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jueves, 29 de septiembre de 2011

XXVII Domingo del T.O. (Mt 21,33-43) - Ciclo A: EL FIN DE LA IGLESIA



¿Cuál es el fin de la Iglesia? ¿Para qué está en el mundo la comunidad cristiana? ¿Cuál debe ser la preocupación prin­cipal de los miembros de la misma? He aquí algunas preguntas que, por no haber sido resueltas acertadamente, han provocado algunos de los mayores errores de la historia de la Iglesia.

LA VIÑA

De nuevo, como el domingo pasado, Jesús utiliza la ima­gen de la viña para referirse al pueblo de Dios, al reino de Dios. La imagen era clásica en la literatura del Antiguo Testa­mento (Is 5,1-7; Jr 2,21; Ez 15,1-8; Os 10,1-8; Sal 80,9-19). De hecho, las palabras con las que comienza la parábola perte­necen a un hermoso poema del profeta Isaías: «... plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó un lagar, construyó la torre del guarda...» (Is 5,1-2). En aquel poema el profeta reflejaba la desilusión de Dios, que después de haber cuidado con todo cariño a su viña -su pueblo: «la viña del Señor de los Ejér­citos es la casa de Israel» (5,7)-, cuando llegó la hora de la vendimia aquélla sólo produjo uvas amargas: «Esperó de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos; esperó justicia, y ahí tenéis: lamentos» (5,7).

Jesús aplica aquel poema a la situación en la que vive. Y mediante la parábola que estamos comentando denuncia que Dios sigue desilusionado porque tampoco ahora puede disfrutar de los frutos de su viña. Pero en esta ocasión Jesús señala además quiénes son los responsables de la situación: los labradores a los que el dueño arrendó la viña, que repre­sentan a los dirigentes del pueblo de Israel. Su misión era tra­bajar para que Israel diera el fruto que corresponde al pueblo de Dios: la justicia y el derecho, el amor a Dios y el amor al prójimo, pero...


LOS LABRADORES

Cuando llegó el tiempo de la vendimia, el dueño de la viña envió por dos veces a sus criados a recoger la renta; pero las dos veces los labradores no sólo no se la dieron, sino que los apalearon, los mataron y los apedrearon.

En el poema de Isaías la reacción del dueño de la viña es terrible: «Pues ahora os diré a vosotros lo que voy a hacer con mi viña: quitar su valla para que sirva de pasto, derruir su tapia para que la pisoteen. La dejaré arrasada: no la poda­rán ni la escardarán, crecerán zarzas y cardos; prohibiré a las nubes que lluevan sobre ella» (5,5-6). Pero Isaías no conocía del todo al dueño de aquella viña, no conocía al Dios/Padre de Jesús. Según la parábola, el dueño de la viña da una tercera oportunidad a aquellos labradores. Y les envía su hijo para ver si, al menos a él, le hacen caso: «Por último les envió a su hijo, diciéndose: A mi hijo lo respetarán». Y es entonces cuando la intención de aquellos labradores se deja ver con toda claridad: «Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: Este es el heredero: venga, lo matamos y nos quedamos con su herencia». Ellos querían ocupar el lugar del dueño de la viña, pretendían quedarse con la herencia. Y echan de la viña al heredero. Y la renta que le dan es la muerte. «Esperó de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos» (Is 5,7).

La acusación es terrible: son ellos, los dirigentes religio­sos del pueblo, los que han impedido conscientemente que el proyecto de Dios -un pueblo organizado sobre los pilares de la justicia y el derecho- se hiciera realidad en Israel. Son ellos los que han impedido que el pueblo sea de verdad el rei­no de Dios, porque han querido ser ellos los reyes.

Y, ahora sí, Dios, el dueño de la viña, pronuncia su sen­tencia definitiva: «... se os quitará a vosotros el reino de Dios y se le dará a un pueblo que produzca sus frutos».


OTRO PUEBLO

Dios no va a destruir a su pueblo, como parecía anunciar Isaías. Pero va a ofrecer a otro pueblo la posibilidad de reali­zar su proyecto, el reino de Dios.

De ese pueblo, que estará formado por todos los que den su adhesión a Jesús Mesías y se pongan de su parte, se espera lo que se esperó del antiguo: que dé el fruto debido a su tiempo.

Ese pueblo somos nosotros. Y el fruto que el Padre espera es todo aquello que contribuye a ir transformando este mundo hasta convertirlo en un mundo de hermanos: la justicia, la libertad y la liberación de los hombres y de los pueblos, la igualdad, la paz, la vida, el amor y la fraternidad...

Ese pueblo es la Iglesia, la comunidad cristiana. Y cuando pensamos en ella, eso es lo que nos debe preocupar: no su prestigio humano, ni sus éxitos políticos, ni sus privilegios en la sociedad civil. Sólo debe preocuparnos de verdad si el fruto que estamos dando es el que el Padre espera: ser para los hombres el lugar en el que ellos puedan vivir como hijos de Dios y hermanos de sus hermanos. Sin convertir jamás a la Iglesia en fin en sí misma. Eso sería volver a traicionar al due­ño de la viña.

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