En términos de razones mundanas, estamos frente a una desproporción exorbitante, insensata, desquiciante. Es una actitud que al menos puede calificarse como locura o como romántica estupidez. A nadie se le ocurriría salir en busca de una única oveja que se ha extraviado dejando atrás a las otras noventa y nueve, poniéndolas en riesgos innecesarios.
Es dable suponer que la responsabilidad del extravío es propia de esa oveja, quizás por torpezas en el andar, quizás por buscar mejores pastos, por no soportar demasiado al resto del rebaño, por suponer que se basta por sí misma. Tal vez por intentar ejercer ciertas libertad imaginaria que sólo la conduce a la soledad.
Aunque también puede deberse a que en ciertos rebaños haya pastores desaprensivos, inmunes a las necesidades de las ovejas, distraídos y descuidados de cualquier otra cosa que no sean sus propios egos.
En cualquier caso, hay una oveja extraviada y en peligro de soledad y abandono.
El pastor de la parábola que nos brinda Jesús de Nazareth es el símbolo exacto de Dios.
Él conoce bien a sus ovejas, que es baqueano fiel en cualquier terreno, sabe las huellas precisas de cada una de ellas, un pastor que escucha con suma atención los llantos de los que se han perdido pero que también sabe interpretar al silencio y a la oscuridad. Nada lo detiene. Y cuando encuentra a la oveja extraviada, no hay reprensión, castigos ni condiciones. Sólo el amor inclaudicable de ponérsela al hombro para que regrese al redil, para que retorne a la vida.
Lo que cuenta es el encuentro, Dios de todos los regresos.
En el corazón sagrado de Jesús de Nazareth descubrimos ese amor desproporcionado, asombroso e incondicional de ese pastor que se atreve a enfrentar cualquier imposible con tal de que acontezca el reencuentro con quien se ha perdido, el Buen Pastor que se desvive por las ovejas con una generosidad tan infinita que es capaz de morirse para que ellas vivan, para que ninguna se le pierda.
En el Sagrado Corazón del Señor se nos revela la ternura infinita de un Dios que no condena, un Padre misericordioso que ansía el regreso de los hijos perdidos, una Madre que es capaz de poner toda la casa patas arriba por la dracma perdida, un hermano santo que insolenta toda violencia desde una cruz -como un delincuente- para que no haya más crucificados, para que nadie más habite en las sombras de muerte y en las tinieblas de la soledad
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