Domingo de la Santísima Trinidad (Jn 16, 12-15) - Ciclo C
Es un fragmento del "Sermón de la Cena". Jesús anuncia a sus discípulos que se les enviará el Espíritu, que les aclarará todas las cosas que aún no pueden comprender. El texto está repleto de expresiones simbólicas: "recibirá de lo mío" suena a aquella escena de los Números en que el Espíritu de Moisés es repartido también a los ancianos del pueblo. (Num. 11, 16).
En la enigmática frase final se insinúa esa comunidad de bienes entre el Padre y Jesús. Se está hablando del Espíritu; de ese Espíritu participarán los discípulos.
Juan está adelantando la idea de que la comprensión plena de Jesús se dará solamente después de la Resurrección. Será entonces cuando los discípulos llegarán a la fe en Jesús y podrán dar respuesta a la pregunta "¿quién es éste?", que se ha formulado a lo largo de todos los relatos evangélicos (en los que se adelanta ya la respuesta, pues los evangelios se escriben como testimonio de esa misma fe pascual).
Todos estos textos han de ser leídos por tanto teniendo en cuenta que el autor pone en boca de Jesús palabras que son ya elaboraciones teológicas. Palabras no pronunciadas por Jesús, que manifiestan la comprensión sobre Jesús que van alcanzando las comunidades cristianas; en este caso, formulaciones cristológico/trinitarias que serán el punto de arranque de la dogmática elaborada por los Padres a partir del siglo II.
Algunos teólogos un poco presuntuosos han querido explorar la intimidad de Dios, entrar en su misma esencia, conocerlo como nos conocemos las personas, como conocemos la Creación, describirlo, explicarlo, conocerlo "por dentro". Es normal, el ser humano es un "animal curioso", capaz de hacerse toda clase de preguntas, incluso aquellas preguntas cuyas respuestas están muy por encima de su capacidad de comprender.
Pero, en el caso de Dios, hemos topado con nuestros propios límites. Permítanme recordar una escena maravillosa del Libro del Éxodo. Está Moisés en la Tienda de Encuentro, dialogando con Dios, ante la NUBE de incienso que vela la presencia del Señor, y, en un arrebato de amor y de deseo, le pide a Dios:
- ¡Déjame, por favor, ver tu rostro!
Y le contesta el Señor:
- Haré pasar ante ti mi gloria, y pasaré ante ti, pero cubriré tus ojos con mi mano para que no veas mi rostro. Cuando pase, retiraré mi mano y me podrás ver de espaldas; no puedes ver mi rostro sin morir.
(Éxodo 33,18 Y ss.)
"No puedes ver mi rostro". No puedes conocerme más que "de espaldas". El pueblo de Israel lo sabe muy bien, por eso no se atreve a hacer imágenes de la divinidad, porque no hay imagen alguna de cosas de la tierra que pueda parecerse siquiera de lejos a la esencia de Dios.
Creo que hemos perdido un poco ese respeto. Nuestros pintores se atreven a pintar a Dios: es un señor anciano, vigoroso y venerable, que flota por los cielos transportado en carro de nubes por preciosos ángeles multicolores. Más aún, nos hemos atrevido a decir que es uno pero son tres: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y también nos atrevemos a pintarlos: el Padre venerable y con barbas; el Hijo, Jesús; y el Espíritu, como una paloma entre los dos.
Pero esto no son más que vulgarizaciones. Los teólogos se han atrevido a más, y han descrito las relaciones entre ellos, cómo procede el Hijo del Padre, y el Espíritu de los dos... Afamados teólogos elucubran asombrosamente sobre la trinidad en sí misma, sabemos mucho acerca de cómo proceden entre sí las tres divinas personas. Formulamos en el Credo expresiones sobre la generación del Hijo y la procesión del Espíritu, y la consubstancialidad de las personas. Y hasta una de las más fuertes escisiones de la Iglesia que haya sucedido en toda su historia tiene uno de sus fundamentos en diferencias sobre esta generación intratrinitaria. (La otra diferencia, quizá la causa más verdadera de la ruptura es, por supuesto, una cuestión de poder).
Y empezamos a sentir temor y desazón, porque hemos entrado en la intimidad de Dios como quien entra en su propia casa y queremos que nuestras pobres palabras, nuestras imágenes con pies de barro sean capaces de representar a Aquel cuyo rostro no puede ver el hombre mortal. ¿No hablamos con demasiado desparpajo de la Santísima Trinidad? ¿No está nuestro lugar un poquito más abajo? ¿no nos vendría bien recuperar el respeto ante Dios?
Una cosa es segura. Conocemos de Dios lo que Dios nos ha dicho de sí mismo. Todo lo que nuestra mente es capaz de conocer de Dios ha de basarse en Su Palabra, si no queremos correr el riesgo de decir muchas tonterías. Y sí que hay Una Palabra estupenda de Dios acerca de sí mismo: se llama Jesús de Nazaret. Para nosotros, los que creemos en Jesús, Él es todo lo mejor -lo único y más que suficiente- que podemos conocer de Dios. Y en Jesús conocemos a Dios de tres maneras:
Como un viento irresistible que empuja la historia del mundo desde dentro, como cuando se hinchan desde dentro las velas de un barco y empieza a navegar, arrastrado por algo invisible y poderoso. Le hemos llamado "El Espíritu", el viento de Dios. Y lo hemos "visto" soplar poderosamente en el mismo Jesús, y lo hemos visto soplar poderosamente en la primera comunidad cristiana, sobre todo a partir de aquella formidable mañana de Pentecostés; y lo seguimos viendo soplar en el amor y el entusiasmo de tanta gente buena que sostiene el mundo y nos hace mantener la fe y la esperanza.
En Jesús, ese viento formidable era salud y era PALABRA. Todo Jesús es para nosotros Palabra: cuando cura y cuando habla, cuando se compadece y cuando se cansa, cuando muere y cuando triunfa, vemos ante todo LA PALABRA. Los que seguimos a Jesús lo entendemos como "La Palabra", no solamente por lo que dice sino por lo que hace, por su manera de ser y de vivir. Hasta el punto de que pensamos que en él podemos conocer a Dios, porque Dios se ha dado a conocer en él. Es el mensaje de Dios sobre sí mismo, su mejor comunicación. Y entendemos: el Espíritu de Dios se hace en Jesús Palabra para nosotros, mensaje de cómo es Dios. Por eso Juan Evangelista le llama el Logos, el Verbo, la Sabiduría, la Palabra de Dios hecha carne. Y ahí sí que conocemos de verdad cómo es Dios.
Y entonces surge nuestra estupenda sorpresa: cuando Dios habla de sí mismo - en su Palabra, que es Jesús - no habla de Infinito, de Eterno, de Creador, de todas esas cosas maravillosas que nosotros nos imaginábamos. Habla de ABBÁ, de papá cercano imprescindible, que es lo mismo que hablar de médico que se contagia por curar a sus enfermos, que es lo mismo que hablar del pastor que arriesga su vida por cada oveja.
Y nos quedamos asombrados, porque todo era más sencillo, y mucho más importante de lo que nosotros pensábamos. Ya no se trata de un dogma casi incomprensible, algo así como de que uno y tres es lo mismo, sino de que Dios se comunica conmigo - Palabra - actúa en mí - Espíritu - y es mi Padre con quien puedo contar para salvar mi vida.
Y que estas tres cosas me convierten en hijo, como convirtieron en Hijo al carpintero de Nazaret. A él, lleno del Espíritu, ese Hijo con mayúsculas, el Primogénito, el Amado. A mí, en quien sopla un poco del Espíritu, del mismo Espíritu, en proyecto de hijo, en camino hacia serlo.
Padre, Palabra y Viento, eso es Dios para mí: y esas tres cosas las he visto en Jesús, en el que hemos visto soplar como un huracán el Viento de Dios, en el que sentimos viva y presente La Palabra, el primero que se atrevió a llamar a Dios "Papá", y por eso se ganó el título de "El Hijo". Porque hijos somos todos, pero como Jesús, nadie.
Es admirable: ese misterio remotísimo e incomprensible de la Santísima Trinidad, que yo pensaba que no me interesaba nada, se convierte en algo importantísimo para mi vida: saber cómo es Dios es a la vez saber cómo es mi vida, y es fuente de seguridad, estímulo y luz para todos los que queremos caminar correctamente por el mundo.
Así que cuando te pregunten "¿quién es Dios nuestro Señor"? no empieces con aquello de "un señor admirable y poderoso, eterno y creador, que mora en los cielos...". Di más sencillamente: Dios es para mí el Padre con quien puedo contar, la Palabra que guía mi vida entera, el Viento que me ayuda a navegar... y todo eso lo he descubierto en Jesús, el Hijo, el hombre "lleno del Espíritu".
Sólo en Jesús conocemos a la Trinidad. A veces parece como si conociéramos a la Trinidad por el Antiguo Testamento o por el esfuerzo de nuestra razón, y lo aplicáramos luego a Jesús, reconociendo en Él al Logos, al Hijo eterno, a la Segunda Persona, ya conocidos previamente. Es al revés: en Jesús de Nazaret, ese hombre al que conocemos como el hijo del carpintero, a cuya madre conocemos, cuyos hermanos y parientes viven entre nosotros, en ese hombre hemos descubierto a Dios: a Dios nadie le ha visto jamás: pero Jesús nos lo ha dejado ver.
No pocas veces cometemos también el error de estudiar la Trinidad a través de presuntas palabras de Jesús, sin caer en la cuenta de que esas palabras que los evangelistas (Juan ante todo) ponen en labios de Jesús, son ya interpretaciones humanas, cristología trinitaria de las primeras generaciones cristianas, sumamente respetable, pero sometida ya a más complicaciones.
A Dios nadie le ha visto jamás, ni le ha comprendido jamás, ni es nadie capaz de meterlo en su cerebro. Si nos aventuramos más allá de lo que hemos visto y oído, de lo que nuestras manos han podido tocar del Verbo de la Vida, corremos peligro de no creer en Dios, sino en nuestras propias mediaciones.
PARA NUESTRA ORACIÓN
Yo creo sólo en un Dios,
en Abbá, como creía Jesús.
Yo creo que el Todopoderoso
creador del cielo y de la tierra
es como mi madre
y puedo fiarme de él.
Lo creo porque así lo he visto
en Jesús, que se sentía Hijo.
Yo creo que Abbá no está lejos
sino cerca, al lado, dentro de mí,
creo sentir su Aliento
como un Brisa suave que me anima
y me hace más fácil caminar.
Creo que Jesús, más aún que un hombre
es Enviado, Mensajero.
Creo que sus palabras son Palabras de Abbá
Creo que sus acciones son mensajes de Abbá.
Creo que puedo llamar a Jesús
La Palabra presente entre nosotros.
Yo solo creo en un Dios,
que es Padre, Palabra y Viento
porque creo en Jesús, el Hijo
el hombre lleno del Espíritu de Abbá.
José Enrique Galarreta
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