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sábado, 23 de julio de 2011

XVII Domingo del T.O. (Mt 13, 44-52 ) - Ciclo A: PARA NO ENVEJECER



La vejez trae consigo limitaciones importantes que todos conocemos. Los sentidos se entorpecen; comienza a fallar la memoria; se pierde la vitalidad de otros tiempos. Es lo propio de la edad avanzada. Pero hay también otros signos, que pueden aparecer a cualquier edad y que siempre revelan un proceso de envejecimiento espiritual.

Así sucede cuando la persona va recortando poco a poco el horizonte de su existencia y se contenta con «ir tirando». Nada nuevo aparece ya en su vida. Siempre los mismos hábitos, los mismos esquemas y costumbres. Ningún objetivo nuevo, ningún ideal. Sólo la rutina de siempre.

En el fondo, la persona se ha cerrado, tal vez, a toda llamada nueva que pueda transformar su existencia. No escucha esa voz interior que desde dentro, nos invita siempre a una vida más elevada, más generosa, más noble y más creativa.

El individuo corre entonces el riesgo de encerrarse en su propio egoísmo. La vida se reduce a buscar siempre las propias ventajas, lo que sirve al propio interés. No cuentan los demás. Cerrado en su pequeño mundo, el individuo ya no vive los acontecimientos que sacuden a la Humanidad, ni se conmueve ante las personas que sufren junto a él.

Pero, cuando el amor se apaga, se apaga también la vida. La persona no se comunica de verdad con nadie. No acierta a amar gratuitamente. La vida sigue, pero el individuo, envuelto en su mediocridad, ya no vibra con nada. Pronto percibirá en su corazón algo difícil de definir, pero que no está lejos del aburrimiento, la decepción, la soledad o el resentimiento.

No es fácil reaccionar y romper esa trayectoria decadente. La persona necesita encontrarse con algo que toque lo más hondo de su ser e infunda una luz y un sentido nuevo a su existencia. Algo que despierte en ella la dignidad y el deseo de una vida diferente. Algo que genere un estilo de vivir más generoso, más sano y más gozoso.

Para muchos, Dios es hoy una palabra gastada, un concepto vacío, algo así como un personaje cada vez más nebuloso y lejano. Por eso, puede sorprender que, en la pequeña «parábola del tesoro encontrado en el campo», Jesús presente el encuentro con Dios como una experiencia gozosa, capaz de transformar a la persona trastocando su vida entera.

Sin embargo, es así. El encuentro con Dios es siempre creador y transformador. No es posible la experiencia de Dios sin vivir, al mismo tiempo, la experiencia de una luz que ilumina todo de manera diferente, una alegría que abre horizontes nuevos a la vida, una fuerza honda que permite enfrentarse a la vida con confianza. Naturalmente, también en la vida del creyente hay momentos malos, de oscuridad y vacío, pero quien se ha encontrado de verdad con Dios ya no lo olvida.

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