En todo gesto dictado por el amor nunca es sólo una parte la que da y otra la que recibe: todo diálogo puede ser un acto de amor, y el amor lleva inevitablemente a la reciprocidad.
Anna y Alberto Friso
Buenos Aires / Sociedad – "Después de un año de casados, comenzó un período oscuro para nosotros —cuenta Roberto—. En realidad, no había nada demasiado grave, salvo esos defectos del otro que se van descubriendo con el paso del tiempo. En el fondo, habíamos perdido el entusiasmo de estar juntos. Cada uno vivía ocupado con sus cosas: el trabajo, las respectivas familias, los amigos. Y nuestra relación languidecía. Una noche encontramos la manera de poder hablarlo, pero el tono de la conversación fue polémico. Cada uno acusaba al otro. Nos dimos cuenta de que si seguíamos así, corríamos el riesgo de destruir lo que habíamos construido. Llegados a un punto quise abandonar mi posición, tan racional y fría, para tratar de volver con simplicidad a comunicarme con el corazón de Graciela. ¿Por qué ya no lo lograba? Graciela me parecía tan distinta... ¿Me estaba perdiendo algo que hubiera tenido que saber?”.En realidad, no había pasado nada de lo que Roberto temía. Simplemente se habían atascado en una de las banquinas de la vida en pareja, lo cual muchas veces sucede cuando el diálogo disminuye y crece el sufrimiento. Y cuando, advertidos del peligro, quisieron volver a poner en movimiento la comunicación, los traicionó la animosidad. Más importante que dramatizar las situaciones es volver a empezar.
Este eterno recomenzar debe ser el leit motiv de la convivencia cotidiana. En el amor se necesita ser como una caña de bambú: capaz de doblarse hasta el suelo sin quebrarse.
El relato de Roberto concluye con las disculpas que tanto él como Graciela tuvieron la fuerza de pedirse, al darse cuenta de que eran importantes el uno para el otro, y de que por nada del mundo querían claudicar.
Sin embargo, a veces los intentos de diálogo terminan mal. La amargura queda latente y después se disparan acusaciones: “Me hiciste esto, no entendés aquello otro”, “Estoy cansado de soportar tus arranques”, “No aguanto más esta vida”. Esa espiral negativa se acelera. Uno no comprende más. De pronto la pareja se desconoce. ¿Cómo es posible que seamos extraños?
“El primer año de casados —cuenta Tomás, que lleva tres de matrimonio— transcurrió en el maravilloso descubrimiento del otro. El nacimiento de nuestra primera hija llenó de alegría a nuestras familias. Era la noticia más linda, pero cambió todos nuestros ritmos. Cada vez teníamos menos tiempo para nosotros y nos sentíamos superados por el cansancio y las preocupaciones”. “Yo me sentía desilusionada y abatida —dice Teresa— no solamente porque la nena era muy inquieta y nos despertaba de noche o por la inestabilidad laboral de Tomás, sino sobre todo por su comportamiento. En lugar de dialogar, al llegar a casa se sentaba frente a la televisión. No me sentía comprendida y no sabía cómo decírselo. Tomás estaba muy distinto de como era cuando nos casamos. Se enojaba, dejaba sus cosas desordenadas y no quería que nadie las moviera de lugar. Una noche, después de la enésima incomprensión, ya no teníamos siquiera ganas de pelear, quizá temerosos de herirnos más. Esa noche no dormimos ninguno de los dos. Pero llegamos a una conclusión: ¿no podríamos hablar con alguien que habiendo pasado por estas situaciones nos pudiera ayudar? Fuimos a ver a una pareja que nos había acompañado en el curso prematrimonial y le contamos nuestro problema como si se tratara de viejos amigos. Después de escucharnos nos dijeron palabras que nos ayudaron a redimensionar nuestra relación. Nos despedimos con el propósito de renovar el vínculo y de volver a encontrarnos”.
Ciertamente nadie nos conoce mejor que nosotros mismos. Así también cada pareja se conoce a sí misma mejor que cualquier otra. Cuando comienzan a aparecer sombras en el camino, conociendo nuestras debilidades y posibilidades, es importante tomar la decisión de recomenzar para que la unidad en la pareja vuelva a existir. Pero de todas maneras hay etapas de la vida en que no vamos ni para atrás ni para adelante. Acaso sea el momento de poner en práctica la estrategia del diálogo. Enriquecernos a través de la conversación en la pareja y del contacto con otras más experimentadas en el “arte de amar”, sabiendo que ninguna familia puede avanzar aislada sino que necesita de la ayuda de las demás.
Este recurso nos obliga a salir de nosotros (del “nosotros” de la pareja) para comunicarnos con una red de otras personas. Este paso no se refiere tanto a la apertura de la familia hacia el mundo exterior, sino que propone una apertura de alguna manera funcional a sí misma: confrontarse con otros que hayan vivido la experiencia de la propia crisis y hayan reconquistado su unidad. Conviene aclarar que en todo gesto dictado por el amor nunca es sólo una parte la que da y otra la que recibe: todo diálogo puede ser un acto de amor, y el amor lleva inevitablemente a la reciprocidad.
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Anna y Alberto Friso. Publicado en revista Ciudad Nueva, www.ciudadnueva.org.ar
Leído en Mirada Global
Anna y Alberto Friso
Buenos Aires / Sociedad – "Después de un año de casados, comenzó un período oscuro para nosotros —cuenta Roberto—. En realidad, no había nada demasiado grave, salvo esos defectos del otro que se van descubriendo con el paso del tiempo. En el fondo, habíamos perdido el entusiasmo de estar juntos. Cada uno vivía ocupado con sus cosas: el trabajo, las respectivas familias, los amigos. Y nuestra relación languidecía. Una noche encontramos la manera de poder hablarlo, pero el tono de la conversación fue polémico. Cada uno acusaba al otro. Nos dimos cuenta de que si seguíamos así, corríamos el riesgo de destruir lo que habíamos construido. Llegados a un punto quise abandonar mi posición, tan racional y fría, para tratar de volver con simplicidad a comunicarme con el corazón de Graciela. ¿Por qué ya no lo lograba? Graciela me parecía tan distinta... ¿Me estaba perdiendo algo que hubiera tenido que saber?”.En realidad, no había pasado nada de lo que Roberto temía. Simplemente se habían atascado en una de las banquinas de la vida en pareja, lo cual muchas veces sucede cuando el diálogo disminuye y crece el sufrimiento. Y cuando, advertidos del peligro, quisieron volver a poner en movimiento la comunicación, los traicionó la animosidad. Más importante que dramatizar las situaciones es volver a empezar.
Este eterno recomenzar debe ser el leit motiv de la convivencia cotidiana. En el amor se necesita ser como una caña de bambú: capaz de doblarse hasta el suelo sin quebrarse.
El relato de Roberto concluye con las disculpas que tanto él como Graciela tuvieron la fuerza de pedirse, al darse cuenta de que eran importantes el uno para el otro, y de que por nada del mundo querían claudicar.
Sin embargo, a veces los intentos de diálogo terminan mal. La amargura queda latente y después se disparan acusaciones: “Me hiciste esto, no entendés aquello otro”, “Estoy cansado de soportar tus arranques”, “No aguanto más esta vida”. Esa espiral negativa se acelera. Uno no comprende más. De pronto la pareja se desconoce. ¿Cómo es posible que seamos extraños?
“El primer año de casados —cuenta Tomás, que lleva tres de matrimonio— transcurrió en el maravilloso descubrimiento del otro. El nacimiento de nuestra primera hija llenó de alegría a nuestras familias. Era la noticia más linda, pero cambió todos nuestros ritmos. Cada vez teníamos menos tiempo para nosotros y nos sentíamos superados por el cansancio y las preocupaciones”. “Yo me sentía desilusionada y abatida —dice Teresa— no solamente porque la nena era muy inquieta y nos despertaba de noche o por la inestabilidad laboral de Tomás, sino sobre todo por su comportamiento. En lugar de dialogar, al llegar a casa se sentaba frente a la televisión. No me sentía comprendida y no sabía cómo decírselo. Tomás estaba muy distinto de como era cuando nos casamos. Se enojaba, dejaba sus cosas desordenadas y no quería que nadie las moviera de lugar. Una noche, después de la enésima incomprensión, ya no teníamos siquiera ganas de pelear, quizá temerosos de herirnos más. Esa noche no dormimos ninguno de los dos. Pero llegamos a una conclusión: ¿no podríamos hablar con alguien que habiendo pasado por estas situaciones nos pudiera ayudar? Fuimos a ver a una pareja que nos había acompañado en el curso prematrimonial y le contamos nuestro problema como si se tratara de viejos amigos. Después de escucharnos nos dijeron palabras que nos ayudaron a redimensionar nuestra relación. Nos despedimos con el propósito de renovar el vínculo y de volver a encontrarnos”.
Ciertamente nadie nos conoce mejor que nosotros mismos. Así también cada pareja se conoce a sí misma mejor que cualquier otra. Cuando comienzan a aparecer sombras en el camino, conociendo nuestras debilidades y posibilidades, es importante tomar la decisión de recomenzar para que la unidad en la pareja vuelva a existir. Pero de todas maneras hay etapas de la vida en que no vamos ni para atrás ni para adelante. Acaso sea el momento de poner en práctica la estrategia del diálogo. Enriquecernos a través de la conversación en la pareja y del contacto con otras más experimentadas en el “arte de amar”, sabiendo que ninguna familia puede avanzar aislada sino que necesita de la ayuda de las demás.
Este recurso nos obliga a salir de nosotros (del “nosotros” de la pareja) para comunicarnos con una red de otras personas. Este paso no se refiere tanto a la apertura de la familia hacia el mundo exterior, sino que propone una apertura de alguna manera funcional a sí misma: confrontarse con otros que hayan vivido la experiencia de la propia crisis y hayan reconquistado su unidad. Conviene aclarar que en todo gesto dictado por el amor nunca es sólo una parte la que da y otra la que recibe: todo diálogo puede ser un acto de amor, y el amor lleva inevitablemente a la reciprocidad.
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Anna y Alberto Friso. Publicado en revista Ciudad Nueva, www.ciudadnueva.org.ar
Leído en Mirada Global
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