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viernes, 23 de marzo de 2012

V Domingo de Cuaresma (Jn 12,20-33) - Ciclo B: ¡Mira, quién se ve!



Agradable retorno

No he podido por menos de lanzar un ¡oh! de satisfacción. ¡Finalmente ha vuelto! Se palpaba su falta, y lo esperaba desde hacía tanto tiempo... Estaba seguro de que, más tarde o más temprano, sería llamado a servicio.
El párroco, el domingo, lo ha acogido con todos los honores y nos lo ha presentado haciéndole un montón de elogios. La ocasión fue propiciada por esa frase de la Carta a los hebreos en la que se dice que «Cristo aprendió, sufriendo, a obedecer». Pero también por la imagen evangélica del grano de trigo que tiene que morir bajo tierra si quiere producir «mucho fruto».

Después de estos preámbulos, el cura no ha dudado en desempolvar una palabra que parecía desaparecida del vocabulario religioso: sacrificio. Por muy paradójico que pueda parecer, ha sido una sorpresa verdaderamente alegre y una escucha -al menos por lo que a mí se refiere- agradabilísima. Si la señorita Margarita todavía estuviese entre nosotros, habría salido con una expresión suya característica: «Una verdadera gozada».

No me gustan los aplausos en la iglesia, es más, no los soporto, y mucho menos con ocasión de un funeral. Pero el domingo me hubiera gustado aplaudir porque había que festejar la resurrección de una palabra que parecía definitivamente sepultada, sin muchas lamentaciones, pero que había sido llamada de nuevo a la vida, o mejor al servicio, con la convicción de que aún pueda dar «mucho fruto».

Intento reproducir lo sustancial de la homilía de nuestro párroco, mezclando también mis consideraciones personales (no creo que le siente mal; en el fondo él ha sido quien ha estimulado estos pensamientos míos).


Existía una vez...

Sí, existía una vez el sacrificio... No, había algo mejor: el adiestramiento al sacrificio, la familiaridad con el sacrificio, la frecuentación habitual con el sacrificio.

Al sacrificio no se le consideraba un intruso, un importuno fastidioso, un odioso recaudador de tributos que se llaman cansancio, sudor, renuncias, seriedad, tiempo, soledad, sueño, dificultades, obstáculos, contrariedades, durezas, incomodidades, incomprensiones.

Al contrario, se aceptaba el sacrificio como un precioso, necesario, fiable aliado para conseguir determinados objetivos en la vida. No era posible «llegar» sin sacrificio. Diría que no gustaba obtener resultados si faltaba este ingrediente fundamental.

Hoy todavía el sacrificio se presenta, a lo largo de todas las carreteras, para cobrar sus peajes ineludibles, para ofrecer su compañía insustituible. Pero se prefiere ignorarlo, esquivarlo, como si fuese un apestado. Con tal de evitarlo, se embocan precipitadamente peligrosos atajos de facilidad.

Más que recurrir a sus servicios, muchos individuos prefieren confiarse a miserables astucias, trucos, enredos, engaños; prefieren las amistades, recomendaciones y conocimientos; se dirigen a quien está dispuesto a «facilitar» el camino. Mientras que él, el sacrificio, no ofrece facilidades, no concede descuentos. Lo que quiere lo quiere. Hasta el último céntimo. Es más, se empeña en subir el precio, añade siempre algún gasto suplementario, imprevisto.

Su escuela es severa, exigente. Allí se practican ejercicios bastante duros que ayudan a robustecer la espina dorsal de las personas.
Gran parte de la publicidad ofrece alternativas atractivas respecto al sacrificio y a sus lecciones indigestas. El mercado, al mismo tiempo que presenta productos para eliminar los malos olores, las arrugas, las hormigas, los mosquitos, exhibe también no sólo ventajosos sucedáneos del sacrificio, a precios irrisorios, sino hasta armas milagrosas que lo echan fuera silenciosamente, de una manera elegante, indolora.

La convivencia con el sacrificio se considera escasamente atrayente, de mal gusto, o incluso imposible. El sacrificio, además de ser poco apetecible, es visto como enemigo de la alegría, impedimento, obstáculo en el camino del éxito.

El progreso ofrece una vasta gama de comodidades. Y, cuanto más avanza el progreso, cuanto más se difunde el bienestar, menos espacio queda para el espíritu de sacrificio. "Abusivismo"

Hoy arrecia lo abusivo. Muchas construcciones se levantan de prisa, sin ni siquiera hacerlo con excesiva clandestinidad, es más, hasta lo hacen con ostentación, sin respetar el regular papeleo del esfuerzo, del trabajo diligente, de la entrega apasionada, del compromiso personal.

Estas construcciones, además de resultar abusivas, aparecen postizas, sin cimientos, frágiles, inconsistentes. La brillantez no puede sustituir a la solidez. El barniz no esconde las grietas, mejor dicho, las hace más visibles. A mi parecer, hay que reencontrar la normalidad del sacrificio. Sí, porque el sacrificio no es algo excepcional. Es la regla, la ley para todo lo que de hermoso, de bueno, de verdadero, de válido, se pretende realizar en la vida. Y no es posible ni siquiera hacer algo útil en favor de los demás si uno no pasa por el banco del sacrificio para pagar el correspondiente peaje.

Yo tengo la suerte de poder acercarme a un centenar de ancianos en una confortable casa que los hospeda. Cada día tengo ocasión de escuchar sus relatos, con un sentimiento de estupor y casi de turbación. Historias de sacrificios inauditos, fatigas inenarrables, trabajo duro. Ningún regalo, y no hablemos de favoritismos. Cada cosa conseguida gota a gota, trozo a trozo, día tras día (comprendida alguna hora robada a la noche). Sueños modestos, pequeñas metas conseguidas después de decenios de privaciones y ahorros. Todo limpio, transparente, simple.
Pues bien, si hay un sufrimiento que estos viejos advierten de una manera aguda es la de ver a sus hijos y nietos que tienen unos «éxitos» fulminantes en la vida (concedido que se puedan definir como éxitos la posibilidad de cambiar de coche cada diez meses, pasar las vacaciones en lugares exóticos, dar a los hijos regalos costosos incluso por el más modesto resultado en el colegio). Uno de ellos se me confiaba así el otro día:
«Tendría que estar contento por ellos, casi orgulloso, pero no lo consigo de ninguna manera, es más, me entra una pesadumbre que ni decir tiene. Tengo miedo a esta felicidad que brota de improviso como una seta, sin raíces, sin una maduración lenta en el terreno de la espera y del sufrimiento. No, no digo que ese dinero fácil haya sido robado, por favor, ni siquiera quiero pensarlo. Pero lo que me hace sospechar es esa alegría, porque da la impresión de ser una alegría no merecida, no pagada, y que por tanto no puede ser saboreada hasta el fondo porque es postiza, artificial.

Mire que yo no me quejo del alto precio -sudor y lágrimas- que personalmente, a diferencia de ellos, he tenido que pagar. Y ni siquiera les envidio.

Nuestro camino era largo, interminable, parecía que nunca se iba a acabar, y quién sabe por qué siempre cuesta arriba. El de ellos es rápido y además de bajada. Pero tienen el peligro de romperse el cuello, mientras que nosotros hemos reforzado la espalda».

Saco yo las conclusiones de este desahogo: la verdadera felicidad nunca está al alcance de la mano. La felicidad «está al alcance del sacrificio».

Todavía tengo que precisar una cosa, a propósito de costes. El precio del sacrificio es lo único que indica el valor real de una cosa y, por tanto, lo que permite apreciarla, gozarla de verdad, hacerla propia. En efecto, el dinero no es lo que garantiza la propiedad; una cosa poseída exclusivamente gracias al dinero, no es mía; el único título de posesión válido es el representado por el sacrificio.

El sacrificio es el precio que paga la persona, y de ninguna manera puede delegarse en la cartera.

Esas consideraciones mías, desarrolladas sólo desde un plano humano, me parece que son también válidas por lo que se refiere a la dimensión de la fe. Un cristianismo sin sacrificio es un contrasentido.


¿Funcionamiento o vida?

Lástima que no haya habido tiempo para desarrollar el tema de la «alianza nueva» de que habla Jeremías. Y para decir que sacrificio e interioridad son dos temas que van a la par, se armonizan perfectamente.

«Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones... Y no tendrá que enseñar uno a su prójimo...».

¡Cuántos pensamientos molestos bullían en mi cabeza! Tengo la impresión de que algunos pastores nuestros se han quedado atascados en la alianza anterior, y no han entrado aún en el espíritu de la nueva. ¿Cuándo se decidirán a construir al creyente desde dentro? ¿cuándo caerán en la cuenta de que hay que partir de dentro y no de la fachada? ¿cuándo tomarán conciencia de que los comportamientos prácticos vienen después y son la consecuencia de convicciones profundas?

¿Cuándo se preocuparán de verdad de formar las conciencias y de solicitar opciones personales? ¿cuándo entenderán que más que dar instrucciones para el funcionamiento, es oportuno responsabilizar a las personas?

Pero me doy cuenta de que son pensamientos que llevarían muy lejos.

De todos modos, hay que dar las gracias al predicador por haber traído de nuevo a la iglesia esa palabra de la que casi se había perdido el rastro. Ha sido un bonito regalo cuaresmal. Y hay que esperar que nadie lo deje olvidado en los bancos, sino que se lo lleve a casa, donde puede volver a hacer óptimos servicios.

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