Por Ron Rolheiser (Trad. Julia Hinojosa)
En el núcleo de la experiencia, en el centro de nuestro corazón, hay anhelo. En todos los niveles, nuestro ser sufre dolores y vivimos llenos de tensiones. Le damos diferentes nombres a lo mismo - soledad, inquietud, vacío, nostalgia, añoranza, pasión por viajar, imperfección. Ser un ser humano es fundamentalmente estar en des-alivio.
Y esta enfermedad se encuentra en el centro de nuestras vidas, no en los bordes. No somos personas realizadas que a veces se sienten solas, personas tranquilas que a veces experimentan inquietud, ó personas que viven habitualmente en la intimidad y tienen batallas esporádicas con la alienación y la imperfeccción. Lo contrario es más cierto. Somos personas solitarias que ocasionalmente experimentan realización, almas inquietas que a veces se sienten tranquilas, y corazones doloridos que tienen breves momentos de consumación.
El anhelo y la añoranza están tan cerca del corazón de la persona humana que algunos teólogos definen la soledad como el alma humana; es decir, el alma humana no es algo que se siente en ocasiones la soledad, es soledad. El alma no es algo que tiene una lugar en su interior para la soledad, sino que es en si mismo un agujero para la soledad, un gran pozo sin fondo, una caverna de anhelo creada por Dios. La caverna no es algo en el alma. Es el alma. El alma no es algo que tiene una capacidad para Dios. Es una capacidad para Dios.
Cuando dice San Agustín: "Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti", el está, por supuesto, señalando la razón por la que Dios nos ha hecho de esta manera. Y, como indica su oración, el valor máximo de este anhelo reside precisamente en su carácter incesante, ya que no nos deja descansar con nada menos que con lo infinito y eterno, garantizando que buscaremos a Dios o estaremos frustrados.
Sin embargo más allá de su último propósito, con el fin de dirigirnos hacia nuestro objetivo final, la experiencia de la nostalgia tiene otra tarea central en el alma. Metafóricamente, es el calor que forja el alma. El dolor de la nostalgia es un fuego que da forma a nuestro interior. ¿Cómo? ¿Qué hace el dolor de la nostalgia al alma? ¿Cuál es el valor de vivir en una cierta frustración perpetua? ¿Qué se obtiene al cargar con esta tensión?
Superficialmente, y este argumento ha sido descrito muchas veces, el llevar tensión nos ayuda a apreciar la consumación cuando finalmente llega. Por lo tanto, la frustración temporal hace que eventualmente la realización sea mucho más dulce, el hambre hace que la comida sepa mejor, y sólo después de la sublimación puede haber algo sublime. Hay mucho de verdad en eso. Sin embargo el dolor de la soledad y la nostalgia también forman al alma en otros aspectos más importantes. Toda gran literatura toma sus raíces precisamente en esto, en cómo al acarrear la tensión se transforma el alma. El anhelo moldea el alma de muchas maneras, en particular ayudando a crear el espacio dentro de nosotros donde Dios pueda nacer. El anhelo crea en nosotros el establo con el pesebre de Belén. Es el canal en el que Dios puede nacer.
Esta es una idea antigua. Siglos antes de Cristo, la literatura apocalíptica judía tenían como tema: Cada lágrima trae al Mesías más cerca. Tomado literalmente, esto puede sonar como una mala teología - una cierta cuota de dolor debe ser soportada para que Dios pueda venir- sin embargo, es una hermosa, expresión poética de teología muy sólida: el llevar tensión expande, e hincha, el corazón, creando en él el espacio para que Dios pueda venir. Llevar tensión es lo que en la Biblia significa "ponderar".
Pierre Teilhard de Chardin nos dejó una gran imagen para esto. Para él, el alma, al igual que el cuerpo, tiene una temperatura, y para Teilhard, lo que hace el deseo es elevar la temperatura del alma. El anhelo, la inquietud, la añoranza, y el llevar tensión elevan nuestras temperaturas psíquicas. Esto, a una temperatura elevada, tiene una serie de efectos sobre el alma:
En primer lugar, la forma análoga que ocurre en la química física, donde las uniones que no puede tener lugar a temperaturas más bajas, a menudo se llevarán a cabo en temperaturas más altas, la nostalgia y el anhelo nos abren a uniones que de otra manera no ocurrirían, sobre todo en términos de nuestra relación con Dios y las cosas del cielo, aunque la idea no deja de tener su valor en el ámbito de la intimidad humana. Dicho más sencillamente, en nuestra soledad nosotros crepitamos, y eventualmente quemamos una gran cantidad de frialdad y otros obstáculos que bloquean la unión.
Por otra parte, este crepitar, esta nostalgia, trae al Mesías cerca, ya que se hincha el corazón para que sea para lo que Dios lo creó - un Gran Cañón, sin fondo, que duele en la soledad de la in-consumación hasta que encuentra su lugar de descanso en Dios
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