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martes, 10 de abril de 2012

Resurrección: Sobreviviendo a Nuestras Crucifixiones


Por Ron Rolheiser (Traducción Carmelo Astiz)
Publicado por Ciudad Redonda

Cada sueño, cada ideal, al final acaban crucificados. ¿De qué modo? Por el tiempo, las circunstancias, la envidia; y por ese dictado curioso y perverso –de alguna manera innato en el orden de las cosas– que asegura que hay siempre alguien o algo que no puede partir a gusto a solas, sino que, por razones muy suyas, tiene que partir cazando, persiguiendo y golpeando a lo que es bueno. Lo bueno, el bien, siempre concita envidia, odio, persecución, denigración, asesinato. Así pasa incluso con los sueños o ideales. Hay siempre algo que necesita una crucifixión. Cada cuerpo de Cristo sufre inevitablemente el mismo destino de Jesús. No hay viaje tranquilo para lo íntegro, bueno, verdadero o bello.
Pero eso es sólo la mitad de la ecuación, la mala mitad. Lo que también sucede, lo que la resurrección enseña, es que, mientras nada que pertenezca a Dios puede evitar la crucifixión, ningún cuerpo de Cristo permanece en la tumba durante mucho tiempo. Dios siempre remueve la piedra del sepulcro y, a no tardar, una nueva vida explota y entonces comprendemos por qué aquella vida original tenía que ser crucificada. (“¿No era necesario que Cristo tuviera que sufrir tanto y morir?”). La resurrección sigue a la crucifixión. Cada cuerpo crucificado se alzará de nuevo, resucitará.
Pero, ¿dónde encontramos la resurrección? ¿Dónde se nos hace encontradizo el Cristo resucitado?
La Escritura es sutil, pero clara. ¿Dónde podemos esperar encontrar a Cristo después de la crucifixión? El evangelio nos dice que, en la madrugada del día de la resurrección, las mujeres discípulas de Jesús, las comadronas de la esperanza, salieron hacia la tumba de Jesús, llevando especias y perfumes, con la intención de ungir y embalsamar un cuerpo muerto. Con muy buena intención, pero equivocadas, lo que encuentran no es un cuerpo muerto, sino una tumba vacía y un ángel que les interpela con estas palabras. “¿Por qué andáis buscando al vivo entre los muertos? ¡Volved, en cambio, a Galilea y allí le encontraréis!”.
“Volved, en cambio, a Galilea”. ¡Qué expresión tan curiosa! ¿Qué significa Galilea? ¿Por qué regresar? En los relatos de la pos-resurrección, en los evangelios, Galilea no es simplemente un lugar geográfico físico. Es, antes que nada, un lugar situado en el corazón. Galilea significa el sueño ideal, la ruta del discipulado por la que habían caminado anteriormente con Jesús; y es también aquel lugar y aquel tiempo en los que sus corazones habían ardido con esperanza y entusiasmo inigualables. Y ahora, precisamente cuando sienten que todo eso está muerto, que su fe es sólo fantasía, se les dice que regresen al lugar donde todo comenzó: “Regresad a Galilea. Él se encontrará con vosotros allí”.

Y ellos, efectivamente, regresan a Galilea, a aquel lugar especial en sus corazones, al sueño utópico, a su discipulado. Como era de esperar, se les aparece allí Jesús. No se les aparece exactamente como lo recuerdan de antes, ni con tanta frecuencia como les gustaría, pero él aparece como algo más que un fantasma, un espíritu o una mera idea. El Cristo que se les aparece después de la resurrección ya no encaja con su expectación original, pero tiene suficiente corporalidad física como para comer pescado en su presencia, es suficientemente real como para dejarse tocar como un ser humano, y es suficientemente poderoso como para cambiar sus vidas para siempre.
En última instancia, eso es a lo que la resurrección nos reta, a regresar a Galilea, a volver al sueño, al ideal, a la esperanza; y al discipulado, que antes había inflamado nuestro corazón, pero que ahora está crucificado.
Esto es también lo que significa estar “en el camino de Emaús”. En el evangelio de Lucas se nos dice que, el día de la resurrección, dos discípulos iban caminando de Jerusalén hacia Emaús, cabizbajos y deprimidos. Esa sola línea del evangelio contiene una espiritualidad plena: Para Lucas –como Galilea para los otros evangelistas– Jerusalén significa el sueño utópico, la esperanza, el Reino, el centro desde donde todo tiene que comenzar y donde, a la larga, todo debe culminar. Pero estos dos discípulos se están “alejando” de Jerusalén, dejando atrás el bello sueño, caminando hacia Emaús. Emaús era un balneario romano –un Las Vegas y Monte Carlo de consuelo humano. Su sueño cargado de ideal ha sido crucificado y los dos discípulos, desalentados y sin esperanza, van caminando, alejándose de él, buscando consuelo humano, farfullando: “¡Pero habíamos esperado!...” Pero ellos nunca llegan del todo a Emaús. Jesús se les aparece en el camino, remodela su esperanza a la luz de la crucifixión, y les hace regresar a Jerusalén.
Uno de los mensajes esenciales de la Pascua es éste: Siempre que nos sintamos desalentados en nuestra fe, siempre que nuestras esperanzas parezcan crucificadas, necesitamos volver a Galilea y a Jerusalén, esto es, al sueño ideal, al camino del discipulado en el que nos habíamos embarcado antes de que todo fallara o fuera mal. Por supuesto, siempre que nos sentimos así, siempre que parece que el Reino no funciona, la tentación nos induce a abandonar el discipulado para buscar consuelo humano, caminar hacia Las Vegas y Montecarlo, en vez de volver a Galilea o a Jerusalén.
Pero, como ya sabemos, nunca llegamos completamente a Emaús. Con una apariencia u otra, Cristo siempre se nos hace encontradizo en el camino, hace arder de nuevo nuestros corazones, nos explica el sentido de nuestra última crucifixión y nos hace volver – a Galilea, a Jerusalén, y a nuestro discipulado abandonado.
Una vez allí, todo cobra sentido de nuevo.

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