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sábado, 11 de mayo de 2013

NOS TOCA EL TURNO: VII Domingo de Pascua (Lc 24, 46-53) - DOMINGO DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR


Alguien ha dicho que el ser humano es un ser extraño: no pide nacer, no sabe vivir y no quiere morir. La frase se las trae. Es una manifestación de lo difícil que somos para ser clasificados. Señala, destaca un aspecto de la fiesta que celebramos hoy, la Ascensión de Jesús a los cielos. En efecto el hombre no quiere morir. Esta afirmación subraya la originalidad, la complejidad del ser humano: por una parte se pega a la tierra, por otra se siente llamado a volar, a ser inmortal como insistía Unamuno. Los hombres, unos lo niegan, otros sospechan, un tercer grupo – el de los creyentes- está convencido de que nuestra vida no termina aquí, que después de la muerte hay algo y ese algo es la vida eterna.


Nos cuesta creer en el cielo. Más aún, la fiesta de la Ascensión viene rodeada de una cierta nostalgia, porque ascender a los cielos supone que antes ha muerto. Un precio demasiado caro. Pero en el fondo la Ascensión del Señor es un canto a la esperanza, al triunfo final de la verdad, de la justicia y de la solidaridad. Esto no le agradaba a Carlos Mars, para quien la religión era el opio del pueblo. Éste, engañado por el premio que va a recibir en la otra vida, pierde fuerza para reclamar sus derechos. Pero los cristianos de hoy no creo que tengamos peligro de caer en tal actitud. Más bien el peligro que nos amenaza es el de aferrarnos excesivamente a la tierra.

Se han dicho muchas frivolidades sobre este misterio. Por ejemplo el testimonio de Gagarin, el primer cosmonauta ruso, quien alardeaba de que se había paseado por los cielos y no se había encontrado con Dios. La mejor definición del cielo nos la da San Pablo cuando dice: “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni hombre alguno ha imaginado lo que Dios ha preparado a los que le aman”

Con la Ascensión a los cielos Jesús no da por terminada su misión aquí en la tierra. Jesús nos ayuda a construir ese cielo, ese Reino de Dios, que comienza en este mundo y que tendrá su plena realización después de la muerte al triunfar la fraternidad (todos somos hermanos) y la paternidad (todos somos hijos del mismo Padre). Para ello es preciso retirar, eliminar esas nubes, esos obstáculos. La primera lectura de este domingo nos dice que mientras estaban los apóstoles mirando cómo subía a los cielos, una nube se interpuso y ya no pudieron ver a Jesús. De modo semejante entre nosotros y el proyecto de Cristo: el Reino de Dios, el cielo que tenemos que ir construyendo desde ahora se cruzan intereses que nos impiden avanzar.

La Ascensión marca el comienzo de la Iglesia. A nosotros, a los que formamos la comunidad eclesial nos toca el turno, continuar la tarea de Jesús. Sobre todo Jesús en su despedida nos deja un encargo, un recado concreto:”Seréis mis testigos”. “Testigo” es el que ha visto, el que ha oído, el que lo ha vivido, el que lo ha experimentado. No habla de lo que le han contado ni de memoria. Para ello contamos con la fuerza de su Espíritu que nos da la energía, la fe entendida como el pájaro que canta cuando la noche es obscura.

Años atrás la fiesta de hoy era un día de estrenos, en el que la gente lucía las mejores ropas. No es para menos. Es una fiesta, un misterio que celebra el triunfo del bien y de la virtud sobre el mal y el vicio: el triunfo de Jesús sobre la muerte.

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