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jueves, 29 de diciembre de 2011

Evangelio Misionero del Día: 30 de Diciembre de 2011 - LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ. (FIESTA)


Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 2, 22-40

Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación de ellos, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor». También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:
«Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz,
como lo has prometido,
porque mis ojos han visto la salvación
que preparaste delante de todos los pueblos:
luz para iluminar a las naciones paganas
y gloria de tu pueblo Israel».
Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de Él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos».
Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con Él.

Compartiendo la Palabra
Por Rosa Ruiz. Misionera Claretiana

Hoy es un día para orar por la familia, por todas las familias y saber que el mismo Dios quiso vivir en familia. Desde muy pronto, la teología cristiana vio muy pronto que esto de “ser familia” tiene mucho que ver con el Dios cristiano. Lo más claro es Jesús, en el Dios que se encarna y que lo hace en lo concreto y sencillo de un lugar cualquiera... pero en familia. Eso sí, una familia que no era precisamente la “norma” o lo habitual en la comunidad judía (y sin embargo, familia y familia bendecida por Dios como ninguna otra). Pero esa familia encarnada sólo es reflejo –imagen y semejanza podríamos afirmar- de la familia que es Dios mismo, Dios Trinidad, Padre Hijo y Espíritu Santo. Quizá te suene un poco forzado o un poco elevado o un poco... ¡imposible! Quizá. Pero, ¿acaso no sería hermoso creer de verdad que nuestro Dios es familia, que todo ser vivo es familia de algún modo, ¡y cuanto más el ser humano, imagen y semejanza de Dios! Quizá, entonces, pondríamos el acento de lo irrenunciable en otras cosas. No subrayaríamos como lo esencial de la familia cristiana algo que no tuviera que ver con la Trinidad misma... “Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada”, dice Pablo en la segunda lectura de hoy. Ahí está el corazón de la familia, de la sagrada familia y de toda familia que quiera ser santa, que quiera ser más humana y más evangélica.
Un día más, la liturgia pone delante de nuestros ojos y nuestro corazón el amor.... No un amor blandengue que termina en cuanto nos damos la vuelta... No un amor que enjuicia continuamente y supone tener el criterio eterno para decir qué es y qué no es buen, bello y verdadero... No... El amor de Dios Trinidad, el amor de Nazaret hecho humano y limitado, parece que se acerca más bien a esa escucha total y absoluta, esa disponibilidad tan grande que es entrega, esa gracia que acompaña de tal modo a quien se deja, que como si fuéramos un niño más, nos hace crecer y robustecernos, llenarnos de sabiduría... Es decir, nos hace ser un poquito más como Jesús, que “iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba”. Que así sea.

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