I Domingo de Cuaresma (Mt 6, 1-6.16- 18) - Ciclo A
Por Enrique Martínez Lozano
Por Enrique Martínez Lozano
En la construcción de esta escena, sin testigos, la tradición escenificó un combate, a imagen de las disputas de escuela de los rabinos o maestros judíos; en ellas, se argumentaba y se replicaba con palabras de la Torá. Sobre ese modelo, la tradición presenta el relato de las tentaciones como una discusión sobre los “dos caminos”: Satanás y Jesús, el mal y Dios.
Parece claro que el relato se construyó pensando en las propias tentaciones del pueblo, también en el desierto: los “cuarenta días” de que aquí se habla no solo son una correspondencia de los “cuarenta años” que duró la travesía del pueblo, sino también un “calco” de lo que hizo el propio Moisés –sabemos que Mateo tiene un marcado interés por presentar a Jesús como el “nuevo Moisés”-, tal como se lee en estos textos:
o “Moisés estuvo allí con Yhwh cuarenta días y cuarenta noches, sin comer pan ni beber agua” (Libro del Éxodo 34,28);
o “como la otra vez, estuve cuarenta días y cuarenta noches sin comer ni beber” (Libro del Deuteronomio 9,18).
Por otro lado, al recibir esta tradición, es probable que Mateo piense en su propia comunidad, en particular en algunos responsables de la misma, que parecen seguir más el camino del tentador que el del propio Maestro y hacen pesar sobre el grupo su ambición económica (7,15), religiosa (7,22) y política (20,21).
La conexión con el episodio inmediatamente anterior, en el que se narraba el bautismo de Jesús, es explícita. Aquél terminaba con la proclamación de la voz del cielo: “Este es mi Hijo amado” (3,17). Este arranca con la insinuación: “Si eres Hijo de Dios…”. Entre líneas, el lector queda avisado de que se le va a mostrar en qué consiste ser “hijo de Dios”.
En efecto, tal como ha llegado a nosotros, la narración constituye una catequesis o enseñanza –un mensaje de sabiduría- sobre el recurrente tema de los “dos caminos”, el de la vida y el de la muerte. ¿Cuál es la actitud y el comportamiento que hace vivir? ¿Cuál es el camino sabio y cuál es el engañoso?
El detonante de la tentación es, como siempre, el hambre; en concreto, el hambre de poder: económico, religioso o político, que se sintetiza en la triple tentación con la que tiene que lidiar todo ser humano: el tener (dinero), el aparentar (imagen, prestigio), el dominar (poder sobre otros).
Hambre es sinónimo de deseo. Y el deseo conecta con la primera realidad humana, en el orden de la evolución psicobiográfica. El niño es pura necesidad y, por tanto, puro deseo.
En cada caso, las experiencias infantiles –el modo como se haya respondido o no a su necesidad- marcarán el futuro de la persona, pero de lo que no cabe duda es que el hambre o deseo será permanentemente una característica del yo.
Eso significa que, mientras estemos identificados con nuestros deseos, lo estamos también con el yo. Y ello nos mantendrá encerrados en la ignorancia y el sufrimiento, escondidos en el mensaje característico del yo: “La felicidad está en el futuro”.
Tal mensaje resulta tan fácilmente creíble como gravemente perjudicial. Lo creemos porque “encaja” perfectamente con la identidad del yo que, al ser vacío, siempre sueña con un futuro en el que su carácter “vacío” desaparecerá. De ahí que, mientras perdure la identificación con el yo, viviremos proyectados hacia el futuro soñado.
Pero nos perjudica porque, además de alejarnos del único lugar de la vida –el presente-, nos mantiene confundidos con respecto a nuestra verdadera identidad.
Según esto, parece claro que solo hay un modo de salir de la tentación: venir al presente. En el presente –en la atemporalidad o eternidad del “aquí y ahora”-, cae la ansiedad, no somos tiranizados por la expectativas de un futuro siempre inalcanzable y dejamos de identificarnos con el yo como si fuera nuestra identidad definitiva.
En esa dirección parecen apuntar, precisamente, las palabras puestas en boca de Jesús, y que están tomadas de las Escrituras judías (Deuteronomio 8,3; 8,16; 6,13): “Vivir de la palabra que sale de la boca de Dios”, “no tentar a Dios”, “adorarle solo a él”… significa haber descubierto el “eje” central de la propia vida y de la propia identidad, y vivir a partir de él. Es decir, significa haber experimentado el Misterio de la Presencia y haber descubierto que ahí se encierra todo.
En esa Presencia no-dual, plena e integradora, es donde nos reconocemos en quienes realmente somos. Se acaban tanto las separaciones establecidas por nuestra mente como la identificación con ella. En la Presencia se deshace la comparación y el enfrentamiento, para “reencontrarnos” en una “identidad compartida” que, sin negar las diferencias, las trasciende.
Y esto no está lejos de nosotros. La Torá judía dice que “no hay que subir al cielo…, ni cruzar al otro lado del mar; la Palabra del Señor está bien cerca de ti, está en tu boca y en tu corazón para que la pongas en práctica” (Deuteronomio 30,12-14). Por su parte, el Corán proclama que “Dios está más cerca de ti que tu propia yugular” (Sura 50,16).
Aquello que buscamos, está ya aquí. Basta detener todas las “historias mentales” que nos contamos, aceptar lo que hay en este momento, rendirnos a la realidad…, para que se abra paso el Misterio de la Presencia y la Quietud. Basta abrirnos al Silencio, que es la Fuente de la mente, para que entremos en contacto con nuestro verdadero yo: ése es el camino de la Vida.
Es lo que quiere expresar este cuento que narra la maestra Toni Roberson (Gangaji), en un libro recomendable:
Había un consumado ladrón de diamantes que solo quería robar las joyas más exquisitas. Este ladrón solía deambular por la zona de compraventa de diamantes con el fin de “limpiarle” el bolsillo a algún comprador incauto.
Un día vio que un comerciante de diamantes muy conocido había comprado la joya con la que él llevaba toda su vida soñando. Era el más hermoso, el más prístino, el más puro de los diamantes.
Pleno de alegría, siguió al comprador del diamante hasta que éste tomó el tren, y se hizo con un asiento en el mismo compartimento. Pasó tres días enteros intentando meter la mano en el bolsillo del mercader. Cuando llegó al final del trayecto sin haber sido capaz de dar con la gema, se sintió muy frustrado.
Aunque era un ladrón consumado, y aun habiéndose empleado a fondo, no había conseguido dar con aquella pieza tan rara y preciosa.
El comerciante bajó del tren, y el ladrón le siguió. De repente, sintió que no podía soportar por más tiempo aquella tensión, por lo que caminó hasta el mercader y le dijo:
— Señor, soy un famoso ladrón de diamantes. He visto que ha comprado un hermoso diamante y le he seguido en el tren. Aunque he hecho uso de todas las artes y habilidades de las que soy capaz, perfeccionadas a lo largo de muchos años, no he podido encontrar la gema. Necesito conocer su secreto. Por favor, dígame cómo lo ha escondido.
El comerciante replicó:
— Bueno, vi que me estabas observando en la zona de compraventa de diamantes y sospeché que eras un ladrón. De modo que escondí el diamante en el único lugar donde pensé que no se te ocurriría buscarlo: ¡en tu propio bolsillo!
A continuación metió la mano en el bolsillo del ladrón y extrajo el diamante.
(GANGAJI, El diamante en tu bolsillo. Descubre tu verdadero resplandor, Gaia, Madrid 2006, pp.37-38).
En este inicio del tiempo de Cuaresma, quiero traer también la palabra de otro maestro, para quienes, al escucharla, noten que produce una “resonancia” en su interior y se sientan internamente movidos a secundarla. Puede ser la mejor “práctica cuaresmal”. He aquí el texto:
“El camino para llegar al sumo bien, a nuestro primer origen y suma paz, es la nada…
Nos buscamos a nosotros mismos siempre que salimos de la nada, y por eso no llegamos jamás a la quieta y perfecta contemplación. Éntrate en la verdad de tu nada y de nada te inquietarás…
¡Oh, qué tesoro descubrirás si haces de la nada tu morada!...
Si estás encerrado en la nada, adonde no llegan los golpes de las adversidades, nada te dará pena, nada te inquietará. Por aquí has de llegar al señorío de ti mismo, porque solo en la nada reina el perfecto y verdadero dominio…
Por medio de esa nada has de morir en ti mismo de muchas maneras, en todos tiempos y a todas horas. Y cuanto más fueres muriendo, tanto más te irá el Señor elevando, y a sí mismo uniendo…
Anégate en esa nada y hallarás en ella sagrado asilo para cualquier tormenta…
Finalmente, no mires nada, no desees nada, no quieras nada, ni solicites saber nada, y en todo vivirá tu alma con quietud y gozo descansada.
Este es el camino para alcanzar la pureza del alma, la perfecta contemplación y la interior paz. Camina, camina por esta segura senda, y procura en esa nada sumergirte, perderte y abismarte si quieres aniquilarte, unirte y transformarte”.
(Miguel de MOLINOS, Guía espiritual, libro III, capítulo 20, nn.187-195 (edición preparada por S. GONZÁLEZ NORIEGA), Editora Nacional, Madrid 1977, pp.247-249;
citado en Ramón ANDRÉS, No sufrir compañía.
Escritos místicos sobre el silencio, Acantilado, Barcelona 2010, pp.384-386).
Miguel de Molinos (1628-1696) no era un maestro zen, ni un monje budista, sino un sacerdote y místico cristiano, turolense por más señas, nacido en el pequeño pueblo de Muniesa.
Él experimentó y enseñó el engaño que supone vivir para el yo… Engaño en el que permanecemos hasta que no descubrimos que ese yo es “nada”. Y es precisamente al negar esa nada –no desear nada, no buscar nada…-, cuando acaba la confusión y el sufrimiento, y emerge brillante lo que somos.
El propio Maestro Eckhart (1260-1328, aproximadamente) lo habría experimentado cuando, de modo contundente, afirmó:
“No tener nada es tenerlo TODO”.
www.enriquemartinezlozano.com
Parece claro que el relato se construyó pensando en las propias tentaciones del pueblo, también en el desierto: los “cuarenta días” de que aquí se habla no solo son una correspondencia de los “cuarenta años” que duró la travesía del pueblo, sino también un “calco” de lo que hizo el propio Moisés –sabemos que Mateo tiene un marcado interés por presentar a Jesús como el “nuevo Moisés”-, tal como se lee en estos textos:
o “Moisés estuvo allí con Yhwh cuarenta días y cuarenta noches, sin comer pan ni beber agua” (Libro del Éxodo 34,28);
o “como la otra vez, estuve cuarenta días y cuarenta noches sin comer ni beber” (Libro del Deuteronomio 9,18).
Por otro lado, al recibir esta tradición, es probable que Mateo piense en su propia comunidad, en particular en algunos responsables de la misma, que parecen seguir más el camino del tentador que el del propio Maestro y hacen pesar sobre el grupo su ambición económica (7,15), religiosa (7,22) y política (20,21).
La conexión con el episodio inmediatamente anterior, en el que se narraba el bautismo de Jesús, es explícita. Aquél terminaba con la proclamación de la voz del cielo: “Este es mi Hijo amado” (3,17). Este arranca con la insinuación: “Si eres Hijo de Dios…”. Entre líneas, el lector queda avisado de que se le va a mostrar en qué consiste ser “hijo de Dios”.
En efecto, tal como ha llegado a nosotros, la narración constituye una catequesis o enseñanza –un mensaje de sabiduría- sobre el recurrente tema de los “dos caminos”, el de la vida y el de la muerte. ¿Cuál es la actitud y el comportamiento que hace vivir? ¿Cuál es el camino sabio y cuál es el engañoso?
El detonante de la tentación es, como siempre, el hambre; en concreto, el hambre de poder: económico, religioso o político, que se sintetiza en la triple tentación con la que tiene que lidiar todo ser humano: el tener (dinero), el aparentar (imagen, prestigio), el dominar (poder sobre otros).
Hambre es sinónimo de deseo. Y el deseo conecta con la primera realidad humana, en el orden de la evolución psicobiográfica. El niño es pura necesidad y, por tanto, puro deseo.
En cada caso, las experiencias infantiles –el modo como se haya respondido o no a su necesidad- marcarán el futuro de la persona, pero de lo que no cabe duda es que el hambre o deseo será permanentemente una característica del yo.
Eso significa que, mientras estemos identificados con nuestros deseos, lo estamos también con el yo. Y ello nos mantendrá encerrados en la ignorancia y el sufrimiento, escondidos en el mensaje característico del yo: “La felicidad está en el futuro”.
Tal mensaje resulta tan fácilmente creíble como gravemente perjudicial. Lo creemos porque “encaja” perfectamente con la identidad del yo que, al ser vacío, siempre sueña con un futuro en el que su carácter “vacío” desaparecerá. De ahí que, mientras perdure la identificación con el yo, viviremos proyectados hacia el futuro soñado.
Pero nos perjudica porque, además de alejarnos del único lugar de la vida –el presente-, nos mantiene confundidos con respecto a nuestra verdadera identidad.
Según esto, parece claro que solo hay un modo de salir de la tentación: venir al presente. En el presente –en la atemporalidad o eternidad del “aquí y ahora”-, cae la ansiedad, no somos tiranizados por la expectativas de un futuro siempre inalcanzable y dejamos de identificarnos con el yo como si fuera nuestra identidad definitiva.
En esa dirección parecen apuntar, precisamente, las palabras puestas en boca de Jesús, y que están tomadas de las Escrituras judías (Deuteronomio 8,3; 8,16; 6,13): “Vivir de la palabra que sale de la boca de Dios”, “no tentar a Dios”, “adorarle solo a él”… significa haber descubierto el “eje” central de la propia vida y de la propia identidad, y vivir a partir de él. Es decir, significa haber experimentado el Misterio de la Presencia y haber descubierto que ahí se encierra todo.
En esa Presencia no-dual, plena e integradora, es donde nos reconocemos en quienes realmente somos. Se acaban tanto las separaciones establecidas por nuestra mente como la identificación con ella. En la Presencia se deshace la comparación y el enfrentamiento, para “reencontrarnos” en una “identidad compartida” que, sin negar las diferencias, las trasciende.
Y esto no está lejos de nosotros. La Torá judía dice que “no hay que subir al cielo…, ni cruzar al otro lado del mar; la Palabra del Señor está bien cerca de ti, está en tu boca y en tu corazón para que la pongas en práctica” (Deuteronomio 30,12-14). Por su parte, el Corán proclama que “Dios está más cerca de ti que tu propia yugular” (Sura 50,16).
Aquello que buscamos, está ya aquí. Basta detener todas las “historias mentales” que nos contamos, aceptar lo que hay en este momento, rendirnos a la realidad…, para que se abra paso el Misterio de la Presencia y la Quietud. Basta abrirnos al Silencio, que es la Fuente de la mente, para que entremos en contacto con nuestro verdadero yo: ése es el camino de la Vida.
Es lo que quiere expresar este cuento que narra la maestra Toni Roberson (Gangaji), en un libro recomendable:
Había un consumado ladrón de diamantes que solo quería robar las joyas más exquisitas. Este ladrón solía deambular por la zona de compraventa de diamantes con el fin de “limpiarle” el bolsillo a algún comprador incauto.
Un día vio que un comerciante de diamantes muy conocido había comprado la joya con la que él llevaba toda su vida soñando. Era el más hermoso, el más prístino, el más puro de los diamantes.
Pleno de alegría, siguió al comprador del diamante hasta que éste tomó el tren, y se hizo con un asiento en el mismo compartimento. Pasó tres días enteros intentando meter la mano en el bolsillo del mercader. Cuando llegó al final del trayecto sin haber sido capaz de dar con la gema, se sintió muy frustrado.
Aunque era un ladrón consumado, y aun habiéndose empleado a fondo, no había conseguido dar con aquella pieza tan rara y preciosa.
El comerciante bajó del tren, y el ladrón le siguió. De repente, sintió que no podía soportar por más tiempo aquella tensión, por lo que caminó hasta el mercader y le dijo:
— Señor, soy un famoso ladrón de diamantes. He visto que ha comprado un hermoso diamante y le he seguido en el tren. Aunque he hecho uso de todas las artes y habilidades de las que soy capaz, perfeccionadas a lo largo de muchos años, no he podido encontrar la gema. Necesito conocer su secreto. Por favor, dígame cómo lo ha escondido.
El comerciante replicó:
— Bueno, vi que me estabas observando en la zona de compraventa de diamantes y sospeché que eras un ladrón. De modo que escondí el diamante en el único lugar donde pensé que no se te ocurriría buscarlo: ¡en tu propio bolsillo!
A continuación metió la mano en el bolsillo del ladrón y extrajo el diamante.
(GANGAJI, El diamante en tu bolsillo. Descubre tu verdadero resplandor, Gaia, Madrid 2006, pp.37-38).
En este inicio del tiempo de Cuaresma, quiero traer también la palabra de otro maestro, para quienes, al escucharla, noten que produce una “resonancia” en su interior y se sientan internamente movidos a secundarla. Puede ser la mejor “práctica cuaresmal”. He aquí el texto:
“El camino para llegar al sumo bien, a nuestro primer origen y suma paz, es la nada…
Nos buscamos a nosotros mismos siempre que salimos de la nada, y por eso no llegamos jamás a la quieta y perfecta contemplación. Éntrate en la verdad de tu nada y de nada te inquietarás…
¡Oh, qué tesoro descubrirás si haces de la nada tu morada!...
Si estás encerrado en la nada, adonde no llegan los golpes de las adversidades, nada te dará pena, nada te inquietará. Por aquí has de llegar al señorío de ti mismo, porque solo en la nada reina el perfecto y verdadero dominio…
Por medio de esa nada has de morir en ti mismo de muchas maneras, en todos tiempos y a todas horas. Y cuanto más fueres muriendo, tanto más te irá el Señor elevando, y a sí mismo uniendo…
Anégate en esa nada y hallarás en ella sagrado asilo para cualquier tormenta…
Finalmente, no mires nada, no desees nada, no quieras nada, ni solicites saber nada, y en todo vivirá tu alma con quietud y gozo descansada.
Este es el camino para alcanzar la pureza del alma, la perfecta contemplación y la interior paz. Camina, camina por esta segura senda, y procura en esa nada sumergirte, perderte y abismarte si quieres aniquilarte, unirte y transformarte”.
(Miguel de MOLINOS, Guía espiritual, libro III, capítulo 20, nn.187-195 (edición preparada por S. GONZÁLEZ NORIEGA), Editora Nacional, Madrid 1977, pp.247-249;
citado en Ramón ANDRÉS, No sufrir compañía.
Escritos místicos sobre el silencio, Acantilado, Barcelona 2010, pp.384-386).
Miguel de Molinos (1628-1696) no era un maestro zen, ni un monje budista, sino un sacerdote y místico cristiano, turolense por más señas, nacido en el pequeño pueblo de Muniesa.
Él experimentó y enseñó el engaño que supone vivir para el yo… Engaño en el que permanecemos hasta que no descubrimos que ese yo es “nada”. Y es precisamente al negar esa nada –no desear nada, no buscar nada…-, cuando acaba la confusión y el sufrimiento, y emerge brillante lo que somos.
El propio Maestro Eckhart (1260-1328, aproximadamente) lo habría experimentado cuando, de modo contundente, afirmó:
“No tener nada es tenerlo TODO”.
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