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domingo, 10 de abril de 2011

El servicio de la Iglesia a la paz y la justicia

La paz es una palabra que a los filósofos sociales les trae de cabeza en su definición, pero que a la gente le resulta evidente en su significado: nadie puede recurrir a la violencia para conseguir sus pretensiones; sólo el Estado democrático hace uso de la fuerza conforme a las leyes y en representación de todos.

Es nuestra «fuerza», por eso la vigilamos tan de cerca y la reducimos a la mínima expresión posible. Pero es nuestra, de «todos». A veces fastidia reconocerlo. Eso sí, todos la queremos cerca cuando nos amenazan. Los Estados tienen un problema. ¿Quién los vigila a ellos en el uso de la fuerza? Confiamos en las leyes y en los tribunales, y en nosotros mismos. Son las reglas del juego. Hay que vigilar con celo, pero son las reglas comunes.

En este sentido tan estricto de la paz hoy es el día en que nosotros, los vascos, sentimos que la tenemos al alcance de la mano. Muchos son los sujetos colectivos, además de cada uno de los ciudadanos, que tienen algo importante que sumar a este proceso. Para lograrlo bien, yo vengo pensando que hemos de aceptar algo así como esta máxima muy práctica: nadie quiere nada que no le corresponda en una democracia y, a la par, nadie quiere regalar sus derechos a otros por simpatía, prisa o miedo. Ningún derecho que no me corresponda, pero todos los derechos que son míos.

Estoy pensando en las víctimas, en primer lugar, y detrás, todos. Es una pauta muy formal, pero establece claramente una convicción democrática, al perseguir el terror, y al superarlo. Es verdad que llegado ese momento de la sola política, toda convivencia requiere «transigir», pero lo hacen los interesados y con «lo suyo».

En todo este proceso de paz yo me sitúo en la Iglesia católica. Mil veces criticada por unos, y otras tantas ensalzada por otros, en la todavía larga noche del terrorismo, yo creo que el tiempo de su «protagonismo moral» en «el conflicto» ya es el pasado.

La sociedad democrática tiene recursos legales y políticos suficientes para dar una salida compartida a sus problemas políticos. Las referencias morales son necesarias, lo acabo de plasmar como «todos los derechos de todos, y todos los deberes de todos», y la Iglesia debe sumar su voz con ganas y honradez. Muy cercana a las víctimas, pero muy libre.

Nada ni nadie puede sacarnos de lo fundamental: Perdón por lo que hemos hecho mal; hablemos de esto para valorarlo y en su justa medida reconocerlo y rectificar. Y hasta si no lo vemos, saber callar. Justicia para que resplandezca la verdad, se asuman las responsabilidades, se preserve la dignidad de los muertos y se asegure la de los vivos. Evangelio para recordar que la injusticia social y sus víctimas desborda de lejos la herencia del terror y nadie con limpieza de alma puede olvidarlo. Las comparaciones sobre víctimas son odiosas, y los olvidos, también.

Conversión cristiana para traer al centro de la vida social pacificada, ¡ya veo el día!, el anuncio de Jesucristo bajo el prisma de las bienaventuranzas. Hay otros anuncios que son demasiado desencarnados y que el neoconservadurismo social nos reclama. ¡Cuidado!

Tolerancia para respetar a las personas y rechazar los totalitarismos políticos e ideológicos que nos amenazan; en no pocos, como consecuencia de nacionalismos obligatorios y, en otros, como efecto de que los mercados tienen sus reglas; que el bien y la verdad hay que preservarlos como sea; que la cultura de origen es en todo irrenunciable; que el extranjero tiene que oír, ver y callar… hay varios. Y otra vez. Es odioso comparar las deslegitimaciones de los totalitarismos, pero hay que hacerlo. Urge la del terrorismo.

Resuena en mi cabeza que algún lector diga que la cuestión tiene una respuesta sencilla. Y es que la Iglesia Católica se dedique a lo suyo, es decir, a lo que enseñan estas palabras: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es Dios». Lo siento mucho, esas palabras nada tienen que ver con lo que pensamos en la modernidad, separando religión y política. Simplemente, Jesús evitó la pregunta que le hacían. Se escurrió sin contestar. Así de sencillo. Y como su fe es encarnada, sigue siendo religión con una ética, y con un derecho y deber muy humilde, pero muy sincero, para preguntar qué es de la dignidad de la persona en cada situación familiar, social y eclesial. Paz y bien.

Por José Ignacio Callejas
Publicado por Religión Digital

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