte.
Un modesto saber, fruto de una experiencia personal irrenunciable, que no se pliega ante las amenazas de los escrupulosos guardianes de la ortodoxia.
Embrollos, intimidaciones, trampas, burlas, chantaje, desprecio, presiones. Pero él sigue tenazmente aferrado a lo único que sabe. Así debería ser el testimonio del creyente: basado en un encuentro, en un dato experiencial, en un contacto directo.
Vosotros seguís hablando, sentenciando, debatiendo. Decid lo que queráis. Pero yo veo. Después de ese encuentro mi vida ha cambiado. Ya no soy el que era. He salido transformado.
Entreteneos en solucionar vuestros problemas. Poneos de acuerdo, si es posible. Consultad vuestros registros. Gastaos la vista sobre esos viejos pergaminos a los que estáis tan acostumbrados. Cacaread vuestras fórmulas tranquilizantes.
Distinguid, precisad, desconfiad, objetad, poned en guardia, excluid, controlad, examinad el sol a la claridad de vuestros candiles mortecinos. Yo me contento con vivir gracias a esa luz.
No necesito estar con vosotros para que me deis la sensación de estar en regla. Obedezco las órdenes del que me dijo: «Ve ... ».
No creo que pueda descubrir la verdad en vuestros libros. Prefiero aprenderla en un rostro.
El descubrimiento decisivo
«Lo estás viendo: el que te está hablando ése es». Está el Jesús de los intelectuales.
El Jesús de los especialistas del código. El Jesús de los revolucionarios.
El Jesús de los ricos. El Jesús del poder. El Jesús del grupo.
El Jesús de la última ideología. El Jesús de los fidelísimos.
El Jesús de derechas y de izquierdas. Está «mi» Jesús.
También éstas son tinieblas.
Llega el momento en que hay que decidir con el coraje de agujerear esa muralla tan espesa. Y dejarse alcanzar, encontrarse cara a cara con él.
-¿Crees tú en el Hijo del hombre?
-¿Y quién es, Señor, para que crea en él?
-Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es.
Cuando los libros provocan hastío, cuando los excesivos sermones producen saturación, cuando te sientes agobiado por cierta mentalidad, cuando los del clan pretenden administrarte incluso el aire que respiras, ése es el momento del encuentro decisivo, transformador.
Cuando las palabras acostumbradas ya no te satisfacen, sino que te producen cierta náusea, cuando ya nada te dice nada, es el momento de prestar atención a esa palabra:
-Soy yo el que te hablo.
Sólo entonces comprenderás qué significa verdaderamente creer. Cuando faltan todos los apoyos, ha llegado el momento de ponerse a caminar.
Cuando todos te compadecen o sospechan de ti porque has recibido el don de ver, y ves lo que ellos no logran o no quieren ver, ha llegado el momento de alejarte de los discursos inútiles, de los ritos repetitivos, y de dirigir los ojos «milagrosamente curados» en una sola dirección.
Cuando te reconoces «ciego de nacimiento», ha llegado el momento de dejarte encontrar por Alguien que te regala la posibilidad de nacer, o sea, literalmente, de abrir los ojos a la luz.
Cuando tienes la impresión de que en tu boca se han borrado todas las palabras y tienes incluso la sensación de que ya no sabes nada y de que los maestros, con la pretensión de adoctrinarte, sólo han logrado que no entiendas nada, entonces ha llegado el momento de decir:
-¡Creo, Señor!
La curación, como para el ciego de nacimiento, se realiza a través del barro: «Escupió en la tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego, y le dijo:
-Ve a lavarte a la piscina de Siloé. El fue, se lavó y volvió con vista».
Tienes que lavarte, tienes que quitarte la costra de los hábitos adquiridos, tienes que limpiarte de todo lo que los demás te han echado encima con la pretensión de modelarte a su imagen y semejanza, a su capricho (hay un barro plasmado por el Señor, que es creación nueva, original; pero hay otro barro, abusivo, con el que ciertas manos torpes y amazacotadas te van plasmando hasta convertirte en un fantoche ridículo, irreconocible).
Después de ese lavado necesario y a veces sangriento, uno «vuelve» cambiado, rechaza todos los demás emplastos tradicionales y huye de las atenciones de médicos «autorizados» que se empeñan en curarlo... ¡de la curación!
Una visión invertida
El creyente es una persona que consigue ver de manera «distinta», es decir, desde el punto de vista de Dios, según el relato de la primera lectura, que nos habla de la opción sorprendente hecha por Samuel en casa de David.
Y entonces uno no se deja impresionar por las «estaturas» imponentes, que se encargan de levantar las tarimas y pedestales y tinglados televisivos; no se deja impresionar por las apariencias, por muy vistosas y... ruidosas que sean.
Dios, que «mira el corazón», descarta inexorablemente las grandezas humanas, a los personajes pretenciosos, a los orgullosos, a los ambiciosos, a los presumidos, y escoge al último, al más pequeño, al impresentable.
No basta con poseer la vista. Hay que aprender a mirar.
Porque siempre existe el riesgo de ver de forma equivocada, como si fuéramos ciegos incurables, de pasar por alto y despreciar lo que es importante desde la perspectiva de Dios, de promover lo que es inconsistente a sus ojos.
Paradójicamente, la única perspectiva exacta, desde el punto de vista del evangelio, es la perspectiva «invertida» respecto a los criterios de valoración humana.
Frutos «luminosos»
«Despinta tú, que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz».
Los bautizados salen de las tinieblas del pecado y se dejan envolver por la luz pascual.
Los creyentes, unidos a la luz que es Cristo («ahora sois luz en el Señor»), se hacen luminosos.
San Pablo, en la segunda lectura, nos advierte que es necesario actuar «luminosamente».
Puede haber acciones buenas, palabras buenas y hasta plegarias que resultan opacas, oscuras, pesadas.
Es necesario hacer que las palabras y las acciones y toda la persona sean luminosas, empezando por dejar que la luz invada plenamente nuestro corazón.
Se tiene incluso la impresión de que algunos cristianos aman, pero con un corazón oscuro y frío.
Sin embargo, un poco de luz podría cambiarlo todo. Una palabra inteligente, un silencio más inteligente todavía, un gesto discreto, una sonrisa cargada de bondad, una mirada serena, y las tinieblas quedan derrotadas, la vida adquiere claridad, nos sentimos todos un poco más felices y hasta menos malos.
Estamos llamados a convertirnos en generadores de luz («toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz»).
Se trata de que transformemos en luz todo lo que sabemos, hacemos y somos.
Es necesario desenmascarar el mal que anida en los pliegues de la noche.
Es necesario atreverse a «ver claro».
Es necesario, sobre todo, no tener miedo de acercarse a Jesucristo, para que logremos finalmente, a través de ese contacto, salir del sueño y ser portadores de un rostro luminoso.
Se puede salir de la noche. Se puede vencer la oscuridad.
El horizonte tenebroso del hombre se enciende en un inmenso esplendor.
Alguien se ha puesto a gritar: «Yo soy la luz del mundo».
Una afirmación perentoria, que no se contenta con ser una declaración solemne, sino que se apoya en un hecho indiscutible, perfectamente controlable: a un hombre ciego de nacimiento se le han abierto los ojos y ahora nos ve y proclama ante todos «algo» inaudito: ha recibido el milagro de la luz.
Nos esperaríamos un abrir de ventanas, un descerrojar de puertas, un precipitarse general a la calle de la gente que, sin decir una palabra, se sumerge en aquel baño de luz, se lava los ojos que durante mucho tiempo habían estado sellados, se asoma llena de asombro a aquella realidad maravillosa.
Pero sólo se observa algún guiño de reojo y alguna mirada de sospecha. Unos ojos inquietos y miopes que espían a través de las cortinas de la desconfianza. Se susurran palabras ambiguas.
Y los que salen afuera lo hacen con circunspección, preocupados por no exponerse demasiado, provistos de sus propios candiles, emperrados en examinar aquella increíble propuesta de luz con sus mechas humeantes.
La escena que nos describe Juan es penosa y ridícula al mismo tiempo.
Dudas artificiosas, discusiones que no acaban, interrogatorios insistentes, críticas, preguntas capciosas, encuestas, reservas, escrúpulos, controles petulantes, excomuniones. Una serie de maniobras evasivas para no rendirse a la luz, para sustraerse a la evidencia.
Siempre lo mismo. Más que en buscar la luz, nos obstinamos en acumular argumentos para apuntalar de alguna forma nuestras seguridades que se tambalean, para consolidar a cualquier costo (¡aunque hagamos el ridículo!) nuestro propio punto de vista.
Es difícil permitir que se pongan en discusión nuestras ideas, nuestros prejuicios.
¡Ay del que se atreva a tocar nuestros hábitos religiosos, nuestras imágenes de Dios, nuestros moralismos estrechos, a interrumpir nuestras retahílas devotas o sabias!
Sólo se acepta lo que no obliga a revisar una cierta mentalidad, unos esquemas.
A veces hasta las leyes y los reglamentos pueden ser una muralla tras la cual nos resguardamos de la luz «inesperada».
La peor ceguera es la que nos hace ver exclusivamente lo que deseamos ver.
Un hecho pequeño frente a una montaña de chismorreos «Sólo sé que yo era ciego y ahora veo».
Ellos tienen el saber, el poder, el lenguaje; manejan con desenvoltura los argumentos doctos.
El, el infeliz, no puede apelar a los libros en su favor (¿cómo iba a leerlos si era ciego). Pero posee un hecho, puede apoyarse en una experiencia directa. Se ha encontrado con alguien que, con un procedimiento curioso pero evidentemente eficaz, le ha abierto los ojos.
Si no saben cómo encuadrarlo en su doctrina, si no consiguen que esté de acuerdo con sus teorías, si no es ortodoxo, peor para ellos: son asuntos que no le interesan.
El permanece sólidamente aferrado a aquel hecho. Nadie logrará apartarlo de aquel terreno concreto. No podrán obligarle a que renuncie a su curación, remitiendo al donante el don de procedencia sospechosa. El se encuentra muy bien con su salud recobrada, aunque a ellos les gustase que volviera a su ceguera anterior.
Que digan lo que quieran. El se queda con el milagro escandaloso. No está dispuesto ni mucho menos a cerrar los ojos tan sólo para que los otros no se molesten en sus creencias ni vean amenazado su propio prestigio.
Si tienen que tragar saliva, allá ellos. Pero no pueden pretender que él se calle precisamente ahora que está familiarizándose, tras una interminable espera en la noche, con la luz del sol.
Un hecho pequeño opuesto a toda una montaña de discusiones, de sutilezas, de cavilaciones, de chismorreos que no conducen a ninguna parte.
Un modesto saber, fruto de una experiencia personal irrenunciable, que no se pliega ante las amenazas de los escrupulosos guardianes de la ortodoxia.
Embrollos, intimidaciones, trampas, burlas, chantaje, desprecio, presiones. Pero él sigue tenazmente aferrado a lo único que sabe. Así debería ser el testimonio del creyente: basado en un encuentro, en un dato experiencial, en un contacto directo.
Vosotros seguís hablando, sentenciando, debatiendo. Decid lo que queráis. Pero yo veo. Después de ese encuentro mi vida ha cambiado. Ya no soy el que era. He salido transformado.
Entreteneos en solucionar vuestros problemas. Poneos de acuerdo, si es posible. Consultad vuestros registros. Gastaos la vista sobre esos viejos pergaminos a los que estáis tan acostumbrados. Cacaread vuestras fórmulas tranquilizantes.
Distinguid, precisad, desconfiad, objetad, poned en guardia, excluid, controlad, examinad el sol a la claridad de vuestros candiles mortecinos. Yo me contento con vivir gracias a esa luz.
No necesito estar con vosotros para que me deis la sensación de estar en regla. Obedezco las órdenes del que me dijo: «Ve ... ».
No creo que pueda descubrir la verdad en vuestros libros. Prefiero aprenderla en un rostro.
El descubrimiento decisivo
«Lo estás viendo: el que te está hablando ése es». Está el Jesús de los intelectuales.
El Jesús de los especialistas del código. El Jesús de los revolucionarios.
El Jesús de los ricos. El Jesús del poder. El Jesús del grupo.
El Jesús de la última ideología. El Jesús de los fidelísimos.
El Jesús de derechas y de izquierdas. Está «mi» Jesús.
También éstas son tinieblas.
Llega el momento en que hay que decidir con el coraje de agujerear esa muralla tan espesa. Y dejarse alcanzar, encontrarse cara a cara con él.
-¿Crees tú en el Hijo del hombre?
-¿Y quién es, Señor, para que crea en él?
-Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es.
Cuando los libros provocan hastío, cuando los excesivos sermones producen saturación, cuando te sientes agobiado por cierta mentalidad, cuando los del clan pretenden administrarte incluso el aire que respiras, ése es el momento del encuentro decisivo, transformador.
Cuando las palabras acostumbradas ya no te satisfacen, sino que te producen cierta náusea, cuando ya nada te dice nada, es el momento de prestar atención a esa palabra:
-Soy yo el que te hablo.
Sólo entonces comprenderás qué significa verdaderamente creer. Cuando faltan todos los apoyos, ha llegado el momento de ponerse a caminar.
Cuando todos te compadecen o sospechan de ti porque has recibido el don de ver, y ves lo que ellos no logran o no quieren ver, ha llegado el momento de alejarte de los discursos inútiles, de los ritos repetitivos, y de dirigir los ojos «milagrosamente curados» en una sola dirección.
Cuando te reconoces «ciego de nacimiento», ha llegado el momento de dejarte encontrar por Alguien que te regala la posibilidad de nacer, o sea, literalmente, de abrir los ojos a la luz.
Cuando tienes la impresión de que en tu boca se han borrado todas las palabras y tienes incluso la sensación de que ya no sabes nada y de que los maestros, con la pretensión de adoctrinarte, sólo han logrado que no entiendas nada, entonces ha llegado el momento de decir:
-¡Creo, Señor!
La curación, como para el ciego de nacimiento, se realiza a través del barro: «Escupió en la tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego, y le dijo:
-Ve a lavarte a la piscina de Siloé. El fue, se lavó y volvió con vista».
Tienes que lavarte, tienes que quitarte la costra de los hábitos adquiridos, tienes que limpiarte de todo lo que los demás te han echado encima con la pretensión de modelarte a su imagen y semejanza, a su capricho (hay un barro plasmado por el Señor, que es creación nueva, original; pero hay otro barro, abusivo, con el que ciertas manos torpes y amazacotadas te van plasmando hasta convertirte en un fantoche ridículo, irreconocible).
Después de ese lavado necesario y a veces sangriento, uno «vuelve» cambiado, rechaza todos los demás emplastos tradicionales y huye de las atenciones de médicos «autorizados» que se empeñan en curarlo... ¡de la curación!
Una visión invertida
El creyente es una persona que consigue ver de manera «distinta», es decir, desde el punto de vista de Dios, según el relato de la primera lectura, que nos habla de la opción sorprendente hecha por Samuel en casa de David.
Y entonces uno no se deja impresionar por las «estaturas» imponentes, que se encargan de levantar las tarimas y pedestales y tinglados televisivos; no se deja impresionar por las apariencias, por muy vistosas y... ruidosas que sean.
Dios, que «mira el corazón», descarta inexorablemente las grandezas humanas, a los personajes pretenciosos, a los orgullosos, a los ambiciosos, a los presumidos, y escoge al último, al más pequeño, al impresentable.
No basta con poseer la vista. Hay que aprender a mirar.
Porque siempre existe el riesgo de ver de forma equivocada, como si fuéramos ciegos incurables, de pasar por alto y despreciar lo que es importante desde la perspectiva de Dios, de promover lo que es inconsistente a sus ojos.
Paradójicamente, la única perspectiva exacta, desde el punto de vista del evangelio, es la perspectiva «invertida» respecto a los criterios de valoración humana.
Frutos «luminosos»
«Despinta tú, que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz».
Los bautizados salen de las tinieblas del pecado y se dejan envolver por la luz pascual.
Los creyentes, unidos a la luz que es Cristo («ahora sois luz en el Señor»), se hacen luminosos.
San Pablo, en la segunda lectura, nos advierte que es necesario actuar «luminosamente».
Puede haber acciones buenas, palabras buenas y hasta plegarias que resultan opacas, oscuras, pesadas.
Es necesario hacer que las palabras y las acciones y toda la persona sean luminosas, empezando por dejar que la luz invada plenamente nuestro corazón.
Se tiene incluso la impresión de que algunos cristianos aman, pero con un corazón oscuro y frío.
Sin embargo, un poco de luz podría cambiarlo todo. Una palabra inteligente, un silencio más inteligente todavía, un gesto discreto, una sonrisa cargada de bondad, una mirada serena, y las tinieblas quedan derrotadas, la vida adquiere claridad, nos sentimos todos un poco más felices y hasta menos malos.
Estamos llamados a convertirnos en generadores de luz («toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz»).
Se trata de que transformemos en luz todo lo que sabemos, hacemos y somos.
Es necesario desenmascarar el mal que anida en los pliegues de la noche.
Es necesario atreverse a «ver claro».
Es necesario, sobre todo, no tener miedo de acercarse a Jesucristo, para que logremos finalmente, a través de ese contacto, salir del sueño y ser portadores de un rostro luminoso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario