Por Josetxu Canibe
Quien solo dice “Señor, Señor”, quien se queda en palabras, en oraciones, no construye sobre roca, no ofrece garantías. Como dice el evangelio, ante las primeras lluvias, ante los primeros vientos fuertes el edificio de la fe, de la persona se tambalea y pronto lo que parecía sólido se derrumba estrepitosamente. Por tanto, lo importante no es saber, conocer, las normas, las palabras, sino cumplirlas. Dicho de otro modo, no se trata tanto de “creer que”, es decir, de aceptar una serie de verdades, de textos escritos, de propuestas, sino de “creer en”, de creer en una persona, ya que creer en una persona nos compromete más, crea una relación más intensa y más íntima que una teoría, que una norma. Es más importante entrar en contacto con Jesús que oír una larga exposición verbal.
Más de uno se extrañará de que el domingo pasado Jesús nos dijera cosas bellas, incluso tiernas y poéticas: aludía a los lirios del campo, a los pajaritos que ni siembran, ni almacenan, al hablarnos de la providencia. Hoy, ese mismo Jesús nos muestra a un Dios que exige cumplir su voluntad, que no acepta rebajas, ni componendas. Sucede que a veces le queremos convertir a Dios en un anciano, que se cae de bueno, en un padrazo excesivamente indulgente. Y no es así exactamente. Por supuesto que Dios es extraordinariamente bueno, compasivo, misericordioso, pero precisamente porque nos ama es exigente. Nada hay más exigente que el amor. Nos pide ser congruentes, unir el hacer al decir.
Nosotros antes los males, ante las desgracias que ocurren, ante situaciones que reclaman nuestra colaboración reaccionamos dando amplias explicaciones a través de las cuales responsabilizamos a los demás. Nos olvidamos fácilmente de nuestras responsabilidades que nos exigen acciones concretas. Lo he contado alguna otra vez, pues la verdad es que me impresionó al leer la siguiente historia:
Por la calle vi a una niña aterida y tiritando de frío dentro de un ligero vestidito y con pocas perspectivas de conseguir una comida decente. Me encolericé y le dije a Dios:”¿Por qué permites estas cosas? ¿Por qué no haces nada para solucionarlo?”. Durante un rato, Dios guardó silencio. Pero aquella noche, de improviso, me respondió: “Ciertamente que he hecho algo. Te he hecho a ti”. Por supuesto que los problemas no se solucionan solamente con palabras, con lamentos.
En cualquier sondeo o encuesta sobre religión aparece el grupo, sector o apartado de los “creyentes, pero no practicantes”. Una postura o actitud difícil de explicar, puesto que se trata de admitir sin ningún complejo que son unas personas poco coherentes, poco serias, ya que aceptan no poner en práctica aquello en lo que dicen creer. Y esto por definición. El texto evangélico de hoy ofrece un elogio, una apología de la coherencia, de la relación entre el decir y el hacer. La autenticidad, la coherencia (se parecen mucho) son cualidades muy valoradas por la mentalidad moderna, pero tal vez son tan apreciadas porque escasean. Veamos algunos ejemplos: durante años los Gobiernos occidentales, que se han distinguido por defender públicamente los Derechos Humanos, han estado apoyando a Gobiernos no democráticos del Norte de África y del Próximo Oriente. Les venía bien por cuestión de seguridad y de materias primas, especialmente energéticas. Se justificaba el intercambio considerándolos Gobiernos moderados. Ha estallado la revolución y ya no son Gobiernos moderados, sino dictadores corruptos, a los cuales hay que derribarles del poder. De palabra éramos grandes defensores de los Derechos Humanos, en la práctica defendíamos intereses económicos. Estos días hemos oído a personas con elevados ingresos lamentarse ante la crisis y sin embargo, después, aumentan escandalosamente su capital. En ecología quizá dedicamos magníficos párrafos a la defensa del medio ambiente y después no somos capaces de bajar la bolsa de la basura. En resumen, las palabras por un lado y los obras por otro. Se cumple el refrán que del dicho al hecho hay un gran trecho.
En este punto Jesús no admite ningún relajamiento, de tal suerte que el largo sermón, llamado de la montaña, donde expone lo esencial de su mensaje, termina con esta conclusión: ”Obras son amores y no bonitas palabras”. Pero no cualquier obra –no, por ejemplo, acciones meramente caprichosas- , sino aquellas que responden, que están en sintonía con la voluntad de Dios. Muy bien sabe Jesús que al ser humano le persigue la tentación de quedarse en las palabras. Por ello su insistencia en el hacer por encima del decir, pues quien actúa así construye sobre roca y no falla. Esto se ve palpablemente en ciertos matrimonios o familias. Entra en el reino de los cielos no quien “dice Señor, Señor, sino el que cumple la voluntad de Dios”.
Más de uno se extrañará de que el domingo pasado Jesús nos dijera cosas bellas, incluso tiernas y poéticas: aludía a los lirios del campo, a los pajaritos que ni siembran, ni almacenan, al hablarnos de la providencia. Hoy, ese mismo Jesús nos muestra a un Dios que exige cumplir su voluntad, que no acepta rebajas, ni componendas. Sucede que a veces le queremos convertir a Dios en un anciano, que se cae de bueno, en un padrazo excesivamente indulgente. Y no es así exactamente. Por supuesto que Dios es extraordinariamente bueno, compasivo, misericordioso, pero precisamente porque nos ama es exigente. Nada hay más exigente que el amor. Nos pide ser congruentes, unir el hacer al decir.
Nosotros antes los males, ante las desgracias que ocurren, ante situaciones que reclaman nuestra colaboración reaccionamos dando amplias explicaciones a través de las cuales responsabilizamos a los demás. Nos olvidamos fácilmente de nuestras responsabilidades que nos exigen acciones concretas. Lo he contado alguna otra vez, pues la verdad es que me impresionó al leer la siguiente historia:
Por la calle vi a una niña aterida y tiritando de frío dentro de un ligero vestidito y con pocas perspectivas de conseguir una comida decente. Me encolericé y le dije a Dios:”¿Por qué permites estas cosas? ¿Por qué no haces nada para solucionarlo?”. Durante un rato, Dios guardó silencio. Pero aquella noche, de improviso, me respondió: “Ciertamente que he hecho algo. Te he hecho a ti”. Por supuesto que los problemas no se solucionan solamente con palabras, con lamentos.
En cualquier sondeo o encuesta sobre religión aparece el grupo, sector o apartado de los “creyentes, pero no practicantes”. Una postura o actitud difícil de explicar, puesto que se trata de admitir sin ningún complejo que son unas personas poco coherentes, poco serias, ya que aceptan no poner en práctica aquello en lo que dicen creer. Y esto por definición. El texto evangélico de hoy ofrece un elogio, una apología de la coherencia, de la relación entre el decir y el hacer. La autenticidad, la coherencia (se parecen mucho) son cualidades muy valoradas por la mentalidad moderna, pero tal vez son tan apreciadas porque escasean. Veamos algunos ejemplos: durante años los Gobiernos occidentales, que se han distinguido por defender públicamente los Derechos Humanos, han estado apoyando a Gobiernos no democráticos del Norte de África y del Próximo Oriente. Les venía bien por cuestión de seguridad y de materias primas, especialmente energéticas. Se justificaba el intercambio considerándolos Gobiernos moderados. Ha estallado la revolución y ya no son Gobiernos moderados, sino dictadores corruptos, a los cuales hay que derribarles del poder. De palabra éramos grandes defensores de los Derechos Humanos, en la práctica defendíamos intereses económicos. Estos días hemos oído a personas con elevados ingresos lamentarse ante la crisis y sin embargo, después, aumentan escandalosamente su capital. En ecología quizá dedicamos magníficos párrafos a la defensa del medio ambiente y después no somos capaces de bajar la bolsa de la basura. En resumen, las palabras por un lado y los obras por otro. Se cumple el refrán que del dicho al hecho hay un gran trecho.
En este punto Jesús no admite ningún relajamiento, de tal suerte que el largo sermón, llamado de la montaña, donde expone lo esencial de su mensaje, termina con esta conclusión: ”Obras son amores y no bonitas palabras”. Pero no cualquier obra –no, por ejemplo, acciones meramente caprichosas- , sino aquellas que responden, que están en sintonía con la voluntad de Dios. Muy bien sabe Jesús que al ser humano le persigue la tentación de quedarse en las palabras. Por ello su insistencia en el hacer por encima del decir, pues quien actúa así construye sobre roca y no falla. Esto se ve palpablemente en ciertos matrimonios o familias. Entra en el reino de los cielos no quien “dice Señor, Señor, sino el que cumple la voluntad de Dios”.
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