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martes, 7 de febrero de 2012

Trabajar para unos pocos


Organizaciones que se dedican a las causas más complejas y sostienen que todo el esfuerzo vale la pena, con tal de mejorar una vida

Por Micaela Urdinez | LA NACION

En la era de la multiplicación, del reinado de la cantidad, del impacto medido en términos de números, ellos se mueven en el casi obsoleto mundo de las unidades y los decimales. Porque cuando se trabaja con personas con realidades demasiado vulnerables, lo importante no son las cifras sino el cuerpo a cuerpo, la entrega absoluta y el amor incondicional. Entonces ya no es relevante si son uno, cinco o diez, sino que el foco está puesto en las mejoras que reciben estas personas en su día a día.

Estos son justamente los destinatarios de las organizaciones sociales que eligen trabajar para las minorías, para unos pocos, para las causas perdidas. Son las que destinan todos sus recursos humanos y económicos a mejorar la calidad de vida de chicos con VIH, de personas con discapacidad mental, de jóvenes adictos al paco, de mujeres en situación de trata o de acompañar en sus últimos días a enfermos terminales.

Adalides de lo imposible, están convencidos de que vale la pena todo esfuerzo con tal de salvar una vida, de calmar una angustia, de escuchar una pena, de recibir una sonrisa o un abrazo de agradecimiento. Por eso, se ponen la armadura contra las frustraciones y salen al campo de batalla en inferioridad de condiciones, pero dispuestos a dar lo que haga falta por una causa.

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Siempre se dedicó a trabajar en temas de derechos humanos pero la primera vez que escuchó el testimonio de una mujer víctima del tráfico de personas, su vida cambió para siempre. "Cuando te enterás de los sufrimientos de las víctimas, de las cosas que les hacen, de la situación de desamparo en la que están y la profunda injusticia que esto representa, uno no puede tomar otra actitud que hacer algo. Es como saber que hay esclavos a la vuelta de tu casa y no hacer nada. No puedo hacer la vista gorda y salir a comprar la camisa más barata en La Salada", explica Mercedes Assorati, responsable del Programa Esclavitud Cero de la Fundación El Otro, que vivió 10 años en Colombia luchando contra los carteles de la droga y sus aberraciones, y hoy siente que hace lo mismo pero en la Argentina. "Paulatinamente, el crimen organizado va tomando el control de más actividades: como la industria textil y la prostitución. Lo que no es trata, tiene una línea divisoria tan delgada que no sabés si es o no trata porque son situaciones de explotación descarnada. No hay situación de violación de los derechos humanos que me parezca más acuciante y que necesite mayor intervención. De hecho, creo que la trata es el desafío más grande en relación a los derechos humanos en el siglo XXI".

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Los días de Mercedes se diluyen en una tarea titánica que implica sortear la burocracia estatal, lidiar con la corrupción en todas sus formas, ver como miles de denuncias quedan sin efecto y tolerar que los prostíbulos sigan abiertos y los tratantes impunes. Lo único que la salva del desconsuelo, es el contacto directo con las víctimas y saber que colabora de alguna manera en sanar el corazón de estas personas que cargarán con cicatrices el resto de sus vidas. Supervisa cerca de 30 casos por año, de los que estima que sólo 5 tienen un final feliz. Las cifras no son alentadoras, pero las historias de vida sí. "Cada vez que nos agarra la frustración, pensamos que con tal de salvar a una persona, ya vale la pena. Porque cuando las cosas salen bien, tenés una víctima que te sonríe, que empezó a trabajar, que consiguió un departamento. El año pasado hubo una chiquita en Chile que se iba a ir a México con un tratante. Hablamos con diferentes organismos y ONG del lugar, y cuando la chica llegó a México había una comitiva de 15 personas esperándola. Hoy está bien y controlada. También tuvimos el caso de una nena cuya madre había desaparecido víctima de trata y la restituimos a la abuela. Otro caso es el de una chiquita que pasó por distintas formas de trata, los padres murieron y la tía la hacía trabajar en servidumbre doméstica, después en un taller en Buenos Aires, se puso de novia con un chico que la metió en la trata, se escapó 2 veces y hoy ya terminó el secundario, estudió peluquería y está trabajando", cuenta Mercedes, que guarda estos éxitos como tesoros en su corazón.

A todas ellas, les hacen un seguimiento para que no vuelvan a caer en las redes de tráfico y puedan reinsertarse socialmente. Las ayudan con la tenencia de sus hijos, a hacer juicios laborales si fueron víctimas de trata laboral, a obtener su DNI, a conseguir un trabajo digno y a restituir el resto de los derechos que fueron vulnerados. De esta forma, Assorati siente que está haciendo algo valioso para cada una de estas chicas, para toda la sociedad pero también para su familia. "Si no hago nada, las redes de crimen organizado van a tener paulatinamente más control. Y cuando me quiera acordar a mi hija también me la van a hacer desaparecer".

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Romina es una explosión de alegría y energía. A sus treinta y pico, se mueve en una especie de baile en el que suma en brazos a su hijo de un año y medio. Esta imagen es la antítesis de esa adolescente que perdió 7 años de su vida en situación de calle en la villa 21-24 de Barracas, consumida por las drogas y sin tener control sobre su vida. Esto la llevó a no poder hacerse cargo de sus primeros 4 hijos, pero cuando quedó embarazada del quinto, el contar con la contención y la incondicionalidad del Padre Charly y de Patricia Figueroa, ambos del Hogar de Cristo, pudo finalmente salir del pozo y volver a sonreír.

El Padre Charly es uno de los curas villeros que hacen carne la consigna de "dar hasta que duela" y junto con a la ayuda voluntaria de Figueroa, se ocupan de los casos más complejos en el Hogar de Cristo, el programa de recuperación de la adicción a las drogas de la Parroquia Virgen de Caacupé de Barracas. El fin del proyecto es reinsertar en la sociedad a los jóvenes consumidores de paco específicamente y otras drogas, fortaleciendo sus virtudes para lograr un mejor nivel de vida sin consumo, trabajando y estudiando.

La parroquia busca acompañar toda la realidad de la villa y por eso trabaja en la prevención para llegar a los pibes antes que otras propuestas como el paco o la delincuencia. Para eso realizan un trabajo cuerpo a cuerpo, acompañando a cada uno, recibiendo la complejidades que traen sin prejuicios morales.

"La mirada religiosa es diferente a la estadística. No miramos números ni porcentajes sino que nos importa cada persona. Por un lado uno tiene una desazón grande cuando piensa que en el tiempo que nos lleva salvar a uno, son cientos lo que empezaron a consumir. En esa relación perdemos siempre pero sabemos que ganamos en la lucha individual, en el uno a uno", sostiene Charly.

Romina siguió consumiendo durante todo su embarazo y hasta llegó a pensar en vender a su hijo con tal de conseguir más plata para seguir alimentando su vicio. "La empezamos a llevar a la Sardá para hacerle los controles y ella confiaba en que nosotros la queríamos ayudar desde el corazón. Su embarazo tuvo muchas complicaciones y el bebé nació con un kilo nomás. Era uno de esos casos que eran imposibles incluso desde mi propia mirada. Pero gracias al amor, la paciencia y el estar pudimos acompañarla a esta vida y eso es un gran éxito", explica Figueroa, que empezó dándole mate cocido a los chicos que rancheaban en la calle y sostiene que la herramienta básica que usan es el amor. "Es imposible medir el éxito o el fracaso en estos temas, porque hoy capaz que están bien pero mañana vuelven a caer. Esto no es pescar con red sino con anzuelo, es uno a uno", resume.

Romina estuvo acompañada durante el embarazo y el parto. Inmediatamente después se internó durante 4 meses en Viaje de Vuelta y hoy vive en La Casita de San Miguel, un proyecto que incluye varias casas en el barrio en las que conviven personas con realidades vulnerables de manera amigables. Tiene a su hijo de un año y medio, está en pareja y se reencontró con sus hermanos y con sus otros hijos. "Ellos estuvieron todo el tiempo. Si no fuera por Charly y Patri hoy no estaría junto a mi hijo", dice Romina, que hoy va todos los días al hogar y colabora en la Guardería siendo una madre cuidadora.

Cerca de 500 chicos y jóvenes pasaron por el hogar, que en su mayoría siguen acompañando. Muchos participan de algunas actividades o talleres, y también reciben acompañamiento en su reinserción social en tema de educación, trabajo, documentación, salud y subsidios.

"Los chicos saben que pase lo que pase pueden volver y los vamos a recibir. Y se obran milagros que no los hacemos nosotros sino que somos simples intermediarios. El secreto es tratar de no ver el fracaso porque todo lo que se hace con amor deja una marca positiva. También hay que aprender que el éxito no se puede medir en función de nuestras propias expectativas y por eso nosotros elegimos armar con cada chico sus propios proyectos", agrega Figueroa.

Para Charly, el legado del Hogar de Cristo tiene un impacto testimonial porque muestra a una Iglesia trabajando por una situación de exclusión total y fiel al camino de Dios, y por el otro un impacto dentro de la villa porque en todos los barrios hay algún chico que se recuperó gracias a su intervención. "En la reunión de fin de año había 15 chicos que estaban en este camino. Y eso abre la esperanza y refuerza la idea de que se puede salir", concluye.

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Para Vicky Acosta -madre del corazón de 30 chicos que pasaron en tránsito por su casa- lo más importante es que cada chico sepa que alguien lo quiere, que alguien lo elige, que alguien lo cuida. Por eso es una de las fundadoras de Familias de Esperanza, una organización especializada en acogimiento familiar y que ahora dirige dos hogares que albergan a 65 chicos en situaciones vulnerables.

"Creo que una vez que te metés en la minoridad en riesgo y tomás contacto con la crueldad de la que la gente es capaz, nunca volvés a ser la misma. Esta vocación me ayuda a mejorar como madre y como persona. Y creo que familiarmente también hemos crecido todos. Hasta hace un mes tuvimos en casa una chiquita que encontraron en la vía pública, pesando un kilo y medio y con hipotermia. Estuvo 3 meses con nosotros y después salió en adopción", cuenta esta mujer que hizo del ser madre, su motor de vida. Tiene 7 hijos biológicos - la última con Síndrome de Down - y además adoptaron un octavo, que también tiene Síndrome de Down.

"He tenido muchos chicos, algunos tres días y otros tres años. Grupos de hermanos, chicos con discapacidad. Todo este esfuerzo vale la pena con tal de devolverle a la persona su dignidad. Entonces uno no piensa en los números o cantidad, sino en cada persona. Son chicos que necesitan que le brindes todo porque muchas veces hasta les tenés que devolver las ganas de vivir, les tenés que buscar la mirada, conseguir que te dejen apretarle la manito y lograr que vuelvan a confiar en los adultos. Entonces uno además siente que pudo hacer un cambio positivo en sus vidas", explica Acosta, que mamó en su casa esto de la responsabilidad civil y siempre estuvo metida en el trabajo social.

Cada uno de los chicos que pasaron por su casa la marcaron de una manera diferente pero también tuvo un contacto cotidiano con los chicos que empezaron a vivir en los hogares de menores de la entidad. Y cuando piensa en ellos, Cristina Manitto -pasó de los 7 a los 17 años en uno de los hogares- ocupa sin dudas un lugar especial en su corazón. "Vicky nos llevaba de vacaciones a Córdoba con toda su familia, iba a su casa y me quedaba a dormir, jugaba con sus hijas, los domingos nos llevaba a misa y después a tomar un helado o nos iba a buscar al colegio. Sus hijos son buenísimos y siempre me trataron como una más de la familia", cuenta esta mujer de 20 años que hoy está en pareja, está terminando algunas materias que debe del secundario y tiene un hijo de un año.

"Creo que si no hubiera estado en el hogar, no sería la persona que soy ahora. Y por eso siempre lo voy a considerar mi casa. Allí tuve una infancia feliz, llena de amor, paz, alegría, contención y esperanza. A Vicky la quiero un montón y siempre le digo que es madre que hubiera querido tener", agrega Manitto, que una vez por mes se junta con su "madrina" para ponerse al día y charlar de sus vidas.

Acosta, por su parte, sigue abriendo las puertas de su casa y de su familia para recibir a los niños que hagan falta. "Son chicos que necesitan ver una familia en la que uno prioriza la palabra al golpe, en donde reciben amor y donde ven que también existen los límites. Se habla, se reta y se abraza. Y eso también es bueno", concluye Acosta.

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"A mí me gustaría morirme acompañada", sostiene Roxana Amuchástegui de Rey Nores y por eso dedica su vida a esta noble tarea en La Casa de la Bondad de la Fundación Manos Abiertas, en Córdoba. Actualmente son 10 las personas que pasan sus últimos días en este hospice que realiza cuidados paliativos a personas con enfermedades terminales.

"No hay nada curativo. Ni aceleramos ni postergamos la muerte de los pacientes. Lo único que hacemos es acompañarlos, estar con ellos y tratar que tengan la mejor calidad de vida hasta último momento, sin dolor", explica Amuchástegui, trabajadora social y vicedirectora del hogar por el que ya pasaron 300 personas y que tiene una capacidad de 15 camas.

Los pacientes llegan muy "golpeados", con muchas carencias económicas y afectivas, y Amuchástegui -junto a un grupo interdisciplinario de profesionales y voluntarios- se ocupan de sanar muchas heridas, justo en la etapa más difícil de sus vidas porque es cuando se enfrentan a la muerte. "Con muy poco, como ser una atención cariñosa, lográs que personas duras, sufridas, se vayan contenidas y en paz. Cuando ellas logran dejarse querer, y aceptar esta realidad, y te permiten estar cerca, hay una gran alegría. Algunos nos dan unas clases de vida impresionantes. Se reconcilian con ellos mismos, con sus familiares. El que queda, queda en paz. Y el que se va, se va en paz", resume Amuchástegui, que recuerda que gracias a su fe religiosa, no ve a la muerte como una tragedia sino como el comienzo de otra vida.

Los pacientes pasan un promedio de 6 meses con ellos, en los que además de recibir mucho amor y contención, tienen la posibilidad de reconciliarse con ellos mismos y con sus seres queridos. Mientras tanto reciben la mejor atención médica y la ternura de más de 200 voluntarios que los lavan, los alimentan, los cambian de posición, conversan con ellos, los escuchan y comparten momentos.

"Cada uno de ellos que podemos cuidar y se muere en paz, para nosotros es un logro enorme", agrega Amuchástegui, una ejemplo de amabilidad y dulzura.

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Los chicos se le cuelgan del cuello, de los brazos, de las piernas. Sentada en un banco del jardín, Silvia Casas disfruta de ser la fuente de amor de estos 17 corazones que tanto la reclaman. Ella, junto a su marido, fueron el primer matrimonio en adoptar a un chico con VIH en 1990 y hoy es la responsable del Hogar MANU, en Monte Grande, provincia de Buenos Aires, el único en el país especializado en recibir chicos con VIH.

"Todo lo que hacemos vale la pena por el resultado. Yo no siento que estemos ayudando a unos pocos porque estamos ayudando a algo mucho más grande que es una causa: la de los chicos desamparados con VIH. Y además, logramos demostrar que este tema se puede abordar de una forma integral y exitosa, y que otros pueden replicarlo", sostiene Casas, que viste anteojos negros porque se contagió de conjuntivitis de uno de los chicos. Se levanta los lentes para mostrar unos ojos inyectados en sangre y dice: "Esto también vale la pena".

Hoy en día el hogar cuenta con chicos de 9 a 17 años que llegan derivados de los Centros Zonales de Promoción y Protección de los Derechos de Infancia y también de los servicios sociales de los hospitales. En su mayoría, son chicos que provienen de hogares de alta vulnerabilidad y que sufrieron situaciones de abandono. Por eso los primeros tiempos consisten en un trabajo cuerpo a cuerpo con ellos, para poder integrarlos al hogar y darles todo el amor que necesitan.

"La idea es que los chicos se revinculen con sus familiares pero lamentablemente eso es lo que menos ocurre. Ahí es el juez el que decide si los ponen en situación de adoptabilidad, pero lo cierto es que tenemos estadías mucho más largas de las deseadas", cuenta Casas. De hecho, en 10 años de vida, sólo consiguieron 4 revinculaciones con las familias de origen. Pero hay otras cifras que son más alentadoras: 15 chicos con VIH salieron en adopción o guardas con familias que participan de su programa de Hogares, 10 bebés se fueron con diagnóstico negativo y se entregaron a través del registro de adoptantes y 10 fueron derivados a otros institutos por temás más complejos, como adicciones.

Además de recibir la atención médica especializada que requieren en el Hospital Garrahan, se atienden las necesidades cotidianas de cada uno de ellos, como llevarlos al colegio, comprarles ropa, organizarles salidas, hacer la tarea. todas las tareas de una madre pero multiplicadas por diecisiete. "Los chicos hacen una vida normal, van a la escuela, algunos hacen las actividades que les gustan. Tratamos de que tengan la mejor vida posible y se puedan desarrollar al máximo. Pero también se llevan materias a fin de año y nos hacemos malasangre como cualquier padre", cuenta Casas, entre risas.

"Uno ve chicos que llegan con un deterioro que te atraviesa el corazón y después, de a poco, van progresando. Nuestro objetivo es que la gente no de vuelta la cara cuando se habla de chicos con VIH y de a poco lo vamos logrando", dice Casas, mientras abraza a una de las nenas que tiene a upa.

COMO COLABORAR

Casa MANU

www.casamanu.org.ar

Hogar de Cristo

www.sinpaco.org

Familias de Esperanza

www.familiasdeesperanza.org.ar

Manos Abiertas

www.manosabiertas.org.ar

El Arca

www.elarca.org.ar

Fundación El Otro

www.elotro.org.ar.

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