Por Javier Garrido
Palabra
La fiesta de todos los Santos está asociada a la conmemoración de los difuntos y, al estar colocada al comienzo de noviembre, concentra los temas fronterizos de la esperanza cristiana: el recuerdo de los seres queridos que hemos perdido, la promesa de nuestra inmortalidad, la nueva humanidad convocada en el cielo para una eternidad dichosa...
El Evangelio de hoy no nos permite aferrarnos a nuestras añoranzas afectivas ni a consuelos ultraterrenos. Nos devuelve al realismo de las Bienaventuranzas, al retrato del verdadero discípulo de Jesús.
Así fueron nuestros hermanos que nos precedieron en la fe y en la gracia del Espíritu Santo, la gran familia de los que han muerto en Jesucristo, el Señor de vivos y muertos.
Vida
El cristiano está acostumbrado a «la frontera»;
a no considerar nada como horizonte cerrado, ni el sufrimiento, ni la muerte, ni siquiera el pecado, pues todo ello ha pasado con el Crucificado a la vida eterna;
a hacer de lo más pasivo (la pobreza, la no-violencia, la simplicidad del corazón) lo más activo (amor confiado y tenaz, devorado por el bien del prójimo);
a transformar la ineficacia e impotencia en sabiduría de lo esencial (la libertad interior y la vida teologal);
a proclamar la muerte en camino de la Vida.
La fiesta de todos los Santos es ocasión óptima para mirar la vida finita con ojos de eternidad. No se trata de evadirnos, sino de dar a la realidad el peso de verdad que tiene. ¡Se ve todo tan distinto cuando se piensa en la muerte o en la vida del Cielo!
Cuando nos cansamos de luchar, de hacer el tonto, viendo cómo los otros se aprovechan de nuestros principios cristianos, cuando la esperanza decae, nuestros hermanos los santos nos alientan. Con Pedro: «¿A quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna?» Con Pablo: «Sé de Quién me he fiado».
Si los santos gigantes te desaniman, recuerda alguna persona auténticamente creyente, bondadosa y fiel, que has conocido. Los santos suelen estar más cerca de lo que creemos.
La fiesta de todos los Santos está asociada a la conmemoración de los difuntos y, al estar colocada al comienzo de noviembre, concentra los temas fronterizos de la esperanza cristiana: el recuerdo de los seres queridos que hemos perdido, la promesa de nuestra inmortalidad, la nueva humanidad convocada en el cielo para una eternidad dichosa...
El Evangelio de hoy no nos permite aferrarnos a nuestras añoranzas afectivas ni a consuelos ultraterrenos. Nos devuelve al realismo de las Bienaventuranzas, al retrato del verdadero discípulo de Jesús.
Así fueron nuestros hermanos que nos precedieron en la fe y en la gracia del Espíritu Santo, la gran familia de los que han muerto en Jesucristo, el Señor de vivos y muertos.
Vida
El cristiano está acostumbrado a «la frontera»;
a no considerar nada como horizonte cerrado, ni el sufrimiento, ni la muerte, ni siquiera el pecado, pues todo ello ha pasado con el Crucificado a la vida eterna;
a hacer de lo más pasivo (la pobreza, la no-violencia, la simplicidad del corazón) lo más activo (amor confiado y tenaz, devorado por el bien del prójimo);
a transformar la ineficacia e impotencia en sabiduría de lo esencial (la libertad interior y la vida teologal);
a proclamar la muerte en camino de la Vida.
La fiesta de todos los Santos es ocasión óptima para mirar la vida finita con ojos de eternidad. No se trata de evadirnos, sino de dar a la realidad el peso de verdad que tiene. ¡Se ve todo tan distinto cuando se piensa en la muerte o en la vida del Cielo!
Cuando nos cansamos de luchar, de hacer el tonto, viendo cómo los otros se aprovechan de nuestros principios cristianos, cuando la esperanza decae, nuestros hermanos los santos nos alientan. Con Pedro: «¿A quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna?» Con Pablo: «Sé de Quién me he fiado».
Si los santos gigantes te desaniman, recuerda alguna persona auténticamente creyente, bondadosa y fiel, que has conocido. Los santos suelen estar más cerca de lo que creemos.
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