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sábado, 25 de junio de 2011

EUCARISTÍA, INJUSTICIA PLANETARIA Y CONCIENCIA DE UNIDAD


Domingo Cuerpo y Sangre de Cristo – Corpus Christi – A

El autor del cuarto evangelio presenta a Jesús como alimento del pueblo, usando dos imágenes tomadas del libro del Éxodo: el pan (maná) y la carne (cordero pascual).
Esto explica que, en el capítulo 6, encontremos en realidad dos discursos: el del “pan de vida” (6,33-50) y el de la “eucaristía” (6,51-58).
El autor utiliza el término sarx (carne) y no soma (cuerpo), como si quisiera establecer un vínculo claro entre la eucaristía y la encarnación.
“Comer su carne” significa aceptar su persona plenamente. Si bien, como en las religiones de misterios, se puede aludir a la necesidad de “comer” la divinidad, en el marco de la liturgia, para así lograr la salvación.

De modo que la eucaristía tiene un doble trasfondo: por un lado, la experiencia del Éxodo, donde el pueblo fue alimentado “milagrosamente” con el maná. A su luz, el autor subraya que, a diferencia de aquel alimento que no impidió la muerte de quienes lo comieron, el que coma de éste vivirá para siempre.

Por otro lado, la “comida sagrada” de los cultos mistéricos, por la que el fiel se unía personalmente con el dios.

En la unión de las imágenes del maná y de la carne del cordero pascual, el autor del evangelio presenta la eucaristía como “alimento” de los creyentes y como “comunión” (a nivel físico) con la misma persona de Jesús.

Durante siglos, la doctrina de la Iglesia ha enseñado que, en la consagración, se hacía presente la propia carne y sangre de Cristo (transubstanciación), que los fieles comulgaban.

En cierto sentido puede decirse que esa doctrina insistió en la presencia corporal o física de Cristo en el pan y en vino consagrados, desde su interés manifiesto por asegurar la presencia real. En aquella mentalidad mítica, eso no creaba más problemas y, ciertamente, era el modo más eficaz de sostener la certeza.

Desde nuestra perspectiva, se ha producido un doble cambio. En primer lugar, no necesitamos afirmar la forma física para sostener la presencia real de Jesús en la eucaristía. Y, en segundo lugar, desde un modelo no-dual, aun reconociendo el valor propio de la eucaristía, en su propio nivel, vemos con claridad que, dado que nada se halla separado de nada, no hay nada que no sea “cuerpo de Cristo”.

Eso significa que, cuando en la eucaristía, se pronuncian las palabras de Jesús: “Esto es mi cuerpo” (probablemente, él habría dicho: Esto soy yo), lo que hacemos es reconocer que todo es su cuerpo, en la no-dualidad que somos.

Desde este punto de vista, es cierto que cae la doctrina “tradicional”, en cuanto era un modo concreto y relativo de afirmar el misterio eucarístico, pero se enriquece infinitamente el contenido. La eucaristía deja de ser un rito particular, perteneciente a una religión, para verse como la celebración de una presencia en la que todos nos reconocemos. Una vez más, Jesús es el espejo en el que vemos lo que somos.

En el texto que venimos comentando, la eucaristía aparece prioritariamente vinculada a dos realidades: a la vida y a la unidad con Jesús.

De una forma u otra, como sustantivo o como verbo, el término vida o vivir aparece ocho veces en esas pocas líneas. De eso se trata: de vivir en plenitud. No es nada nuevo. El lector del cuarto evangelio sabe que ésa es la misión de Jesús: “que tengan vida y vida en abundancia” (evangelio de Juan 10,10).

Pero “vivir” no significa perpetuar el yo, sino experimentar que la Vida es nuestra identidad más profunda. Por eso, tampoco consiste en algo mágico: como si quien comiera el pan consagrado se “asegurara” la vida. Cuando accedemos a la experiencia que vivió Jesús, caemos en la cuenta –como él- de que somos Vida, una vida que no muere jamás. Desaparecen, se modifican, mueren las formas que palpamos y tenemos; permanece la Vida que somos.

Eso se produce simultáneamente a la experiencia de sabernos y sentirnos uno con Jesús y con el Padre, habitando (morando) en ellos, en la Unidad sin costuras que somos.

La expresión “vivir (morar) en Cristo” es típica de Juan: se trata de una fórmula para indicar la unidad entre el Padre y el Hijo (10,38; 14,10-11), entre Cristo y el creyente (6,56; 15,4-10), entre el Padre, el Hijo y el creyente (17,21-23).

Como decía, esa doble experiencia ocurre a la vez: nos experimentamos, al mismo tiempo, como Vida y como Unidad. Hemos visto nuestra Identidad profunda, que es una Identidad compartida.

En esta jornada del “Corpus Christi”, la Iglesia celebra también el “Día Mundial de la Caridad”. A pesar de lo raquítico que parece dedicar “un día” a una cuestión que debería ocuparnos los 365 días del año, la fecha está bien elegida. Caridad es otro nombre de Unidad. El amor y la compasión brotan de la comprensión de quienes somos.

Al experimentar nuestra Identidad, duelen más las terribles diferencias que hemos llegado a establecer entre nosotros en el reparto de los bienes de la tierra. Nos hallamos, tanto a nivel individual como colectivo, en el apogeo del yo, que lo quiere todo para sí y nunca tiene bastante. La apropiación y la insatisfacción son sus notas características. El es el que bloquea el amor y nos mantiene atrapados en esta estructura socioeconómica tan injusta.

No sorprende que quienes “han visto”, sean más lúcidos de las trampas en las que, como en una cadena, el ego nos atrapa. En el precioso librito “Sabiduría de un pobre”, en el que el franciscano Eloi Leclerc narra, con tanta finura como sabiduría y hasta encanto, la crisis que sufrió Francisco de Asís, se afirma que

“allí donde cada uno se esfuerza en hacerse un haber ya se ha acabado la verdadera comunidad de hermanos y amigos. Y que no se podrá nunca hacer que el hombre que tiene algunos bienes a la vista no tome espontáneamente una actitud defensiva respecto a los otros hombres.

Es eso lo que [Francisco] había explicado en otro tiempo al obispo de Asís, que se asombraba de la excesiva pobreza de los hermanos.

— «Señor obispo –le había dicho entonces-, si tenemos posesiones, nos harán falta armas para defenderlas».

El obispo lo había comprendido. Lo sabía por experiencia. Demasiado a menudo entonces los hombres de Iglesia tenían que hacerse hombres de armas para defender sus bienes”.

(Eloi LECLERC, Sabiduría de un pobre,
Marova, Barcelona 121992, p.59).

Necesitamos mucha lucidez, para que no nos ocurra como al asceta indio del siguiente cuento, que recoge Eugene DREWERMANN:

Había una vez un asceta indio que acudió a una buena escuela y aprendió lo poco que necesita el que lleva la humilde vida de los monjes. Tras terminar su formación, regresó al mundo. Pasado un tiempo, advirtió que por la noche, mientras dormía, los ratones se comían su taparrabos.

Para conservar su taparrabos, mendigó un gato que ahuyentara a los ratones. Pero el gato necesitaba leche, así que mendigó leche para el gato que expulsaba a los ratones que se comían su taparrabos. Con todo, resultaba demasiado fatigoso mendigar a diario leche para el gato.

El asceta cayó en la cuenta de que sería mucho más ventajoso mendigar una vaca que le diera la leche que necesitaba pata alimentar al gato que asustaba a los ratones que roían su taparrabos. Pero como las vacas necesitan mucho alimento, también tendría que mendigarlo.

Era más práctico mendigar una pradera para que pastara la vaca que daría la leche que necesitaba el gato que espantaba a los ratones que se comían su taparrabos.

Después necesitó gente que cuidara de su pradera, y comida y alojamiento para las personas que trabajaban en ella. También necesitó hombres que mantuvieran el orden en la casa en la que trabajaban las personas que cuidaban la pradera… Así pasó el tiempo.

Un día su maestro decidió hacerle una visita, y lo que vio lo dejó boquiabierto. «Pero, ¿qué has hecho con tu vida?», le preguntó. «Maestro, le explicó el discípulo, no te lo vas a creer: éste es el único modo que había de conservar mi taparrabos».

Eugene Drewemann, Sendas de salvación,
Desclée de Brouwer, Bilbao 2010, p.106

Así es. El mecanismo de la justificación puede introducirnos en una interminable espiral egocéntrica…, haciéndonos creer que no buscamos sino conservar el “taparrabos”.

Hemos dicho muchas veces que una de las características más destacadas del ego es la insatisfacción. Cuando el ego tiene mucho poder, la codicia y la ambición pueden llegar a extremos inimaginables.

«“Todo para nosotros y nada para los demás” parece haber sido la ruin máxima de los amos de la humanidad en las diversas épocas de la historia». Esta frase no es de Karl Marx ni de un izquierdista radical, sino del padre de la economía líberal, Adam Smith, y aparece en su obra más famosa La riqueza de las naciones, escrita en 1776.

Ese ego insaciable, dejado a su arbitrio, sin una “regulación” adecuada de los medios a su alcance, es quien nos ha conducido y nos mantiene en esta aguda crisis que, como siempre, pagan más quienes menos tienen, y la soportan quienes no la han provocado.



Enrique Martínez Lozano
www.enriquemartinezlozano.com

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