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domingo, 3 de abril de 2011

IV Domingo de Cuaresma (Jn 9,1-41) - Ciclo A: De ciegos y visionarios


Por Juan Jauregui

El ciego de nacimiento es el hombre, todo hombre. Andamos muy ciegos por la vida. ¿De quién es la culpa? De nosotros y de nuestros padres.
De nuestros padres que nos enseñaron a mirar solamente la materialidad de las cosas y no nos enseñaron a mirar más allá de su superficie, penetrando en el misterio del ser y de la vida. Y así no hemos aprendido a tratarnos con profundidad, porque sólo vemos las apariencias.
La culpa es también nuestra, porque nos fascina lo externo y nos quedamos ahí, deslumbrados ante el brillo pasajero de las personas y las cosas. Nosotros miramos las apariencias y no miramos el corazón.
Vemos y valoramos a las personas por su tener, por su poder, por su saber, no por lo que verdaderamente son. No captamos su misterio, ni siquiera el nuestro propio.
Nuestra ceguera es grave. Tan grave que muchas veces sólo valoramos las cosas y sobre todo a las personas cuando las perdemos...
Pero en toda vida humana hay un momento en que damos la vuelta a los prismáticos: y todo lo que visto con cristales de aumento nos parecía enorme y cercano... se aleja de repente y se vuelve diminuto y distante.
Esa vuelta a los gemelos la damos cuando nos llega un gran dolor o se descubre un gran amor...
Recuerdo, la experiencia de una mujer que había vivido este cambio cuando su padre se puso seriamente enfermo y amor y dolor hicieron que todo su mundo cambiara de color. “¡Cuántas cosas –decía- por las que antes luchaba y me angustiaba se me han vuelto fútiles e innecesarias!¡Qué tontas me parecen algunas ilusiones sin las que antes me parecía imposible vivir! ¡Cómo se vuelve todo de repente secundario y ya sólo cuenta la lucha por la vida y la felicidad de los seres que amas!”.
Es cierto: la gran enfermedad de los hombres es la ceguera, esa ceguera que nos conduce cada día a equivocarnos de valores...
Yo me he preguntado muchas veces qué le pediría a Dios si él me concediera un día un milagro. Y creo que le suplicaría el VER, el ver las cosas como él las ve, desde la distancia de quien entiende todo, de quien conoce las auténticas dimensiones de las cosas.
Si tuviera ese don, ¡qué distinta sería mi vida! ¡Cuánto más amaría y cuánto menos me preocuparía por otras cosas!
Esa chica, seguía diciendo: “Ahora gano mis tardes haciendo crucigramas con mi padre. Soy feliz viéndole sonreír. A su lado no tengo prisas. Cada minuto de compañía se me vuelve sagrado. Y cuando por la noche regreso a mi casa sin haber “hecho nada”, nada más que amar, me siento llena y feliz.
Le veo feliz de tenerme a su lado. No hay premio mejor en este mundo. Sé que un día me arrepentiré de millones de cosas que he hecho en mi vida. Pero nunca de esas horas “perdidas” a su lado”.
Esta chica tiene razón. Ha vuelto sus prismáticos y de repente el cristal de aumento de su corazón le ha hecho descubrir lo que la mayoría de los seres humanos no llegamos ni siquiera a vislumbrar. Y todo lo demás se ha vuelto pequeñito y lejano: muy secundario.
Hoy Jesús, en el personaje del ciego, nos invita a dar la vuelta a los prismáticos.
Pidamos a aquel que dijo: “Yo soy la Luz del mundo”, que cure nuestra ceguera y nos enseñe a no fijarnos en las apariencias, sino a ver como Él , el corazón de las personas y de las cosas.

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