Lucas es el único evangelista que nos ofrece este relato del “envío de los setenta y dos discípulos” (o “setenta”, según otros manuscritos). El número “setenta”, que aparece varias veces en el Antiguo Testamento, bien pudiera designar la totalidad de los pueblos del mundo, según el libro del Génesis 10,2-31. La cifra original (setenta) fue modificada por los traductores, y ésa es la referencia que utiliza Lucas.
El envío usa la imagen de la mies, que algunos profetas habían aplicado al pueblo: “Meted la hoz, la mies está madura” (Joel 4,13).
El mensaje es ambivalente: si bien es un mensaje de paz (Shalom) y de la alegría del Reino, sin embargo, se convierte en amenaza gravísima para quien no lo acoja: “Sodoma y Gomorra” era sinónimo de destrucción definitiva.
La amenaza que puede contener cualquier mensaje religioso es, sencillamente, la otra cara de su pretensión exclusivista. Por eso, esas palabras son más propias de la primera comunidad, que tenía la pretensión absolutista de poseer la verdad, que de Jesús. Nadie que “ha visto” puede luego condenar a otros.
La condena o exclusión de los otros –característica del nivel mítico de conciencia y del “sentimiento de pertenencia” propio de ese estadio, que conduce directamente al proselitismo- únicamente surge del equívoco de quien confunde la Verdad con su propia creencia particular.
El regreso de los discípulos está marcado por el gozo, tras haber experimentado su propio poder sobre las fuerzas del mal: “Hasta los demonios se nos someten en tu nombre”.
Es típicamente egoico asociar la alegría con resultados que el yo califica de “satisfactorios”. Pero esa alegría, condicionada e incluso amenazada por el hecho de no alcanzar los logros apetecidos, estará –como el propio yo- marcada por la impermanencia.
El yo es un depósito ilimitado de etiquetas que coloca a cada hecho, acontecimiento, circunstancia, objeto o persona…, y que, en último término, se pueden reducir a dos: “agradable” / “desagradable”. Cuando ocurre algo que el yo califica de “agradable”, aparecerá el bienestar; cuando, por el contrario, suceda algo etiquetado como “desagradable”, surgirá el enfado, el miedo o la tristeza.
El yo es siempre esclavo de sus etiquetas. No sufre por los hechos que acaecen, sino por la interpretación que él hace de los mismos. Mientras no hay “etiquetas”, no hay sufrimiento; se puede aceptar todo. Por el contrario, cuando el yo emite un juicio negativo sobre cualquier realidad, la aceptación se vuelve imposible.
Ahora bien, sólo podemos dejar de etiquetar si tomamos distancia de nuestra mente y de los pensamientos. Estar en la mente implica estar en el juicio permanente, porque pensar es discriminar y juzgar; en definitiva, “etiquetar”.
Por el contrario, cuando somos capaces de observar nuestros propios pensamientos –o, sencillamente, con tal de ser conscientes de que estamos pensando-, empieza a abrirse un espacio amplio alrededor de los pensamientos. Ese espacio es consciencia-sin-pensamiento, no-juicio, descanso, estar… y tiene sabor de plenitud.
Por la consciencia venimos a la Presencia en la que permitimos que las cosas sean como son. Y experimentamos que ahí vive el Gozo permanente, gratuito, no condicionado a nada.
Como dicen los hindúes, la Realidad última es Sat-cit-ananda: Ser – Consciencia – Dicha plena. Es el gozo de ser, porque el Ser mismo es gozo. Esa es, como diría Francisco de Asís, la “perfecta alegría”.
Hacia esa experiencia parece que Jesús quiere llevar a sus discípulos. El motivo del gozo -viene a decir- no son los logros obtenidos, sino un hecho mucho más fundamental y gratuito, a salvo de cualquier amenaza: la certeza de que “vuestros nombres están inscritos en el cielo”.
La imagen se remonta a la costumbre del Antiguo Oriente de inscribir los nombres en los registros reales. “En la presencia del Señor se ha escrito un libro en el que figuran todos los que son fieles al Señor y honran su nombre”, escribía el profeta Malaquías (3,16). Equivale, por eso, a estar inscritos en el libro de la Vida de un modo irrevocable.
En clave religiosa, la palabra de Jesús puede leerse en el sentido de que nuestras personas están “guardadas” en Dios y que no hay nadie ni nada que pueda separarlas de Él. Esta es la fuente de la confianza inquebrantable del sujeto religioso, a la que se remite en su vida cotidiana. Es la certeza de estar siempre y para siempre en Dios.
Desde una perspectiva espiritual, esas mismas palabras apuntan al hecho simple de que el gozo es connatural a Ser, tal como apunta el iluminado verso de Jorge Guillén: “Ser, nada más; y basta. Es la absoluta dicha”.
El maestro Omraam Mikhäel Aïvanhov lo expresó también de un modo ajustado:
“Alguien dice: «Soy feliz porque…». Pues bien, el solo hecho de que atribuya una causa a su felicidad, demuestra que no posee la verdadera felicidad. Porque la verdadera felicidad es una felicidad sin causa. Sí, sois felices y no sabéis por qué. Encontraréis que es maravilloso vivir, respirar, comer, hablar, y no sabéis por qué. No habéis recibido regalos, ni herencias, ni tenéis bonitas mujeres… Sois felices porque algo ha venido de arriba a incorporarse en vosotros, un elemento espiritual que ni siquiera depende de vosotros…, como un agua que mana del cielo.
Para la mayoría de los humanos la felicidad está ligada a las posesiones: casas, dinero, decoraciones, gloria…, o bien mujeres o hijos. No, la verdadera felicidad no depende de ningún objeto, de ninguna posesión, de ningún ser; viene de arriba, y os asombráis al descubrir en vosotros mismos, sin cesar, este estado de conciencia superior. Os alegráis y ni siquiera sabéis por qué.
Esta es la verdadera felicidad”.
A mayor identificación con la mente –y el yo-, menos “ser” y, por tanto, menos dicha y más sufrimiento. Al acallar la mente y su obsesión etiquetadora, accedemos al reconocimiento simple de que todo es, en un Presente atemporal e infinito, que es plenitud.
¿Qué le importan al océano los oleajes que pueden desarrollarse en él? ¿Qué suponen, para el firmamento, las nubes que lo atraviesan? Nuestra mente nos hace identificarnos con las olas y las nubes, pero en realidad somos el océano y el firmamento.
Que “nuestros nombres están inscritos en el cielo” significa, entonces, el desvelamiento de nuestra identidad profunda: somos-en-Dios sin costuras ni separación alguna; o mejor, Él es en nosotros, constituyéndonos y viviéndose en nosotros en forma humana.
Al tomar conciencia de nuestra identidad, el gozo emerge manifestando su carácter gratuito. No hay que ganarlo, tampoco es el resultado de algún esfuerzo del yo; es, sencillamente, la naturaleza misma de lo Real. Ser es Gozo.
Esa es la razón de que el gozo –“la perfecta alegría”- se pueda experimentar únicamente cuando venimos al presente, en la Presencia integradora y plena.
Situados ahí, sabemos, como Jesús, que “Satanás ha caído del cielo como un rayo”, que el mal no tiene ningún poder sobre lo Real. Y es también entonces cuando podemos acoger y experimentar la promesa del propio Jesús: “Volveré a veros y os alegraréis con una alegría que nadie os podrá quitar” (evangelio de Juan 16,22).
www.enriquemartinezlozano.com
El envío usa la imagen de la mies, que algunos profetas habían aplicado al pueblo: “Meted la hoz, la mies está madura” (Joel 4,13).
El mensaje es ambivalente: si bien es un mensaje de paz (Shalom) y de la alegría del Reino, sin embargo, se convierte en amenaza gravísima para quien no lo acoja: “Sodoma y Gomorra” era sinónimo de destrucción definitiva.
La amenaza que puede contener cualquier mensaje religioso es, sencillamente, la otra cara de su pretensión exclusivista. Por eso, esas palabras son más propias de la primera comunidad, que tenía la pretensión absolutista de poseer la verdad, que de Jesús. Nadie que “ha visto” puede luego condenar a otros.
La condena o exclusión de los otros –característica del nivel mítico de conciencia y del “sentimiento de pertenencia” propio de ese estadio, que conduce directamente al proselitismo- únicamente surge del equívoco de quien confunde la Verdad con su propia creencia particular.
El regreso de los discípulos está marcado por el gozo, tras haber experimentado su propio poder sobre las fuerzas del mal: “Hasta los demonios se nos someten en tu nombre”.
Es típicamente egoico asociar la alegría con resultados que el yo califica de “satisfactorios”. Pero esa alegría, condicionada e incluso amenazada por el hecho de no alcanzar los logros apetecidos, estará –como el propio yo- marcada por la impermanencia.
El yo es un depósito ilimitado de etiquetas que coloca a cada hecho, acontecimiento, circunstancia, objeto o persona…, y que, en último término, se pueden reducir a dos: “agradable” / “desagradable”. Cuando ocurre algo que el yo califica de “agradable”, aparecerá el bienestar; cuando, por el contrario, suceda algo etiquetado como “desagradable”, surgirá el enfado, el miedo o la tristeza.
El yo es siempre esclavo de sus etiquetas. No sufre por los hechos que acaecen, sino por la interpretación que él hace de los mismos. Mientras no hay “etiquetas”, no hay sufrimiento; se puede aceptar todo. Por el contrario, cuando el yo emite un juicio negativo sobre cualquier realidad, la aceptación se vuelve imposible.
Ahora bien, sólo podemos dejar de etiquetar si tomamos distancia de nuestra mente y de los pensamientos. Estar en la mente implica estar en el juicio permanente, porque pensar es discriminar y juzgar; en definitiva, “etiquetar”.
Por el contrario, cuando somos capaces de observar nuestros propios pensamientos –o, sencillamente, con tal de ser conscientes de que estamos pensando-, empieza a abrirse un espacio amplio alrededor de los pensamientos. Ese espacio es consciencia-sin-pensamiento, no-juicio, descanso, estar… y tiene sabor de plenitud.
Por la consciencia venimos a la Presencia en la que permitimos que las cosas sean como son. Y experimentamos que ahí vive el Gozo permanente, gratuito, no condicionado a nada.
Como dicen los hindúes, la Realidad última es Sat-cit-ananda: Ser – Consciencia – Dicha plena. Es el gozo de ser, porque el Ser mismo es gozo. Esa es, como diría Francisco de Asís, la “perfecta alegría”.
Hacia esa experiencia parece que Jesús quiere llevar a sus discípulos. El motivo del gozo -viene a decir- no son los logros obtenidos, sino un hecho mucho más fundamental y gratuito, a salvo de cualquier amenaza: la certeza de que “vuestros nombres están inscritos en el cielo”.
La imagen se remonta a la costumbre del Antiguo Oriente de inscribir los nombres en los registros reales. “En la presencia del Señor se ha escrito un libro en el que figuran todos los que son fieles al Señor y honran su nombre”, escribía el profeta Malaquías (3,16). Equivale, por eso, a estar inscritos en el libro de la Vida de un modo irrevocable.
En clave religiosa, la palabra de Jesús puede leerse en el sentido de que nuestras personas están “guardadas” en Dios y que no hay nadie ni nada que pueda separarlas de Él. Esta es la fuente de la confianza inquebrantable del sujeto religioso, a la que se remite en su vida cotidiana. Es la certeza de estar siempre y para siempre en Dios.
Desde una perspectiva espiritual, esas mismas palabras apuntan al hecho simple de que el gozo es connatural a Ser, tal como apunta el iluminado verso de Jorge Guillén: “Ser, nada más; y basta. Es la absoluta dicha”.
El maestro Omraam Mikhäel Aïvanhov lo expresó también de un modo ajustado:
“Alguien dice: «Soy feliz porque…». Pues bien, el solo hecho de que atribuya una causa a su felicidad, demuestra que no posee la verdadera felicidad. Porque la verdadera felicidad es una felicidad sin causa. Sí, sois felices y no sabéis por qué. Encontraréis que es maravilloso vivir, respirar, comer, hablar, y no sabéis por qué. No habéis recibido regalos, ni herencias, ni tenéis bonitas mujeres… Sois felices porque algo ha venido de arriba a incorporarse en vosotros, un elemento espiritual que ni siquiera depende de vosotros…, como un agua que mana del cielo.
Para la mayoría de los humanos la felicidad está ligada a las posesiones: casas, dinero, decoraciones, gloria…, o bien mujeres o hijos. No, la verdadera felicidad no depende de ningún objeto, de ninguna posesión, de ningún ser; viene de arriba, y os asombráis al descubrir en vosotros mismos, sin cesar, este estado de conciencia superior. Os alegráis y ni siquiera sabéis por qué.
Esta es la verdadera felicidad”.
A mayor identificación con la mente –y el yo-, menos “ser” y, por tanto, menos dicha y más sufrimiento. Al acallar la mente y su obsesión etiquetadora, accedemos al reconocimiento simple de que todo es, en un Presente atemporal e infinito, que es plenitud.
¿Qué le importan al océano los oleajes que pueden desarrollarse en él? ¿Qué suponen, para el firmamento, las nubes que lo atraviesan? Nuestra mente nos hace identificarnos con las olas y las nubes, pero en realidad somos el océano y el firmamento.
Que “nuestros nombres están inscritos en el cielo” significa, entonces, el desvelamiento de nuestra identidad profunda: somos-en-Dios sin costuras ni separación alguna; o mejor, Él es en nosotros, constituyéndonos y viviéndose en nosotros en forma humana.
Al tomar conciencia de nuestra identidad, el gozo emerge manifestando su carácter gratuito. No hay que ganarlo, tampoco es el resultado de algún esfuerzo del yo; es, sencillamente, la naturaleza misma de lo Real. Ser es Gozo.
Esa es la razón de que el gozo –“la perfecta alegría”- se pueda experimentar únicamente cuando venimos al presente, en la Presencia integradora y plena.
Situados ahí, sabemos, como Jesús, que “Satanás ha caído del cielo como un rayo”, que el mal no tiene ningún poder sobre lo Real. Y es también entonces cuando podemos acoger y experimentar la promesa del propio Jesús: “Volveré a veros y os alegraréis con una alegría que nadie os podrá quitar” (evangelio de Juan 16,22).
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1 comentario:
Estoy muy de acuerdo con que etiquetamos mucho. También en que la verdadera felicidad no es lograda por ti, sino aprehendida desde Dios.
Sin embargo, me parece que la aspiración de no etiquetar es una ilusión que contradice la evidencia de que existimos. Pienso que el juicio es inherente al ser humano, no hay nada de malo en él si no es su irracionalidad o su mentira, y creo que la realidad es una constante provocación que nos invita a reaccionar ante ella. En esta reacción nosotros podemos actuar, y a esto lo llamo yo "dinámica del ser". Para ser hace falta actuar, aunque no equivale ni mucho menos. Comprender que Dios nos ama, y realizar ese juicio en cada acción que realizamos es encontrar descanso, paz, plenitud.
Muchas gracias por el blog, lo leo desde Google Reader y me gustan muchas entradas de él.
También hacer una sugerencia: la página del blog en sí está muy recargada, tarda mucho en fluir en el navegador y la experiencia no es buena. Además, a mí personalmente esa barrita de herramientas que hay abajo sólo me aporta lentitud y confusión.
Muchas gracias de nuevo.
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