Tarde o temprano, a todos nos toca sufrir. Una enfermedad grave, un accidente inesperado, la muerte de un ser querido, desgracias y desgarros de todo tipo nos obligan un día a tomar postura ante el sufrimiento. ¿Qué hacer?
Algunos se limitan a rebelarse. Es una actitud explicable: protestar, sublevarnos ante el mal. Casi siempre esta reacción intensifica todavía más el sufrimiento. La persona se crispa y exaspera. Es fácil terminar en el agotamiento y la desesperanza.
Otros se encierran en el aislamiento. Viven replegados sobre su dolor, relacionándose solo con sus penas. No se dejan consolar por nadie. No aceptan alivio alguno. Por ese camino, la persona puede autodestruirse.
Hay quienes adoptan la postura de víctimas y viven compadeciéndose de sí mismos. Necesitan mostrar sus penas a todo el mundo: «Mirad qué desgraciado soy», «ved cómo me maltrata la vida». Esta manera de manipular el sufrimiento nunca ayuda a la persona a madurar.
La actitud del creyente es diferente. El cristiano no ama ni busca el sufrimiento, no lo quiere ni para los demás ni para sí mismo. Siguiendo los pasos de Jesús lucha con todas sus fuerzas por arrancarlo del corazón de la existencia. Pero, cuando es inevitable, sabe «llevar su cruz» en comunión con el Crucificado.
Esta aceptación del sufrimiento no consiste en doblegarnos ante el dolor porque es más fuerte que nosotros: eso sería estoicismo o fatalismo, pero no actitud cristiana. No trata tampoco de buscar «explicaciones » artificiosas, considerándolo castigo, prueba o purificación que Dios nos envía. El Padre no es ningún «sádico» que encuentra un placer especial en vernos sufrir. Tampoco tiene por qué exigirlo, como a pesar suyo, para que quede satisfecho su honor o su gloria.
El cristiano ve en el sufrimiento una experiencia en la que, unido a Jesús, puede vivir su verdad más auténtica.. El sufrimiento sigue siendo malo, pero precisamente por eso se convierte en la experiencia más realista y honda para vivir la confianza radical en Dios y la comunión con los que sufren.
Vivida así, la cruz es lo más opuesto al pecado. ¿Por qué? Porque pecar es buscar egoístamente la propia felicidad rompiendo con Dios y con los demás. «Llevar la cruz» en comunión con el Crucificado es exactamente lo contrario: abrirse confiadamente al Padre y solidarizarse con los hermanos precisamente en la ausencia de felicidad.
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