Por Ron Rolheiser (Traducción Carmelo Astiz)
No todo temor se crea y desarrolla igual, al menos no en el ámbito religioso. Hay un miedo que es saludable y bueno, signo de madurez y de amor. Como hay también un miedo malo, que bloquea la madurez y el amor. Pero esto hay que explicarlo.
Dentro de los círculos religiosos, hay mucho malentendido sobre el miedo, especialmente en torno al pasaje de la Escritura que dice que “el temor de Dios es el principio de la sabiduría”. Con demasiada frecuencia se han usado textos como éstos –lo mismo que la religión en general– para infundir en la gente un temor enfermizo en nombre de Dios. Tenemos que vivir en “santo temor”, pero el santo temor es una clase de miedo muy particular, que no habría de confundirse con el miedo tal como normalmente lo entendemos.
¿Qué quiere decir “santo temor”? ¿Qué clase de temor es saludable? ¿Qué clase de temor fomenta sabiduría?
El “santo temor” es un temor de amor, a saber, el tipo de temor que viene inspirado por el amor. Es un temor que se basa en la reverencia y en el respeto por una persona o una cosa a la que amamos. Cuando amamos auténticamente a una persona vivimos envueltos en una ansiedad saludable, una preocupación de que nuestras acciones nunca hubieran de decepcionar, faltar al respeto o profanar extremadamente a dicha persona. Vivimos en santo temor cuando sentimos una cierta preocupación por no traicionar la confianza o no faltar al respeto a alguien. Pero esto es muy diferente de tener miedo a alguien o tener miedo a ser castigado.
El mal poder y la mala autoridad intimidan y provocan que otros les tengan miedo. Dios nunca muestra esa clase de poder o autoridad. Dios entró en nuestro mundo como un niño desvalido, y el poder de Dios todavía toma esa misma modalidad. Los bebés no intimidan, incluso mientras inspiran santo temor. Vigilamos y controlamos nuestras palabras y nuestras acciones en torno a los bebés, no porque ellos nos amenacen, sino más bien porque su clara impotencia e inocencia inspiran una preocupación en nosotros que nos hace querer gozar nuestros mejores momentos junto a ellos.
Los Evangelios intentan inspirar esa clase de temor. Dios es amor, poder benevolente, autoridad cariñosa; Dios no es alguien a quien temer. Efectivamente, Dios es la última persona a quien podemos tener miedo. Jesús vino para disipar nuestro miedo. Prácticamente todas las epifanías en la Escritura (casos en los que Dios se revela) comienzan con las palabras: “¡No temas!” Lo que nos amedrenta no viene de Dios.
Las escrituras judías, el Antiguo Testamento cristiano, revelan al Rey David como la persona que mejor captó esto. Entre todos los personajes del Antiguo Testamento, incluyendo Moisés y los grandes profetas, David es presentado como la persona que mejor ejemplifica lo que significa caminar en esta tierra a imagen y semejanza de Dios, a pesar de que en un momento dado abusara terriblemente de esa confianza. A pesar de su gran pecado, es a David y no a Moisés o a los profetas a quien Jesús atribuye su propio linaje. David es la figura de Cristo en el Antiguo Testamento. Vivió en santo temor de Dios, y nunca con un temor enfermizo.
Por citar sólo un ejemplo destacado: El Libro de los Reyes narra un incidente en el que un día David regresa del campo de batalla con sus soldados. Sus tropas vuelven hambrientas. El único alimento disponible es el pan del templo. David lo pide y el sacerdote le dice que ese pan sólo pueden consumirlo los sacerdotes, con rito sagrado. Y él le responde más o menos así: “Yo soy el rey, puesto aquí por Dios para obrar responsablemente en su nombre. Ordinariamente no pedimos el pan del templo, pero ésta es una excepción, un caso de pura emergencia; los soldados necesitan comida y Dios querría que, con responsabilidad, hiciéramos esto”. Y así tomó el pan del templo y se lo distribuyó a sus soldados. En los Evangelios Jesús alaba esta acción de David y nos pide que le imitemos, diciéndonos que no estamos hechos para el sábado, sino, al contrario, que el sábado está hecho para nosotros.
David entendió lo que eso significa. Discernió que Dios no es tanto una personificación de una ley a la que hay que obedecer, como una amable presencia bajo la cual se nos pide que vivamos con creatividad. David temía a Dios, pero como alguien teme a otro con amor, con un “santo temor”, no con temor ciego y leguleyo.
Una vez, una madre joven compartió esta curiosa historia conmigo: Su hijo de seis años acababa de comenzar a ir a la escuela. Ella le había enseñado a arrodillarse cada noche al lado de su cama antes de acostarse y a recitar algunas oraciones de noche. Una noche, pocos días después de haber comenzado la escuela, el niño brincó a la cama por la noche sin arrodillarse antes para rezar. Sorprendida por ello, su madre le retó con estas palabras: “¿Ya no rezas, hijo mío?”. Su réplica fue: “No, mamá, no rezo. Mi maestra en la escuela nos dijo que no tenemos que rezar... Dijo que tenemos que hablar con Dios…, pero hoy estoy cansado, ¡y además no tengo nada que decirle a Dios!”
Como el rey David, este niño también había discernido lo que significa realmente ser hijo de Dios y cómo Dios no es tanto una ley inflexible que hay que obedecer, sino una amable presencia que desea una relación amorosa mutua, relación de “santo temor”.
Dentro de los círculos religiosos, hay mucho malentendido sobre el miedo, especialmente en torno al pasaje de la Escritura que dice que “el temor de Dios es el principio de la sabiduría”. Con demasiada frecuencia se han usado textos como éstos –lo mismo que la religión en general– para infundir en la gente un temor enfermizo en nombre de Dios. Tenemos que vivir en “santo temor”, pero el santo temor es una clase de miedo muy particular, que no habría de confundirse con el miedo tal como normalmente lo entendemos.
¿Qué quiere decir “santo temor”? ¿Qué clase de temor es saludable? ¿Qué clase de temor fomenta sabiduría?
El “santo temor” es un temor de amor, a saber, el tipo de temor que viene inspirado por el amor. Es un temor que se basa en la reverencia y en el respeto por una persona o una cosa a la que amamos. Cuando amamos auténticamente a una persona vivimos envueltos en una ansiedad saludable, una preocupación de que nuestras acciones nunca hubieran de decepcionar, faltar al respeto o profanar extremadamente a dicha persona. Vivimos en santo temor cuando sentimos una cierta preocupación por no traicionar la confianza o no faltar al respeto a alguien. Pero esto es muy diferente de tener miedo a alguien o tener miedo a ser castigado.
El mal poder y la mala autoridad intimidan y provocan que otros les tengan miedo. Dios nunca muestra esa clase de poder o autoridad. Dios entró en nuestro mundo como un niño desvalido, y el poder de Dios todavía toma esa misma modalidad. Los bebés no intimidan, incluso mientras inspiran santo temor. Vigilamos y controlamos nuestras palabras y nuestras acciones en torno a los bebés, no porque ellos nos amenacen, sino más bien porque su clara impotencia e inocencia inspiran una preocupación en nosotros que nos hace querer gozar nuestros mejores momentos junto a ellos.
Los Evangelios intentan inspirar esa clase de temor. Dios es amor, poder benevolente, autoridad cariñosa; Dios no es alguien a quien temer. Efectivamente, Dios es la última persona a quien podemos tener miedo. Jesús vino para disipar nuestro miedo. Prácticamente todas las epifanías en la Escritura (casos en los que Dios se revela) comienzan con las palabras: “¡No temas!” Lo que nos amedrenta no viene de Dios.
Las escrituras judías, el Antiguo Testamento cristiano, revelan al Rey David como la persona que mejor captó esto. Entre todos los personajes del Antiguo Testamento, incluyendo Moisés y los grandes profetas, David es presentado como la persona que mejor ejemplifica lo que significa caminar en esta tierra a imagen y semejanza de Dios, a pesar de que en un momento dado abusara terriblemente de esa confianza. A pesar de su gran pecado, es a David y no a Moisés o a los profetas a quien Jesús atribuye su propio linaje. David es la figura de Cristo en el Antiguo Testamento. Vivió en santo temor de Dios, y nunca con un temor enfermizo.
Por citar sólo un ejemplo destacado: El Libro de los Reyes narra un incidente en el que un día David regresa del campo de batalla con sus soldados. Sus tropas vuelven hambrientas. El único alimento disponible es el pan del templo. David lo pide y el sacerdote le dice que ese pan sólo pueden consumirlo los sacerdotes, con rito sagrado. Y él le responde más o menos así: “Yo soy el rey, puesto aquí por Dios para obrar responsablemente en su nombre. Ordinariamente no pedimos el pan del templo, pero ésta es una excepción, un caso de pura emergencia; los soldados necesitan comida y Dios querría que, con responsabilidad, hiciéramos esto”. Y así tomó el pan del templo y se lo distribuyó a sus soldados. En los Evangelios Jesús alaba esta acción de David y nos pide que le imitemos, diciéndonos que no estamos hechos para el sábado, sino, al contrario, que el sábado está hecho para nosotros.
David entendió lo que eso significa. Discernió que Dios no es tanto una personificación de una ley a la que hay que obedecer, como una amable presencia bajo la cual se nos pide que vivamos con creatividad. David temía a Dios, pero como alguien teme a otro con amor, con un “santo temor”, no con temor ciego y leguleyo.
Una vez, una madre joven compartió esta curiosa historia conmigo: Su hijo de seis años acababa de comenzar a ir a la escuela. Ella le había enseñado a arrodillarse cada noche al lado de su cama antes de acostarse y a recitar algunas oraciones de noche. Una noche, pocos días después de haber comenzado la escuela, el niño brincó a la cama por la noche sin arrodillarse antes para rezar. Sorprendida por ello, su madre le retó con estas palabras: “¿Ya no rezas, hijo mío?”. Su réplica fue: “No, mamá, no rezo. Mi maestra en la escuela nos dijo que no tenemos que rezar... Dijo que tenemos que hablar con Dios…, pero hoy estoy cansado, ¡y además no tengo nada que decirle a Dios!”
Como el rey David, este niño también había discernido lo que significa realmente ser hijo de Dios y cómo Dios no es tanto una ley inflexible que hay que obedecer, sino una amable presencia que desea una relación amorosa mutua, relación de “santo temor”.
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