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lunes, 1 de agosto de 2011

Esforcémonos por Comprender el Suicidio

Por Ron Rolheiser (Tradicido por Carmelo Astiz, cmf)
Publicado por Ciudad Redonda
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Recientemente un amigo mío asistió a un funeral de un hombre que había dispuesto de su propia vida suicidándose. Al final del servicio religioso el hermano del finado habló a la asamblea cristiana. Después de destacar la generosidad y la sensibilidad de su hermano difunto y de compartir algunas anécdotas que contribuyeron a celebrar su vida, continuó diciendo algo sobre la forma de su muerte. De hecho, aquí transcribo sus palabras:
Cuando alguien es fulminado por el cáncer, pueden pasar tres cosas: Algunas veces, los médicos pueden tratar la enfermedad y, básicamente, ser capaces de sanarla. Otras veces los profesionales de la medicina no pueden sanar la enfermedad, pero pueden controlarla lo suficiente, de modo que la persona que padece cáncer puede vivir con la enfermedad el resto de su vida. En cambio, otras veces, el cáncer es de tal naturaleza que no se le puede tratar. Toda la medicina y los tratamientos en el mundo resultan impotentes, y la persona enferma muere.
Ciertas clases de depresión emocional funcionan de la misma manera: A veces se las puede tratar de forma que, efectivamente, la persona recupera la salud. Otras veces esas depresiones realmente no se pueden sanar, pero se las puede tratar y controlar, de forma que la persona puede vivir con la enfermedad toda su vida. Pero otras veces, lo mismo que ocurre con ciertas clases de cáncer, la enfermedad no tiene tratamiento eficaz, no hay quien la pare, ninguna intervención por nadie o por nada puede detener su avance. Finalmente mata a la persona y no hay nadie que pueda hacer nada. La depresión de mi hermano era de ese tipo, el tipo de cáncer terminal.
Creo que estas palabras pueden ser útiles para cualquiera de nosotros que haya sufrido la pérdida por suicidio de un ser querido. Toda muerte nos perturba, pero la muerte por suicidio nos deja una serie muy especial de cicatrices emocionales, morales y religiosas. El suicidio conlleva un dolor, un caos, una oscuridad y un estigma que hay que experimentarlos para comprenderlo. A veces negamos o queremos acallar esa perturbación múltiple, pero ella está siempre ahí, independientemente de nuestras creencias religiosas y morales. En efecto, como parte de su oscuridad y estigma, el suicidio no sólo nos arrebata a nuestros seres queridos, sino que también nos arrebata nuestro auténtico recuerdo sobre ellos. El don que ellos supusieron para nuestra vida ahora ya no lo celebramos. Nunca más hablamos de nuevo con sano orgullo sobre sus vidas. Sus retratos desaparecen de la pared, sus fotos las enterramos en el fondo de los cajones de los armarios, que nunca abrimos de nuevo, sus nombres los mencionamos cada vez menos en nuestras conversaciones y casi nunca hablamos de la forma cómo murieron. El suicidio nos arrebata a nuestros seres queridos de más maneras de lo que a veces admitimos.
Y no hay una respuesta fácil para cómo revertir eso totalmente; aunque una mejor comprensión del suicidio puede ser el comienzo.
No todos los suicidios son del mismo tipo. Algunos suicidios ocurren porque la persona es demasiado arrogante y dura de corazón para querer vivir en este mundo. Pero sostengo que eso es la excepción, no la norma. La mayoría de los suicidios, ciertamente todos los casos que yo he conocido, ocurren por la razón contraria, a saber, la persona está demasiado magullada y ultrasensible para tener la resistencia necesaria para seguir enfrentando la vida. En estos casos, y así ocurre en la inmensa mayoría de suicidios, la causa de muerte puede muy bien recibir el nombre de cáncer, cáncer emocional terminal. Lo mismo que ocurre con el cáncer físico, la persona que se suicida es arrebatada de esta vida contra su voluntad. La muerte por suicidio es el equivalente, en la esfera emocional, del cáncer, del derrame cerebral o del infarto de miocardio. Así, sus rasgos son los mismos que los del cáncer, del derrame o del infarto. La muerte puede ocurrir o bien por sorpresa o puede ser el producto final de una larga lucha que lentamente deteriora a la persona. En ambos casos, el suicidio resulta involuntario.
Como seres humanos, no somos ni puros ángeles ni puros animales, pero el cuerpo y el alma, ambos a la vez, son siempre un todo psicosomático. Y cualquiera de las dos partes puede fallar.
Esto nos puede ayudar a entender el suicidio, aunque una mejor comprensión no significará necesariamente que la oscuridad y el estigma que le rodean sencillamente pasarán. Seguiremos experimentando todavía muchas de las mismas sensaciones que sentíamos anteriormente frente al suicidio: Todavía nos sentiremos fatal. Sentiremos aún nuestro conflicto interior y nos dejaremos llevar por sentimientos de culpabilidad y de adivinación. Nos sentiremos todavía incómodos sobre el modo cómo murió esta persona, y sentiremos un cierto malestar al comentar sobre el modo de su muerte. Todavía sentiremos un cierto titubeo al intentar celebrar la vida de esa persona en la forma debida, añorando que la muerte hubiera ocurrido por causas naturales. Iremos aún a visitar nuestras tumbas con un agujero negro en nuestros corazones. El dolor de un suicidio deja su propia marca indeleble en el alma para siempre.
Pero, en un nivel diferente de compresión, alguna otra actitud va a abrirse paso, que nos ayudará a lidiar propiamente con todos esos sentimientos conflictivos, a saber, empatía y comprensión hacia alguien cuyo sistema inmune emocional se vino abajo. Y esa comprensión llevará también consigo el consuelo concomitante de que la empatía y comprensión de Dios sobre el suicida exceden con mucho a las nuestras propias.

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