Lorenzo Rosebaugh, compañero Oblato acribillado y muerto a balazos hace dos años en Guatemala, solía compartir en las reuniones de los Oblatos un consejo que le dio en otro tiempo el famoso jesuita americano Daniel Berrigan, poeta y activista por la paz. Éste le dijo a Lorenzo, cuando presenciaba un acto de desobediencia civil para protestar por la guerra del Vietnam: “Si no puedes hacer esto sin volverte amargado, ¡entonces, no lo hagas! ¡Hazlo sólo si puedes hacerlo con un corazón sereno y apacible! ¡Hazlo solamente si puedes estar seguro de que no acabarás odiando a los que te arresten!”
Es difícil lograrlo; pero, al fin, es el reto definitivo, a saber, el reto de no odiar a los que se oponen a nosotros, no odiar a nuestros enemigos, seguir mostrando corazón amable y dispuesto al perdón frente al malentendido, a la oposición llena de amargura, a la ofensa, a los celos envidiosos, a la ira, al odio, al maltrato categórico o incluso a la amenaza de muerte.
Y ser discípulo de Jesús significa que, en algún momento, se nos odiará. Nos crearemos enemigos. Eso le pasó a Jesús, y nos aseguró que también nos pasará a nosotros.
Pero también él nos dejó su ejemplo definitivo de cómo tenemos que responder a nuestros enemigos. Cuando la Escritura nos dice que Jesús salvó a los hombres de sus pecados, no sólo significa que, al ofrecer su muerte a su Padre como sacrificio en un acto eterno, nos quitó nuestros pecados. La Escritura apunta también a su manera de vivir y de qué modo, como él lo demostró, el perdonar y amar a sus propios enemigos quita y elimina el pecado, absorbiéndolo. Como dijo una vez Soren Kierkegaard (famoso filósofo y teólogo danés del siglo XIX), el gran acto de amor de Jesús tiene que ser imitado, no sólo admirado.
Pero, ¿cómo lo hacemos? Parece efectivamente que no sabemos cómo amar a nuestros enemigos, que no tenemos la fuerza para perdonar. Predicamos el perdón como un ideal e ingenuamente creemos que ya estamos perdonando. Pero, generalmente, no lo hacemos. Realmente no amamos ni perdonamos a los que nos ofenden o se oponen a nosotros. Con demasiada frecuencia desconfiamos de otros, les faltamos al respeto, nos amargamos nosotros mismos, satanizamos a otros y (metafóricamente hablando) nos “asesinamos” unos a otros. Suponiendo que en nuestra vida haya mucho amor y perdón de los enemigos, eso queda muy lejos de ser evidente, tanto en el mundo como en nuestras iglesias. Como dijo alguna vez el teólogo y literato inglés Ronald Knox: como cristianos, nunca hemos tomado realmente en serio el reto de Jesús de amar a nuestros enemigos y de ofrecer la otra mejilla.
Digo esto con compasión y lástima. Necesitamos ayuda. El clásico axioma es verdad: Errar es humano, perdonar es divino. Entonces, ¿cómo comenzamos?
Podríamos comenzar reconociendo nuestro fracaso y a la vez admitiendo nuestra incapacidad, a nivel individual y a nivel de iglesias. ¡Frente a la oposición y a las ofensas no somos precisamente muy amables, y nos cuesta perdonar! Como segundo paso, necesitamos destacar esta incapacidad y la importancia de este fracaso en nuestra predicación y enseñanza. ¡Amar a nuestros enemigos es realmente el test definitivo moral y religioso! No tenemos derecho de llamar a nadie “cristiano de cafetería” o flojo seguidor de Cristo, a no ser que, ante todo, nosotros mismos seamos personas corteses, respetuosas, amables y dispuestas a perdonar antes a quien se oponga a nosotros. Comencemos, todos nosotros sin excepción, desde este humilde punto de admisión: Frente a la ofensa y a la oposición no nos parecemos mucho a Jesús.
El siguiente paso, quizás el más importante de todos: necesitamos buscar mutua ayuda, semejante a las dinámicas realizadas en una sesión de Alcohólicos Anónimos. Solos no tenemos la fuerza para amar a los que nos odian. Necesitamos gracia y comunidad, poder de Dios y apoyo de los otros, para mantener la más difícil de todas las moderaciones, es decir, caminar dentro de una fuerza estable que nos capacite para permanecer afectuosos, corteses, dispuestos a perdonar, amables y alegres frente a la incomprensión, envidia, celos, oposición, amargura, maltrato y asesinato.
Hablando en primera persona, considero que éste es el reto más grande de mi vida, a nivel moral y a nivel humano. Cómo amar a un enemigo: ¿Cómo no permitirme que una mirada envidiosa congele mi corazón? ¿Cómo no permitirme que una palabra llena de amargura arruine mi día? ¿Cómo no satanizar a otros cuando se oponen a mí? ¿Cómo permanecer amable y comprensivo cuando soy incomprendido? ¿Cómo permanecer afectuoso ante la amargura? ¿Cómo no sucumbir a la paranoia cuando me siento amenazado? ¿Cómo perdonar a alguien que rehúsa mi perdón? ¿Cómo dejar de golpear la puerta de mi corazón frente a la frialdad y el rechazo? ¿Cómo perdonar a otros cuando mi corazón está amargado, sumido en autocompasión o lástima de sí mismo? ¿Cómo amar y perdonar realmente como lo hizo Jesús?
Yo me pregunto con frecuencia cómo lo logró Jesús. ¿Cómo retuvo paz de espíritu, afecto en su corazón, gentileza en su manera de hablar, alegría en su vida, resistencia en sus esfuerzos, capacidad para ser agradecido y sentido de humor frente a la incomprensión, la envidia, el odio y las amenazas de muerte?
Jesús lo logró reconociendo que ese era, extraordinariamente, el reto más importante de su vida y de su misión, y, bajo el peso de ese imperativo, arrodillándose para pedir la ayuda de Aquel que puede hacer en nosotros lo que no podemos hacer por nosotros mismos.
Es difícil lograrlo; pero, al fin, es el reto definitivo, a saber, el reto de no odiar a los que se oponen a nosotros, no odiar a nuestros enemigos, seguir mostrando corazón amable y dispuesto al perdón frente al malentendido, a la oposición llena de amargura, a la ofensa, a los celos envidiosos, a la ira, al odio, al maltrato categórico o incluso a la amenaza de muerte.
Y ser discípulo de Jesús significa que, en algún momento, se nos odiará. Nos crearemos enemigos. Eso le pasó a Jesús, y nos aseguró que también nos pasará a nosotros.
Pero también él nos dejó su ejemplo definitivo de cómo tenemos que responder a nuestros enemigos. Cuando la Escritura nos dice que Jesús salvó a los hombres de sus pecados, no sólo significa que, al ofrecer su muerte a su Padre como sacrificio en un acto eterno, nos quitó nuestros pecados. La Escritura apunta también a su manera de vivir y de qué modo, como él lo demostró, el perdonar y amar a sus propios enemigos quita y elimina el pecado, absorbiéndolo. Como dijo una vez Soren Kierkegaard (famoso filósofo y teólogo danés del siglo XIX), el gran acto de amor de Jesús tiene que ser imitado, no sólo admirado.
Pero, ¿cómo lo hacemos? Parece efectivamente que no sabemos cómo amar a nuestros enemigos, que no tenemos la fuerza para perdonar. Predicamos el perdón como un ideal e ingenuamente creemos que ya estamos perdonando. Pero, generalmente, no lo hacemos. Realmente no amamos ni perdonamos a los que nos ofenden o se oponen a nosotros. Con demasiada frecuencia desconfiamos de otros, les faltamos al respeto, nos amargamos nosotros mismos, satanizamos a otros y (metafóricamente hablando) nos “asesinamos” unos a otros. Suponiendo que en nuestra vida haya mucho amor y perdón de los enemigos, eso queda muy lejos de ser evidente, tanto en el mundo como en nuestras iglesias. Como dijo alguna vez el teólogo y literato inglés Ronald Knox: como cristianos, nunca hemos tomado realmente en serio el reto de Jesús de amar a nuestros enemigos y de ofrecer la otra mejilla.
Digo esto con compasión y lástima. Necesitamos ayuda. El clásico axioma es verdad: Errar es humano, perdonar es divino. Entonces, ¿cómo comenzamos?
Podríamos comenzar reconociendo nuestro fracaso y a la vez admitiendo nuestra incapacidad, a nivel individual y a nivel de iglesias. ¡Frente a la oposición y a las ofensas no somos precisamente muy amables, y nos cuesta perdonar! Como segundo paso, necesitamos destacar esta incapacidad y la importancia de este fracaso en nuestra predicación y enseñanza. ¡Amar a nuestros enemigos es realmente el test definitivo moral y religioso! No tenemos derecho de llamar a nadie “cristiano de cafetería” o flojo seguidor de Cristo, a no ser que, ante todo, nosotros mismos seamos personas corteses, respetuosas, amables y dispuestas a perdonar antes a quien se oponga a nosotros. Comencemos, todos nosotros sin excepción, desde este humilde punto de admisión: Frente a la ofensa y a la oposición no nos parecemos mucho a Jesús.
El siguiente paso, quizás el más importante de todos: necesitamos buscar mutua ayuda, semejante a las dinámicas realizadas en una sesión de Alcohólicos Anónimos. Solos no tenemos la fuerza para amar a los que nos odian. Necesitamos gracia y comunidad, poder de Dios y apoyo de los otros, para mantener la más difícil de todas las moderaciones, es decir, caminar dentro de una fuerza estable que nos capacite para permanecer afectuosos, corteses, dispuestos a perdonar, amables y alegres frente a la incomprensión, envidia, celos, oposición, amargura, maltrato y asesinato.
Hablando en primera persona, considero que éste es el reto más grande de mi vida, a nivel moral y a nivel humano. Cómo amar a un enemigo: ¿Cómo no permitirme que una mirada envidiosa congele mi corazón? ¿Cómo no permitirme que una palabra llena de amargura arruine mi día? ¿Cómo no satanizar a otros cuando se oponen a mí? ¿Cómo permanecer amable y comprensivo cuando soy incomprendido? ¿Cómo permanecer afectuoso ante la amargura? ¿Cómo no sucumbir a la paranoia cuando me siento amenazado? ¿Cómo perdonar a alguien que rehúsa mi perdón? ¿Cómo dejar de golpear la puerta de mi corazón frente a la frialdad y el rechazo? ¿Cómo perdonar a otros cuando mi corazón está amargado, sumido en autocompasión o lástima de sí mismo? ¿Cómo amar y perdonar realmente como lo hizo Jesús?
Yo me pregunto con frecuencia cómo lo logró Jesús. ¿Cómo retuvo paz de espíritu, afecto en su corazón, gentileza en su manera de hablar, alegría en su vida, resistencia en sus esfuerzos, capacidad para ser agradecido y sentido de humor frente a la incomprensión, la envidia, el odio y las amenazas de muerte?
Jesús lo logró reconociendo que ese era, extraordinariamente, el reto más importante de su vida y de su misión, y, bajo el peso de ese imperativo, arrodillándose para pedir la ayuda de Aquel que puede hacer en nosotros lo que no podemos hacer por nosotros mismos.
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