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domingo, 9 de junio de 2013

PERDER AL SER QUERIDO

X Domingo del T.O. (Lc 7, 11-17) - Ciclo C
Por José Antonio Pagola

Pocas experiencias hay tan dolorosas en la vida como la pérdida de un ser querido. El amor no es eterno. La amistad no es para siempre. Tarde o temprano llega el momento del adiós. Y de pronto todo se nos hunde. Impotencia, pena, desconsuelo; nuestra vida ya no podrá ser nunca como antes. ¿Cómo recuperar de nuevo el sentido de la vida?
Lo primero es recordar que liberarnos del dolor no quiere decir olvidar al ser querido o amarlo menos. Recuperar la vida no es una deshonra ni una ofensa a quien se nos ha muerto. De alguna manera, esa persona vive en nosotros. Su amor, su cariño, su manera de ser nos han enriquecido a lo largo de los años. Ahora hemos de seguir viviendo.
Hemos de elegir entre hundirnos en la pena o construir de nuevo la vida; sentirnos víctimas o mirar hacia adelante con confianza. El pasado ya no puede cambiar. Es nuestra vida de ahora la que podemos transformar. Reiniciar las actividades abandonadas; proponernos vivir una hora, esta tarde, un día, sin mirar con angustia nuestro futuro incierto.
Tal vez por dentro se nos acumulan toda clase de sentimientos cuando recordamos al ser querido. Momentos de gozo y de plenitud, recuerdos dolorosos, heridas mutuas; penas compartidas, proyectos que han quedado a medias. Cómo ayuda entonces poder comunicar lo que sentimos a una persona amiga; poder llorar con alguien que comprende nuestro desconsuelo.
Puede brotar también en nosotros el sentimiento de culpa. Ahora que hemos perdido a esa persona nos damos cuenta de que no siempre la hemos comprendido, que la podíamos haber querido mejor. No es justo torturarnos por errores cometidos en el pasado. Solo sirve para deprimimos. Es verdad que nuestro amor siempre es imperfecto. Ahora lo importante es perdonamos a nosotros mismos y sentirnos perdonados por Dios.
A veces no es fácil recuperarse. La ausencia del ser querido nos pesa demasiado, y la pena se apodera de nosotros una y otra vez. Puede ser el momento de acudir a la propia fe. Desahogarnos con Dios no es pecado. Dios no rechaza nuestras quejas. Las entiende. Cuántos creyentes han encontrado de nuevo la fuerza y la paz en esa oración: «No sé lo que hubiera hecho si no hubiera tenido fe»; «Dios me está dando la fuerza que necesito».
El evangelista Lucas nos describe una escena conmovedora que invita a despertar nuestra fe. Al acercarse a la pequeña aldea de Naín, Jesús se encuentra con una viuda que ha perdido a su hijo único, al que llevan a enterrar. Al verla, Jesús se conmueve. Y de sus labios salen dos palabras que hemos de escuchar desde lo más hondo de nuestro ser como venidas del mismo Dios: «No llores». Dios nos quiere ver disfrutando por toda la eternidad a quienes la muerte nos ha separado.

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