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domingo, 14 de agosto de 2011

15 de Agosto: Fiesta de la Asunción de María: Para celebrar la belleza



Se abrieron las puertas del templo celeste de Dios y dentro de él se vio el arca de la alianza... Después apareció una figura portentosa en el cielo: una mujer vestida de sol... (Ap 11,19;12,1-6.10).
... El último enemigo aniquilado será la muerte... (1 Cor 15,20-26).
...¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?... (Lc 1,39-56).

Por qué emerge el desfase

La fiesta de hoy no soporta la rígida colocación en el ciclo litúrgico, sino que va inserta provocatoriamente en el cuadro de los ritos «profanos» que se celebran en estos días.

Entonces caemos en la cuenta de los desfases, del contraste más estridente.

Tomemos, por ejemplo, el texto del Apocalipsis. ¿Qué significado puede tener la lucha de la comunidad cristiana contra el dragón, contra las fuerzas del mal, en un tiempo de vacaciones, de permiso, durante el que se piensa gozar un poco de paz, de tranquilidad, dejando a la espalda problemas y líos?

¿Y qué sentido tiene esa imagen de mujer que huye al desierto, en un período de evasión, de aturdimiento colectivo, de afluencia en las playas en donde el encajonamiento de los cuerpos no deja espacio ni siquiera para la propia sombra, de asalto a los más renombrados países de montaña donde lo primero que queda vencido es el silencio, y la belleza de la naturaleza es profanada por la presencias bullangueras y obstaculizadoras (bajo la enseña de «después de mí el diluvio de las basuras...»)?

¿Y quién tiene ganas de escuchar la historia de los dos Adanes que san Pablo pretende contarnos en la primera Carta a los corintios? Se prefieren historias más «ligeras», más relajantes, tal como vienen proyectadas por las imágenes seductoras (alguno habla, con precisión de «descubiertas», visto lo que destaca en las que deberían ser las «cubiertas»), y por una literatura fabricada a posta para impedir pensar...

¿Y quién es ese ejemplar raro que tiene ganas de seguir todavía a Pablo cuando habla de victoria sobre la muerte y de recapitular todas las cosas en Cristo para hacerlas convergir hacia Dios como meta final, cuando la mayor parte de la gente frecuenta magos de todo tipo para tener el fármaco milagroso capaz de exprimir al máximo (tanto en términos de cantidad como de duración) la vida de aquí abajo?

Si además se tiene el coraje de hablar de un cántico titulado «Magnificat», existe el peligro de que alguno pregunte, bostezando, en qué festival ha sido presentado, por qué conjunto ha sido interpretado, y qué lugar ocupa en la clasificación de los discos más vendidos...

Un signo grandioso y al mismo tiempo modesto

Sin embargo, y a pesar del «aparcamiento» tan evidente respecto a las imágenes a las que todos se refieren en el período de «distracción» colectiva (muchos, durante las vacaciones, se distraen de las... distracciones precedentes) es necesario entendérselas con este signo «portentoso» y al mismo tiempo modesto que aparece en nuestro horizonte. Domina, en la liturgia de la solemnidad de hoy, la figura del arca. Signo de la alianza establecida entre Dios y su pueblo, y de la presencia de Dios en medio de la humanidad.

María ha sido siempre considerada, en la tradición cristiana, como el arca de la nueva alianza. Las palabras de Isabel que saludan la llegada de María a su casa recalcan exactamente las expresiones de David referidas al arca que viaja en dirección a Jerusalén (2 Sam 6,9). Interpretar este signo significa, entre otras cosas, interpretar correctamente la misión de la Iglesia en el mundo. En efecto, el acercamiento entre la madre del Señor y la comunidad de los creyentes constituye un paso obligado de toda la reflexión teológica. La dimensión mariológica y la dimensión eclesiológica son inseparables entre sí (y las dos hacen referencia a Cristo como centro obligado).

Despertar con algún «pero»...

Hoy se asiste a un difuso despertar de la devoción a la Virgen. Se trata de un fenómeno que se impone netamente a la atención y que asume manifestaciones y proporciones muy vistosas.

Pero es necesario verificar, con lucidez y coraje, si las formas y los contenidos son respetuosos con el dato evangélico, si contribuyen a un auténtico crecimiento de la fe, si denuncian una constante preocupación de tipo ecuménico (la presencia de la madre debe favorecer la unidad no constituir un impedimento -a veces incluso con ostentación- para la comunión fraterna).

Es necesario estar convencidos de que las distorsiones y las deformaciones en el campo de la devoción a la Virgen repercuten negativamente en la vida de la Iglesia, y termina por falsear su imagen más auténtica.

La que se señala como «floración maravillosa» puede ser también una excrescencia parasitaria y, por lo mismo, perjudicial para la vitalidad y fecundidad del árbol.

El pecado imperdonable es la profanación de la belleza.

Y la belleza se «ensucia» sobre todo por la falta de pudor, por la pérdida del sentido de las proporciones, por la falta de respeto a la armonía, por el abandono de la medida.

El devocionalismo más bochornoso, a pesar de que venga aceptado como religiosidad popular, precisamente porque está desenganchado de un contacto profundo con la Escritura, lejos de ser expresión de fe, denuncia sin piedad un vacío de fe.

Así como una fe que se engaña alimentándose de «milagrismo» tomado en grandes dosis, representa la derrota de la fe.

Debemos reconocerlo con franqueza: son tiempos bien tristes aquellos en que el culto de la Virgen no encuentra su colocación correcta y se pretende legitimar los excesos y la falta de buen sentido como pruebas de amor.

Ciertos «excesos» se acercan más al sacrilegio que a la piedad. La catedral del eterno silencio. Un poeta, el padre David María Turoldo, define a la Virgen como «la divina taciturna» y se dirige a ella con estas expresiones: «Tú, catedral del gran silencio».

Por otra parte, el evangelio nos presenta a María de Nazaret como una criatura de silencio, que elige la sombra, la ocultación. La Virgen es la que «no aparece» en primer plano. Su presencia está bajo el signo de la discreción, que no estorba para nada.

La Madre desaparece totalmente en el Hijo. Es el Verbo quien tiene que hablar, no ella (en Caná, en efecto, y es su testamento, dice: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5), o sea, no manda «escuchadme», sino «escuchadlo»).

Un Dios que se hace hombre, que se manifiesta visiblemente en nuestra carne, encuentra una madre que se atribuye la parte de la «no visibilidad».

No debemos extrañarnos, ni lamentarnos de que el evangelio esté salpicado, más que de palabras y apariciones de María, de su silencio y de su esconderse.

La custodia que lleva la Palabra es espléndida porque está labrada con la rara materia del silencio.

Los rasgos de la figura de la Madre no son ni llamativos ni bien definidos. Sus contornos se esfuman en la ilimitada transparencia del silencio.

El Misterio ha encontrado su justa colocación en la pequeñez, en la profundidad, en la limpieza de una criatura que tiene predilección por la penumbra.

No se llena el vacío con las palabras

Sería verdaderamente absurdo si en nuestro tiempo, que ha hecho callar al silencio, que ha sofocado su voz, la Virgen se convirtiese en un pretexto para aumentar el ruido ensordecedor de las charlatanerías, de las palabras rimbombantes.

María de Nazaret, por el contrario, debería ayudarnos a encontrar el silencio que se nos ha robado.

Ante esa obra de arte de Dios que es la Virgen («Una mujer vestida de sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas», Ap 12,1), la posición justa se define por el estupor, por la contemplación, por el silencio.

La «mujer», hoy, huye al desierto precisamente porque está amenazada por un dragón que, con la intención de rendirle honores, termina por desnaturalizar su papel.

El papa Juan XXIII, nada sospechoso en cuestión de devociones, advertía: «Con la Virgen es necesario ir muy despacio». O sea, evitar las violencias, las instrumentalizaciones, la retórica, los sentimentalismos.

La Virgen, en la narración de la anunciación, es lo opuesto a Zacarías, el sacerdote que pretende signos, que quiere ver, tocar, controlar, tener pruebas.

Ella, por el contrario, no pretende signos. Se fía de una Palabra. Se abandona, se declara disponible. Precisamente, porque es una creyente, no tiene necesidad de signos.

Y su silencio expresa plenitud, no mutilación (como, en cambio, es el mutismo del sacerdote Zacarías).

La devoción, a la Virgen es auténtica si nos hace frecuentar el terreno profundo de la interioridad, de la meditación, de la contemplación, del compromiso concreto, de la «cotidianidad del misterio», de la fe que se alimenta de fe y no de apariciones o de milagros.

La devoción a la Virgen es verdadera si se opone a nuestra civilización ruidosa, si representa un dique contra el diluvio de palabras que amenaza sumergirnos, si constituye un antídoto a la superficialidad, al «espectáculo», a la publicidad bulliciosa.

Si queremos que el mundo (también el eclesiástico) no se hunda estruendosamente en el vacío, debemos encontrar la fuerza para agarrarnos al silencio de la Virgen. Y aprender de ella a escuchar.

Y caer en la cuenta de que aplaudir no significa escuchar... Una Iglesia que apague las luces...

Imagen de la Virgen, imagen de la Iglesia.

La comunidad de creyentes no puede sino estar bajo el «signo» de María de Nazaret: humildad, modestia, simplicidad, actitud de servicio, capacidad de «desaparecer» para convertirse en transparencia de Alguien.

La Iglesia no debe preocuparse de hablar o de hacer hablar de sí misma.

Es necesario hacer un poco de silencio. Y entonces Dios emerge de nuevo, y el hombre vuelve a percibir su voz.

La Iglesia debe apagar todas las luces falsas, si quiere que Dios vuelva a ocupar el centro del mundo, la profundidad más secreta del corazón del hombre, y encender allí una llama minúscula que ya nadie logrará sofocar...

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