Es la primera vez que, en el cuarto evangelio, se habla del Paráclito, del que se dice que es “el Espíritu de la verdad”, enviado por el Padre. Así es como se habla de él en cada una de las cinco ocasiones que se menciona en estos capítulos (14,16.26; 15,26; 16,7-11.13-15).
El término griego “paráklētos” significa, literalmente, “el que es invocado” o “el que es llamado al lado de”. La traducción al latín era sencilla: “ad-vocatus” (literalmente: “llamado junto a”); por ese motivo, en la versión al castellano se impuso el término “abogado defensor” (o, sencillamente, “defensor”); más por la palabra latina que por el significado original, que insistía sobre todo en la presencia incondicional del Espíritu.
De hecho, el término “Espíritu” parecía aludir a Dios mismo en cuanto interiorizado en el ser humano, como fuente de todo dinamismo.
El cuarto evangelio habla, sin embargo, de “otro Paráclito”. El primero, para la comunidad joánica, es el propio Jesús, quien aparece a continuación prometiendo su regreso.
A lo largo de todo el llamado “testamento espiritual”, queda patente el amor de Jesús hacia su grupo –y a todos los creyentes, en él representados-, que en ocasiones alcanza expresiones entrañables de interés, delicadeza y ternura. Aquí aparece una muestra. En un contexto de desconcierto y temor, es el que va a ser condenado quien los fortalece: “No os dejaré desamparados”.
La promesa alude a la resurrección: Después de ese “poco”, el “mundo” no lo verá, pero los suyos lo verán… y vivirán, porque él mismo sigue viviendo.
Se repite, por dos veces, que el “mundo” no puede “recibir” el Espíritu, ni puede “ver” a Jesús. Para comprender el texto con exactitud, conviene saber que, en el cuarto evangelio, el término “mundo” reviste tres significados diferentes: 1) como espacio físico, 2) como objeto del amor de Dios: “Tanto amó Dios al mundo…” (3,16), y 3) como fuerza opuesta a los valores del evangelio y, por tanto, a la vida de las personas.
No se trata, pues, de personas, sino de la mentira –producto de la ignorancia y de la inconsciencia- que nos ciega y nos incapacita para “ver” el Misterio en todo y para vivir conscientemente “conectados” por el Espíritu, dejándonos conducir por él, como nuestra Fuente o Dinamismo interior.
El Espíritu –afirma el texto- “vive en vosotros y está con vosotros”. Desde la mente dual, corremos el riesgo de querer imaginarnos al Espíritu como una Realidad separada que, eventualmente, podemos acoger en nuestro interior. Una tal representación es engañosa y únicamente puede provenir de la mente fragmentadora.
La realidad es otra. Seamos o no conscientes de ello, el Espíritu está ya en nosotros; siempre ha estado y siempre estará, porque nos constituye en lo más íntimo y nuclear de nuestra identidad. Es cierto que el texto evangélico lo asocia a la muerte-resurrección de Jesús –como don de la Pascua-, pero se trata sólo de desvelar lo que siempre ha sido.
En cuanto tomamos distancia de la mente dual, “recibimos” el Espíritu, es decir, “vemos” todo lo que es como “expresión” de ese mismo Espíritu que en todo se manifiesta. No sólo no es una presencia separada que puede o no venir a nuestro interior, sino que nos constituye en nuestra Identidad más profunda.
De manera que, más que un yo habitado por el Espíritu –a un nivel relativo, esto es también cierto-, somos el Espíritu viviéndose en forma de yoes concretos. Recordemos, una vez más, las palabras de Teilhard de Chardin: “No somos seres humanos viviendo una aventura espiritual, sino seres espirituales viviendo una aventura humana”.
La pregunta que surge de aquí es básica: ¿cómo nos percibimos habitualmente? ¿Como un yo despistado, perdido en una interminable cháchara mental? ¿Como un yo separado en su forma particular que quiere “recibir” el Espíritu para sentirse fortalecido?... ¿O como el Espíritu sin forma que, más allá del yo relativo, quiere expresarse en nosotros como se expresó en el propio Jesús? A mi modo de ver, la “conversión” consiste, precisamente, en vivir este paso: del yo al Espíritu.
Al vivirlo, es cuando experimentamos la verdad de las palabras de Jesús: “Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros”. Se barrunta la Unidad profunda, se adora, se saborea y se vive. A partir de ahí, venimos a descubrir que quizás se trata sólo de eso: de comprender quiénes somos. Eso es salir de la ignorancia, despertar, venir a la luz, “recibir” el Espíritu…
De esa comprensión básica, nace una actitud y un modo de vivir caracterizado, dice Jesús, por “guardar mis mandamientos”. ¿De qué se trata?
Para un judío, amar a Dios significaba cumplir sus mandamientos, es decir, ser fiel a la alianza. Del mismo modo, amar a Jesús –encontrarse con él y con lo que él vivió- significa guardar sus “mandamientos” o su “palabra” (como se dirá más adelante).
Pero sabemos que, para el cuarto evangelio, hay un solo mandamiento: “Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros. Con el mismo amor con que yo os he amado, amaos también los unos a los otros. Por el amor que os tengáis los unos a los otros, reconocerán todos que sois discípulos míos” (13,34-35).
Al resumir toda la Ley en ese mandamiento “nuevo”, lo que Jesús está haciendo no es sino poner palabras a lo que él mismo ha vivido. Amar a Jesús, por tanto, no es otra cosa que vivir como él vivió. No se trata de un “amor romántico” al margen de la vida cotidiana –no es el que dice: “Señor, Señor”, había advertido ya el Maestro: Mt 7,21-, sino el que, sintiéndose uno con él, deja vivir al Espíritu, que es amor.
El amor se convierte así en la consecuencia y en el camino. Es consecuencia de la comprensión: quien descubre su identidad más profunda, donde encuentra el Espíritu, no puede no amar; pero, al mismo tiempo, vivir el amor al otro es preparar el camino para que se nos regale la visión. Y es en la vivencia del amor donde, tal como lo había prometido, Jesús se nos revela: todo converge y se unifica. Sentir amor, ser amor, dejar que el Amor sea… Esa es la experiencia del Espíritu.
Seguramente fue esa misma experiencia la que inspiró a Louis Evely esta oración:
DIOS…
Tú eres
lo esencial de mi vida.
Tú eres
más real que yo mismo.
Tú eres
todo cuanto me desborda.
Tú eres
certidumbre que dinamiza mi querer.
Tú eres
yo,
pero mucho más que yo.
Tú eres para mí
mucho más otro
que lo son todos los otros.
Tú eres
lo que me habita
y lo que yo habito.
Me pertenezco a mí mismo
en la medida
en que me doy a ti.
Me afirmo a mí mismo
afirmándote a Ti.
Soy yo mismo
siendo Tú.
Enrique Martínez Lozano
www.enriquemartinezlozano.com
El término griego “paráklētos” significa, literalmente, “el que es invocado” o “el que es llamado al lado de”. La traducción al latín era sencilla: “ad-vocatus” (literalmente: “llamado junto a”); por ese motivo, en la versión al castellano se impuso el término “abogado defensor” (o, sencillamente, “defensor”); más por la palabra latina que por el significado original, que insistía sobre todo en la presencia incondicional del Espíritu.
De hecho, el término “Espíritu” parecía aludir a Dios mismo en cuanto interiorizado en el ser humano, como fuente de todo dinamismo.
El cuarto evangelio habla, sin embargo, de “otro Paráclito”. El primero, para la comunidad joánica, es el propio Jesús, quien aparece a continuación prometiendo su regreso.
A lo largo de todo el llamado “testamento espiritual”, queda patente el amor de Jesús hacia su grupo –y a todos los creyentes, en él representados-, que en ocasiones alcanza expresiones entrañables de interés, delicadeza y ternura. Aquí aparece una muestra. En un contexto de desconcierto y temor, es el que va a ser condenado quien los fortalece: “No os dejaré desamparados”.
La promesa alude a la resurrección: Después de ese “poco”, el “mundo” no lo verá, pero los suyos lo verán… y vivirán, porque él mismo sigue viviendo.
Se repite, por dos veces, que el “mundo” no puede “recibir” el Espíritu, ni puede “ver” a Jesús. Para comprender el texto con exactitud, conviene saber que, en el cuarto evangelio, el término “mundo” reviste tres significados diferentes: 1) como espacio físico, 2) como objeto del amor de Dios: “Tanto amó Dios al mundo…” (3,16), y 3) como fuerza opuesta a los valores del evangelio y, por tanto, a la vida de las personas.
No se trata, pues, de personas, sino de la mentira –producto de la ignorancia y de la inconsciencia- que nos ciega y nos incapacita para “ver” el Misterio en todo y para vivir conscientemente “conectados” por el Espíritu, dejándonos conducir por él, como nuestra Fuente o Dinamismo interior.
El Espíritu –afirma el texto- “vive en vosotros y está con vosotros”. Desde la mente dual, corremos el riesgo de querer imaginarnos al Espíritu como una Realidad separada que, eventualmente, podemos acoger en nuestro interior. Una tal representación es engañosa y únicamente puede provenir de la mente fragmentadora.
La realidad es otra. Seamos o no conscientes de ello, el Espíritu está ya en nosotros; siempre ha estado y siempre estará, porque nos constituye en lo más íntimo y nuclear de nuestra identidad. Es cierto que el texto evangélico lo asocia a la muerte-resurrección de Jesús –como don de la Pascua-, pero se trata sólo de desvelar lo que siempre ha sido.
En cuanto tomamos distancia de la mente dual, “recibimos” el Espíritu, es decir, “vemos” todo lo que es como “expresión” de ese mismo Espíritu que en todo se manifiesta. No sólo no es una presencia separada que puede o no venir a nuestro interior, sino que nos constituye en nuestra Identidad más profunda.
De manera que, más que un yo habitado por el Espíritu –a un nivel relativo, esto es también cierto-, somos el Espíritu viviéndose en forma de yoes concretos. Recordemos, una vez más, las palabras de Teilhard de Chardin: “No somos seres humanos viviendo una aventura espiritual, sino seres espirituales viviendo una aventura humana”.
La pregunta que surge de aquí es básica: ¿cómo nos percibimos habitualmente? ¿Como un yo despistado, perdido en una interminable cháchara mental? ¿Como un yo separado en su forma particular que quiere “recibir” el Espíritu para sentirse fortalecido?... ¿O como el Espíritu sin forma que, más allá del yo relativo, quiere expresarse en nosotros como se expresó en el propio Jesús? A mi modo de ver, la “conversión” consiste, precisamente, en vivir este paso: del yo al Espíritu.
Al vivirlo, es cuando experimentamos la verdad de las palabras de Jesús: “Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros”. Se barrunta la Unidad profunda, se adora, se saborea y se vive. A partir de ahí, venimos a descubrir que quizás se trata sólo de eso: de comprender quiénes somos. Eso es salir de la ignorancia, despertar, venir a la luz, “recibir” el Espíritu…
De esa comprensión básica, nace una actitud y un modo de vivir caracterizado, dice Jesús, por “guardar mis mandamientos”. ¿De qué se trata?
Para un judío, amar a Dios significaba cumplir sus mandamientos, es decir, ser fiel a la alianza. Del mismo modo, amar a Jesús –encontrarse con él y con lo que él vivió- significa guardar sus “mandamientos” o su “palabra” (como se dirá más adelante).
Pero sabemos que, para el cuarto evangelio, hay un solo mandamiento: “Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros. Con el mismo amor con que yo os he amado, amaos también los unos a los otros. Por el amor que os tengáis los unos a los otros, reconocerán todos que sois discípulos míos” (13,34-35).
Al resumir toda la Ley en ese mandamiento “nuevo”, lo que Jesús está haciendo no es sino poner palabras a lo que él mismo ha vivido. Amar a Jesús, por tanto, no es otra cosa que vivir como él vivió. No se trata de un “amor romántico” al margen de la vida cotidiana –no es el que dice: “Señor, Señor”, había advertido ya el Maestro: Mt 7,21-, sino el que, sintiéndose uno con él, deja vivir al Espíritu, que es amor.
El amor se convierte así en la consecuencia y en el camino. Es consecuencia de la comprensión: quien descubre su identidad más profunda, donde encuentra el Espíritu, no puede no amar; pero, al mismo tiempo, vivir el amor al otro es preparar el camino para que se nos regale la visión. Y es en la vivencia del amor donde, tal como lo había prometido, Jesús se nos revela: todo converge y se unifica. Sentir amor, ser amor, dejar que el Amor sea… Esa es la experiencia del Espíritu.
Seguramente fue esa misma experiencia la que inspiró a Louis Evely esta oración:
DIOS…
Tú eres
lo esencial de mi vida.
Tú eres
más real que yo mismo.
Tú eres
todo cuanto me desborda.
Tú eres
certidumbre que dinamiza mi querer.
Tú eres
yo,
pero mucho más que yo.
Tú eres para mí
mucho más otro
que lo son todos los otros.
Tú eres
lo que me habita
y lo que yo habito.
Me pertenezco a mí mismo
en la medida
en que me doy a ti.
Me afirmo a mí mismo
afirmándote a Ti.
Soy yo mismo
siendo Tú.
Enrique Martínez Lozano
www.enriquemartinezlozano.com
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