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sábado, 6 de agosto de 2011

XIX Domingo del T.O. (Mt 14, 22-33) - Ciclo A: Por A. Pronzato


Por A. Pronzato

La ley de los espacios en blanco

El predicador no conocía la cueva de Elías

El otro día participaba en la Eucaristía dominical de incógnito, en medio del pueblo de Dios (una costumbre que me suelo practicar cuando voy al extranjero), en un país que me gusta mucho y en una catedral que, a pesar de su grandiosidad, nunca llega a intimidarme. Se puso a mi lado en el banco una señora que, después de hacer la señal de la cruz, me susurró al oído:

-Buenos días, señor...

Aquel detalle me calentó el corazón (algo que puede pasar ¡hasta en una asamblea litúrgica!).

Señalo, para evitar equívocos, que aquella mujer habría encendido ya al menos veinte velas del lampadario.

Y vino luego el sermón. Por desgracia, el calor se disipó enseguida. El sacerdote empezó a tronar contra una fantasmagórica «teología del silencio de Dios», contra la cual, visto el ardor que ponía, debía tener pendiente alguna cuestión personal.

Cuanto más se acaloraba, tanto más me enfriaba yo y me sentía molesto.

El efecto benéfico del «buenos días, señor» había desaparecido por completo.

Lo oía gritar (más que dirigirse a la gente, parecía que sus interlocutores fueran aquellos teólogos, responsables de todas las calamidades del mundo moderno):

«¡Que no digan tonterías! Dios no se calla, Dios nunca ha guardado silencio. Dios habla. Y hasta grita...».

Me resultaba un tanto indigesta la imagen de un Dios que no dejaba de hablar. Pero el predicador, sin tener en cuenta mi repugnancia, seguía impertérrito acalorándose cada vez más:

«Su voz es la más fuerte que pueda oírse en el mundo. Se impone a todas las demás. Somos nosotros los que no queremos oír, los que nos hacemos los sordos...».

Crucé furtivamente mi mirada con la mirada un poco atónita de la mujer. Me hizo un signo con la mano que parecía indicar resignación. O acaso se sentía culpable... o desafortunada...; y quería saber si quizás también yo estaba un poco sordo, o desconcertado, o simplemente era poco afortunado.

Le devolví una media sonrisa, lo más tranquilizante que pude, que intentaba decir: «¿Qué le vamos a hacer? Por lo visto, a veces se nos cruzan los cables».

Pensaba en Auschwitz. Me resultaba difícil imaginar que las víctimas, antes de «pasar por el camino», hubieran oído «gritar» a Dios. Pensaba en los desiertos de los antiguos monjes. Y no recordaba si alguno de aquellos solitarios se quejó alguna vez de que Dios levantara la voz.

Pensaba en Elías, metido en su cueva, obligado a reconocer que el Señor no acudía ya al clamor para hacerse oír, sino al ligero «susurro» de la brisa.

No pongo en duda nuestra proverbial sordera. Pero Dios no la vence hablando a todo gas. Intenta curarla acostumbrándonos a escuchar el «murmullo ligero» del silencio.

Elías, hasta entonces, había sido intérprete de un Dios cuya voz resonaba como el trueno.

Hasta entonces había sido un profeta fogoso y... fragoroso.

A partir de la famosa cueva, se inaugura otro tipo de experiencia. El mensaje se sintoniza en la longitud de onda del silencio.

O sea, a partir de entonces la cuestión no será ya la distinta intensidad del sonido. El tono y el estilo del testimonio serán radicalmente diferentes. Más discretos, más delicados, menos aparatosos, sin perder nada de su fuerza.

Elías sale de la caverna transformado. Capaz de sacudir a la gente, pero también de serenarla.

Sí, quizás mi ardoroso y congelante predicador debería haberse parado un poco en aquella cueva. Y se habría dado cuenta, con asombro, de que la teología del silencio de Dios nació allí y que no la inventaron los hombres.

De todas formas, me consolé parcialmente pensando, más allá del episodio, en una frase de Kierkegaard: «En el estado actual del mundo, la vida entera está enferma. Si fuera médico y alguien me pidiera consejo, le respondería: `¡Crea silencio! ¡Lleva al hombre al silencio!'. Sólo así se puede oír la palabra de Dios. Y si, utilizando medios ruidosos, se pronuncia con tanta intensidad que puede oírse aun en medio del estruendo, entonces no es ya palabra de Dios. Por tanto, crea silencio».

Pensé comentar todo aquello con mi vecina del banco. Pero ella, probablemente, no necesitaba el consuelo del filósofo danés.

Me limite a murmurarle, cuando llegó la hora de darnos la paz:

-Buenos días, señora.

Añadiendo, mentalmente, un deseo (dirigido también a mí):

-Y buena escucha del silencio de Dios.



Los espacios en blanco, o sea el mensaje del amor

Dios no se calla porque no tenga nada que decirnos ni porque se haya enfadado y quiera castigarnos quedándose mudo.

El silencio, en el lenguaje del amor, es mensaje, comunicación. «Cuando el amante habla a la amada, la amada escucha más su silencio que su palabra: `¡Cállate!', parece susurrar; `¡cállate para que pueda oírte!'» (Max Picard).

Sobre todo, el silencio es el único lenguaje del misterio (no puede haber adoración sin silencio). El silencio es revelación. El silencio es el lenguaje de las profundidades.

Diría que el silencio no es tanto la otra cara de la palabra, sino que él mismo es palabra.

Después de hablar, Dios se calla y nos pide silencio, no porque haya terminado de hablarnos, sino porque le quedan otras cosas que decir, otras confidencias, que sólo pueden expresarse con el silencio.

Ordinariamente las cosas divinas se confían al silencio. Es muy bella, a este propósito, la intuición de A. Neher:

«En la Biblia, la proposición o la frase o el capítulo o el libro no se interrumpen porque no haya ya nada que decir, sino porque lo no-dicho, lo no-decible querían decirse en ese momento. Y no podían decirse más que a través del silencio, cuyos espacios en blanco constituyen los signos de emergencia de una realidad y de una comunicación más profunda».

En efecto, en la tradición judía se cita una célebre sentencia rabínica, conocida también como «ley de los espacios en blanco». Dice: «Todo está escrito en los espacios en blanco entre una letra y la otra. Lo demás no importa».

Y nosotros, a quienes parece intolerable (aunque no en la forma obsesiva de «mi» predicador) el silencio de Dios, deberíamos prestar más atención a esos intervalos, detenernos en descifrar esos espacios en blanco. Si pasamos velozmente de una palabra a otra, de una página a la siguiente, y saltando rápidamente los espacios de lo «no dicho» y de lo «no decible», corremos el riesgo de perdernos gran parte de la comunicación.

...Y luego nos quejamos del silencio de Dios.

Cuando Elías, acurrucado en la cueva, percibió el «susurro» del silencio, no comentó con amargura: «También hoy el cielo está mudo; Dios me niega su palabra». Sino que se apresuró a salir, cubriéndose respetuosamente la cabeza con el manto, dispuesto a escuchar...



Urge liquidar a la gente

«Después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar...».

Es sin duda lo más difícil.

En la oración, Dios se hace el encontradizo; no es que nosotros lo alcancemos. Pero a la gente tenemos que despedirla nosotros. Somos nosotros los que tenemos que ausentarnos.

Somos nosotros quien tenemos que dejarla.

Somos nosotros los que debemos tomar distancias frente a la aglomeración en los lugares de la superficialidad, de los cuchicheos, de las trivialidades.

Somos nosotros quienes tenemos que negarnos a la disipación, a los ritos puramente exteriores, al reclamo del vacío.

No hay oración, o sea, no hay verdadero encuentro con Dios, si no tenemos ánimos para eliminar el estrépito, para oponernos a la dispersión, para volver las espaldas a los ceremoniales de la insignificancia, para atrevernos a aceptar la soledad, para decir no a las exigencias y apelaciones del eficientismo.

Para orar hay que despojarse de la agitación, dejar las prisas, renunciar a las propuestas atractivas del aparentar, recobrar la calma, descubrir de nuevo el sentido de la gratuidad, dejarse tentar por lo inútil, que por otra parte es «lo único necesario».

Cristo despide a la gente, después de haberla saciado tanto con el pan de la palabra como con el otro pan.

En cierto sentido, huye. Pero también esta fuga a la montaña, para dedicarse a la oración, puede ser un aspecto de aquella «compasión» por la gente que había provocado el milagro.

Tener piedad de los otros (¡y también de nosotros mismos!) supone, muchas veces, tener que alejarse.

«Ir al encuentro», a veces, puede significar detenerse, desaparecer.

Los dos intervalos (y en medio la primera murmuración clerical) Se me ha ocurrido pensar cómo interpretarían los otros la pretensión de Pedro de apartarse de los demás y de llegar él solo hasta el Maestro, caminando sobre las aguas.

Quizás haya en esta idea un poco de malicia. Pido excusas por ello. Pero sospecho que la primera murmuración clerical nació precisamente en aquella barca.

La segunda -esta vez documentada por el evangelio- se desencadenó cuando Santiago y Juan -quién sabe si con la complicidad de la madre, o sin necesidad de intermediaria- presentaron su petición formal de ocupar los dos puestos de honor junto al trono del Señor.

En el episodio que tiene a Pedro por protagonista hay dos «intervalos» (¿espacios en blanco también éstos?) que me gusta subrayar. El primero debe colocarse entre la invitación de Cristo, «¡ven!», y el abandono de la barca para intentar los primeros pasos sobre las olas.

El segundo se da entre el momento en que Pedro, lleno de miedo, grita: «¡Señor, sálvame!» y la mano tendida de Jesús para agarrar al náufrago culpable de «poca fe».

En el primer intervalo domina la presunción. En el segundo, la confianza.

Pero la trayectoria es la misma: en los dos casos Pedro va hacia el Señor. La diferencia está en el modo.

Hay un modo pretencioso, presuntuoso, que hace que se vaya a pique.

Y hay una actitud de fondo, formada por la conciencia de su propio peso, que le permite ser agarrado por él.

Un poco más tarde (Mt 16, 18-19) Simón será puesto como «roca». Evidentemente, Cristo no tuvo en cuenta que aquella piedra podría también... hundirse.

Me atrevería a decir que Pedro da confianza precisamente porque, arriesgándose a ir al fondo como cualquiera de nosotros, puede ayudarnos, en cuanto experto en pesadez y en «poca fe», a tender las manos hacia el único que salva.

Y es hermoso que, junto con Pedro y con todos los demás, después de tantos extravíos, miedos e infortunios, nos unamos a él en el gesto de adoración (éste sí que es un terreno sólido, aun en medio del mar) y que susurremos: «Realmente eres el Hijo de Dios».

Probablemente Pedro ya no volvió a intentar un paseo sobre las olas.

A nosotros ni siquiera se nos ocurrirá.

Al Señor no se va ni volando ni caminando sobre el mar.

Lo importante es aprender a dar los pasos justos por los caminos del mundo, sin apartarnos de nadie.

Pablo, en la segunda lectura, nos dice con sinceridad que no pretende en absoluto separarse de los judíos. Llega incluso a decir que estaría dispuesto a verse separado de Cristo, a verse excomulgado, si su gesto loco y blasfemo sirviera para recuperar a sus propios hermanos.

Sí, lo mejor es caminar juntos por esta tierra.

E intentar hacerlo, a ser posible, sobre la punta de los pies... (En cuanto al gritar, un verbo que le gustaba tanto a «mi» predicador, ¡en fin, no está prohibido! También Pedro lo hizo. Para mostrar que tenía miedo...).

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