Sucede a veces que las cosas andan mal. La cruz sale de la vitrina y se pone sobre la mesa. Se instala sola, con una credibilidad neta, como vista por primera vez. No es un adorno sino un peso en la espalda, sus venas se estiran dos mil años, entre su soledad y la nuestra, entre su pobreza y la nuestra; también entre su confianza en el Padre y el intento nuestro de alcanzar algo semejante. Entonces mi historia se reconoce en Él y la cruz no necesita más elocuencia.
Otras veces ocurre que las cosas andan bien y en concordancia con la religión. El mirar la cruz entonces se parece a un Miércoles de Ceniza en medio del verano; así de desajustado y disfuncional, como una bofetada a nuestro "buen gusto"… Surge la obsesión de hermosear la cruz. Algo nos empuja a arreglar su mal gusto, que es ese exhibir al Hijo de Dios moribundo; nos mueve a intentar que su figura deforme, que el madero mismo de su muerte lenta formen un cuadro armónico con aquel hábitat nuestro que tanto no costó equilibrar. Es la "estetización de la cruz", el arte de representar la historia de la pasión y muerte de Jesucristo de un modo que "haga juego", que "pegue", con el estilo ya instalado en nuestra vida: un Cristo minimalista para la oficina, un Cristo de yeso para el santuario, un noble Cristo de marfil para el salón del palacio.
Por ejemplo, un Cristo junto a la cama: ¿quién podría dormir bajo un Cristo "en carnes entre abiertas" sin haber logrado antes doblegar su fealdad? ¡Es un Crucificado! Sólo cuando su crudeza se domestica es posible bajar los párpados: se puede lograr con algo de erudición artística, con una etiqueta de "barroco cuzqueño" por ejemplo, que haga que el Crucificado hable de historia del arte y no de una opción turbadora de Dios. Se le podrá limar las aristas con algo de teología, con un "estaba escrito", que haga que el Crucificado sea una pieza necesaria de la historia, no un misterio que retrasa el descanso. En fin, hablamos de estetizar, hacer que la cruz sea suave y sin relieve, de modo que su belleza externa confirme lo que ya vivimos y ahogue, sin dramatismo personal, el porqué de esas llagas.
Pero, ¿puede la cruz ser "bella" sin dejar de ser "escándalo"? ¿Puede ser armoniosa y seguir siendo salvífica? Si deja de ser piedra de tropiezo para los sentidos, ¿nos moverá a cambiar el rumbo? Alguien podría responder que sí, que es justo y necesario que la imagen del Crucificado sea hermosa, que es lo que exige la fe en la Resurrección; la fe en la victoria de Jesucristo y en la nuestra prometida. Si después de Su triunfo sobre la muerte aquel madero siniestro se transformó en Árbol que da Vida, si esos palos nos trajeron la salvación…lo que fue horrible se ha hecho bello y así debe ser mostrado. Lo absurdo, lo feo, el sufrimiento del Hijo de Dios suspendido de unos clavos, su muerte; también la muerte de los mártires que dieron su vida por creerle (esos que entendieron el tomar la cruz y seguirle al pie de la letra…y de la cruz), ese sufrimiento tenía sentido, tenía una belleza escondida que sólo la belleza exterior, la que se ve y es socialmente valorada, podría celebrar.
La experiencia de la cruz fea de Cristo
Más que sospechar, preferiría despertar una esperanza y dar razón de ella. Quizás el arte contemporáneo nos indica un camino hacia "otra belleza", una más creíble. Quisiera postular que en su "objeción de conciencia", en su negativa a producir cosas bellas, hay un regalo para la fe de la Iglesia, una propuesta para la evangelización de América Latina.
Nuestros obispos han señalado en la reciente Conferencia del Episcopado Latinoamericano, en Aparecida, que el futuro de la evangelización de nuestro Continente pasa por "una experiencia personal y comunitaria con Jesucristo para que nuestros pueblos, en Él, tengan vida". Etimológicamente, "experiencia" implica salir de sí al encuentro con alguien distinto, alguien que no es lo que nuestra espontaneidad espera y por ello nos puede cambiar la vida; es un ex- ponerse, un dejarse invitar a un éxodo, un arriesgarse a cambiar el rumbo. ¿No comenzó la historia de la fe con un "sal de tu tierra, de tu parentela, de la casa de tus padres"? (Gn 12,1). Un crucifijo ante nuestros ojos, sobre todo uno que no pretende ser bonito ni agradable a la vista, uno que no está maquillado de acuerdo a un estilo, abofetea nuestros sentidos e inaugura un mundo: "Ese feo hombre condenado es el Hijo de Dios". Expresa la historia de Jesucristo como un hecho histórico, "lo que hemos visto y oído" en las palabras de San Juan, y lo hace contemporáneo nuestro, dos mil años después. Lo vuelve para nosotros tan turbador como entonces. Como todo lo que salta a la vista y habla, una persona, un libro, una amapola, podemos amordazarlo en nuestra rutina como un objeto manipulable, o podemos "oírlo", podemos recibirlo como el principio de una nueva relación con el mundo, como origen, como "creación". De esto ya nos habló Heidegger, el que amaba a los poetas.
Efectivamente, un crucifijo en la pared puede ser un objeto bello, funcional a la decoración del departamento, también un amuleto. Pero quiere ser el origen de una conversión de los sentidos. Así como una obra de arte, también un crucifijo recibido como principio de un nuevo modo de sentir el mundo, me dice: "cambia tu vida", "ponte estos nuevos anteojos para mirar quién eres y lo que Dios hace por ti", "mira desde aquí lo que está sucediendo". Porque para recibir auténticamente una creación artística hay que dejarse volver a crear por ella. Porque para recibir auténticamente al Crucificado hay que dejarse volver a crear por Él. La redención es una "nueva creación".
En la cruz de Jesucristo se nos ofrece una nueva forma de sentir el mundo…"tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús". El madero donde Jesús de Nazareth murió no es bello al modo humano, no gratifica los sentidos, tampoco es cómodo, armónico ni funcional a ningún orden social pasado o actualmente existente. No es la marca de un Chile "país católico", no es el signo de las cruzadas ni la divisa de la cristiandad, menos aún el paisaje de nuestro modo espontáneo de relaciones en este Occidente cristiano: es y será siempre creación, origen de un nuevo modo posible de ver y oír el mundo, de mirar quiénes somos y cómo es Dios. Cuando la Cruz es reducida a un signo o a un objeto cultural, cuando es usada como el emblema de una institución simplemente humana, usamos "el Santo Nombre de Dios en vano"… La cruz, con su misterio fascinante y tremendo, con su misterio siempre mayor, no solo es origen de salvación ultraterrena sino principio de una nueva sensibilidad para un nuevo modo de valorar a las personas en esta tierra. Como Iglesia nos ponemos de rodillas ante la cruz intentando convertir nuestra propia sensibilidad pre-cristiana.
Si la cruz de Cristo no es bella en el sentido clásico, si se destruye cuando se embellece artificialmente, si nuestro ojo viejo ve en ella sólo rasgos adjudicados a la fealdad (opacidad, desorden, carencia, humillación, ridículo, impotencia), si el oído viejo sólo escucha un "maldito es el que muere en la cruz", ¿en qué consiste esa "otra belleza"?
La otra belleza
Sólo la fe la conoce, sólo ella la ha visto; se la mostraron por gracia al que gozó un día con las arrugas de los viejos y con la sonrisa sin doblez de un discapacitado. Se la regalaron gratis una mañana al universitario que ya no sintió vergüenza de salir a la calle del brazo con su madre analfabeta. Descubrió el otro encanto de las cosas.
Pero como es gracia, no le compete al artista fabricar esa "otra belleza", no puede reemplazar el don de la fe con un artificio, no le corresponde hermosear la fea cruz que sólo Dios puede volver creíblemente bella y fecunda. Si la embellece, miente; ya sea porque no sabe lo que es una cruz, o porque lo supo y lo ha olvidado (como el que da recetas desde arriba). Sólo quien está crucificado y ha mirado esa cruz con fe, en el Gólgota o en otro rincón del planeta, sabe qué es la cruz y cuál podría ser su belleza. "El que no ha sufrido no sabe nada", decía el Padre Hurtado. Quizás al artista sólo le compete mostrar humildemente cómo la cruz se ha presentado ayer y hoy en el mundo; lo hará como un servicio, a menudo como una denuncia, para que no se fabriquen más cruces y para que cuando le llegue la suya a cada cual, pueda alguno decir: "esto es la cruz, y aunque es horrible, es la misma cruz de Cristo en la cual me han dicho que Él venció".
La fe podrá cambiar los ojos del corazón, pero no volverá bella ninguna cruz en sus apariencias externas; no hará socialmente honorable el salivazo, no volverá gratas las espinas, no hará melodiosa la cobardía de los amigos, ni agradable el "Dios mío por qué me has abandonado". Tampoco transformará en un detalle el asesinato del que es víctima: ningún mártir muere sin el corazón hecho trizas por el suicidio que cometen sus asesinos. Sólo el amor por el Hijo que allí está, vuelve la cruz bella.
La fe abre los ojos, posibilita ver el amor inamovible del Padre más allá de la evidencia de la propia "fealdad"; inaugura la esperanza en la bondad del mundo a pesar de las apariencias deformes de esta vida; fragua la libertad de ser contado entre los que los contemporáneos consideran repugnantes; fortalece el compromiso con la salvación eterna del mundo hasta el aparente fracaso de la propia biografía; consolida la certeza en que la voluntad de Dios de salvar todo lo que respira le ganará a la muerte: el mismo modo de sentir que tuvo Jesús en la cruz, es modo recibido gratis y no por mérito, es lo que hace que la fea cruz sea "bella". La transforma en la única belleza que está a la altura de un Hijo de Dios: es la "otra belleza", la otra perfección, la otra alegría, la del nuevo Adán, esa por la que toda la creación sufre como con dolores de parto.
Y no se enrede, mi amigo. Esta otra belleza es profunda pero no por ello es carente de visibilidad. Es una belleza que salta a la vista y que los ojos pueden ver. "El que pueda ver que vea". Quieén la ha descubierto comenzará a encontrar hermosa a la gente que antes despreciaba, rostros genuinamente hermosos, no bonitos, no plásticamente lindos, sino bellos. El que haya contemplado la fea cruz y se haya dejado enamorar por ella, comenzará a sentir placer, auténtica alegría, al estar con los nuevos rostros del Hijo vencedor de las apariencias… el bello "Cristo Especial" en los discapacitados de La Legua, el bello Cristo andino en nuestros hermanos peruanos, el bello Cristo niño en los internos de la penitenciaría, el bello Cristo acompañado en los que casi fueron suicidas.
¿Puede nuestra piel experimentar tan grande cambio de sensibilidad? Nada es imposible para Dios. Pienso que la definición de qué es bello y qué es feo, de qué es atractivo y qué es repugnante, es la penúltima gran pelea entre Dios y el Diablo. La última será la definición de qué es morir y qué es ganar la vida. Cristo ganó la discusión en la cruz. Sumarse a su victoria implica dejarse transformar, empatizando con esa "otra belleza", el otro encanto de las personas. Tal conversión de los sentidos nos mostrará que la salvación queda frustrada en el que dedica su vida a cuidar su apariencia, alejándose de los crucificados de su tiempo. Quien por cuidar su imagen, su reputación, su perfección, su atractivo o su armonía de vida, se aleja de los crucificados, dramáticamente arruina su vida. Nos mostrará que la salvación pasa por perderle el temor a volverse feo. "No reclamo ninguna vanidad que te demuestre…" le decía Rilke a ese Dios que modeló una creación hermosa, pero que sólo la llevó a plenitud, la salvó, en la fealdad generosa y amante de la cruz. En ese Dios Crucificado, en ese que "da la vida libremente y sin que nadie se la quite", en ese que "no se aferró celosamente a su poder sino que se despojó"; en esa masa de carne desnuda, en la mueca ante los clavos, en el ser puesto en el lote de los malditos, en el resbalarse y no poder hallar descanso, en su amor más allá del propio aspecto destruido, Dios estaba creando de nuevo el mundo... "el que quiera seguirme que tome su cruz".
De hecho lo culturalmente entendido como bello (lo armónico con los usos sociales y la moda de cada época) queda superado después de contemplar la cruz. Lo que cada tiempo considera bello va cambiando, sirve para ser parte del curso pero no para ser feliz. Las bellas de Rubens hoy andan avergonzadas. Por eso Cristo, el nuevo Adán, "no juzga según las apariencias". Por ello no busca ramas de higuera y, si las usa, no le preocupa mucho que no estén a la moda… de hecho, Él "no tenía una hermosa apariencia como para que lo pudiéramos estimar". El que ha contemplado su cruz tiene el corazón puesto en otro amor, goza con otras cosas, ha cambiado para él lo que es bello, lo que es trágico, lo que es cómico, lo que es noble y lo que es vulgar. La fea hermosa cruz le ha dicho al ser humano cuánto vale para Dios y cuán feliz podría llegar a ser…le ha mostrado la otra belleza, la del Hijo de Dios hecho vencedor en la cruz.
¿Podrá hacérsele un trasplante de piel a nuestra patria? ¿Podrá nuestro Chile cambiar su insegura sensibilidad? Ese es el regalo que el que venció en la cruz nos hace cuando lo miramos de frente. Cruces en los muros no faltan, pero seguimos abandonando a aquellos que nuestra inseguridad considera despreciables. Millones de personas viven con angustia el desprecio de su aspecto; la moda lucra fomentando aspiraciones que hieren aún más su autoestima marchita: el mercado de identidades falsas gana dinero y fabrica suicidios. A los que no entran en tal circuito los mantenemos a raya para que no nos vayan a confundir con "ellos", con quienes nuestras entrañas desprecian por su piel. Sigue habiendo un "yo no lo conozco" y sigue cantando el gallo. Los negamos porque no hemos mirado al Crucificado ni reconocido en Él su misma voz. Por un error de diagnóstico sobre lo que hace que nuestra vida sea hermosa, los declaramos peligrosos. Los mantenemos encerrados en una hospedería, en el manicomio, en la villa, con una cruz en la pared… La secularización más grave no es la de las formas externas sino la de la mentira del corazón.
La mano de Damian (sacerdote de los Sagrados Corazones recién beatificado), fotografiada en Molokai a dos meses de su muerte por lepra, es una mano horrible. Tan desfigurada está, que da asco. Escribe el mismo Damian: "a veces no puedo evitar sentir repugnancia, (las heridas) están llenas de los mismos gusanos que devoran los cadáveres en las tumbas". Esa mano es la mano de Dios. Algún día nuestra contemplación del Crucificado nos permitirá ser la otra mano. Ella nos liberará de los ascos y vergüenzas infantiles, pondrá en nosotros gozos tan llenos de dignidad como de arrugas. Gozaremos con todo lo que es fácil de gozar, con los cuerpos que se aman, con las piedras chicas de los ríos, con los perniles de cerdo y con los dúos de violín… Pero no necesitaremos defendernos de los que no gozan porque ahora sufren; habremos aprendido otras alegrías más eternas y más tiernas.
Otras veces ocurre que las cosas andan bien y en concordancia con la religión. El mirar la cruz entonces se parece a un Miércoles de Ceniza en medio del verano; así de desajustado y disfuncional, como una bofetada a nuestro "buen gusto"… Surge la obsesión de hermosear la cruz. Algo nos empuja a arreglar su mal gusto, que es ese exhibir al Hijo de Dios moribundo; nos mueve a intentar que su figura deforme, que el madero mismo de su muerte lenta formen un cuadro armónico con aquel hábitat nuestro que tanto no costó equilibrar. Es la "estetización de la cruz", el arte de representar la historia de la pasión y muerte de Jesucristo de un modo que "haga juego", que "pegue", con el estilo ya instalado en nuestra vida: un Cristo minimalista para la oficina, un Cristo de yeso para el santuario, un noble Cristo de marfil para el salón del palacio.
Por ejemplo, un Cristo junto a la cama: ¿quién podría dormir bajo un Cristo "en carnes entre abiertas" sin haber logrado antes doblegar su fealdad? ¡Es un Crucificado! Sólo cuando su crudeza se domestica es posible bajar los párpados: se puede lograr con algo de erudición artística, con una etiqueta de "barroco cuzqueño" por ejemplo, que haga que el Crucificado hable de historia del arte y no de una opción turbadora de Dios. Se le podrá limar las aristas con algo de teología, con un "estaba escrito", que haga que el Crucificado sea una pieza necesaria de la historia, no un misterio que retrasa el descanso. En fin, hablamos de estetizar, hacer que la cruz sea suave y sin relieve, de modo que su belleza externa confirme lo que ya vivimos y ahogue, sin dramatismo personal, el porqué de esas llagas.
Pero, ¿puede la cruz ser "bella" sin dejar de ser "escándalo"? ¿Puede ser armoniosa y seguir siendo salvífica? Si deja de ser piedra de tropiezo para los sentidos, ¿nos moverá a cambiar el rumbo? Alguien podría responder que sí, que es justo y necesario que la imagen del Crucificado sea hermosa, que es lo que exige la fe en la Resurrección; la fe en la victoria de Jesucristo y en la nuestra prometida. Si después de Su triunfo sobre la muerte aquel madero siniestro se transformó en Árbol que da Vida, si esos palos nos trajeron la salvación…lo que fue horrible se ha hecho bello y así debe ser mostrado. Lo absurdo, lo feo, el sufrimiento del Hijo de Dios suspendido de unos clavos, su muerte; también la muerte de los mártires que dieron su vida por creerle (esos que entendieron el tomar la cruz y seguirle al pie de la letra…y de la cruz), ese sufrimiento tenía sentido, tenía una belleza escondida que sólo la belleza exterior, la que se ve y es socialmente valorada, podría celebrar.
La experiencia de la cruz fea de Cristo
Más que sospechar, preferiría despertar una esperanza y dar razón de ella. Quizás el arte contemporáneo nos indica un camino hacia "otra belleza", una más creíble. Quisiera postular que en su "objeción de conciencia", en su negativa a producir cosas bellas, hay un regalo para la fe de la Iglesia, una propuesta para la evangelización de América Latina.
Nuestros obispos han señalado en la reciente Conferencia del Episcopado Latinoamericano, en Aparecida, que el futuro de la evangelización de nuestro Continente pasa por "una experiencia personal y comunitaria con Jesucristo para que nuestros pueblos, en Él, tengan vida". Etimológicamente, "experiencia" implica salir de sí al encuentro con alguien distinto, alguien que no es lo que nuestra espontaneidad espera y por ello nos puede cambiar la vida; es un ex- ponerse, un dejarse invitar a un éxodo, un arriesgarse a cambiar el rumbo. ¿No comenzó la historia de la fe con un "sal de tu tierra, de tu parentela, de la casa de tus padres"? (Gn 12,1). Un crucifijo ante nuestros ojos, sobre todo uno que no pretende ser bonito ni agradable a la vista, uno que no está maquillado de acuerdo a un estilo, abofetea nuestros sentidos e inaugura un mundo: "Ese feo hombre condenado es el Hijo de Dios". Expresa la historia de Jesucristo como un hecho histórico, "lo que hemos visto y oído" en las palabras de San Juan, y lo hace contemporáneo nuestro, dos mil años después. Lo vuelve para nosotros tan turbador como entonces. Como todo lo que salta a la vista y habla, una persona, un libro, una amapola, podemos amordazarlo en nuestra rutina como un objeto manipulable, o podemos "oírlo", podemos recibirlo como el principio de una nueva relación con el mundo, como origen, como "creación". De esto ya nos habló Heidegger, el que amaba a los poetas.
Efectivamente, un crucifijo en la pared puede ser un objeto bello, funcional a la decoración del departamento, también un amuleto. Pero quiere ser el origen de una conversión de los sentidos. Así como una obra de arte, también un crucifijo recibido como principio de un nuevo modo de sentir el mundo, me dice: "cambia tu vida", "ponte estos nuevos anteojos para mirar quién eres y lo que Dios hace por ti", "mira desde aquí lo que está sucediendo". Porque para recibir auténticamente una creación artística hay que dejarse volver a crear por ella. Porque para recibir auténticamente al Crucificado hay que dejarse volver a crear por Él. La redención es una "nueva creación".
En la cruz de Jesucristo se nos ofrece una nueva forma de sentir el mundo…"tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús". El madero donde Jesús de Nazareth murió no es bello al modo humano, no gratifica los sentidos, tampoco es cómodo, armónico ni funcional a ningún orden social pasado o actualmente existente. No es la marca de un Chile "país católico", no es el signo de las cruzadas ni la divisa de la cristiandad, menos aún el paisaje de nuestro modo espontáneo de relaciones en este Occidente cristiano: es y será siempre creación, origen de un nuevo modo posible de ver y oír el mundo, de mirar quiénes somos y cómo es Dios. Cuando la Cruz es reducida a un signo o a un objeto cultural, cuando es usada como el emblema de una institución simplemente humana, usamos "el Santo Nombre de Dios en vano"… La cruz, con su misterio fascinante y tremendo, con su misterio siempre mayor, no solo es origen de salvación ultraterrena sino principio de una nueva sensibilidad para un nuevo modo de valorar a las personas en esta tierra. Como Iglesia nos ponemos de rodillas ante la cruz intentando convertir nuestra propia sensibilidad pre-cristiana.
Si la cruz de Cristo no es bella en el sentido clásico, si se destruye cuando se embellece artificialmente, si nuestro ojo viejo ve en ella sólo rasgos adjudicados a la fealdad (opacidad, desorden, carencia, humillación, ridículo, impotencia), si el oído viejo sólo escucha un "maldito es el que muere en la cruz", ¿en qué consiste esa "otra belleza"?
La otra belleza
Sólo la fe la conoce, sólo ella la ha visto; se la mostraron por gracia al que gozó un día con las arrugas de los viejos y con la sonrisa sin doblez de un discapacitado. Se la regalaron gratis una mañana al universitario que ya no sintió vergüenza de salir a la calle del brazo con su madre analfabeta. Descubrió el otro encanto de las cosas.
Pero como es gracia, no le compete al artista fabricar esa "otra belleza", no puede reemplazar el don de la fe con un artificio, no le corresponde hermosear la fea cruz que sólo Dios puede volver creíblemente bella y fecunda. Si la embellece, miente; ya sea porque no sabe lo que es una cruz, o porque lo supo y lo ha olvidado (como el que da recetas desde arriba). Sólo quien está crucificado y ha mirado esa cruz con fe, en el Gólgota o en otro rincón del planeta, sabe qué es la cruz y cuál podría ser su belleza. "El que no ha sufrido no sabe nada", decía el Padre Hurtado. Quizás al artista sólo le compete mostrar humildemente cómo la cruz se ha presentado ayer y hoy en el mundo; lo hará como un servicio, a menudo como una denuncia, para que no se fabriquen más cruces y para que cuando le llegue la suya a cada cual, pueda alguno decir: "esto es la cruz, y aunque es horrible, es la misma cruz de Cristo en la cual me han dicho que Él venció".
La fe podrá cambiar los ojos del corazón, pero no volverá bella ninguna cruz en sus apariencias externas; no hará socialmente honorable el salivazo, no volverá gratas las espinas, no hará melodiosa la cobardía de los amigos, ni agradable el "Dios mío por qué me has abandonado". Tampoco transformará en un detalle el asesinato del que es víctima: ningún mártir muere sin el corazón hecho trizas por el suicidio que cometen sus asesinos. Sólo el amor por el Hijo que allí está, vuelve la cruz bella.
La fe abre los ojos, posibilita ver el amor inamovible del Padre más allá de la evidencia de la propia "fealdad"; inaugura la esperanza en la bondad del mundo a pesar de las apariencias deformes de esta vida; fragua la libertad de ser contado entre los que los contemporáneos consideran repugnantes; fortalece el compromiso con la salvación eterna del mundo hasta el aparente fracaso de la propia biografía; consolida la certeza en que la voluntad de Dios de salvar todo lo que respira le ganará a la muerte: el mismo modo de sentir que tuvo Jesús en la cruz, es modo recibido gratis y no por mérito, es lo que hace que la fea cruz sea "bella". La transforma en la única belleza que está a la altura de un Hijo de Dios: es la "otra belleza", la otra perfección, la otra alegría, la del nuevo Adán, esa por la que toda la creación sufre como con dolores de parto.
Y no se enrede, mi amigo. Esta otra belleza es profunda pero no por ello es carente de visibilidad. Es una belleza que salta a la vista y que los ojos pueden ver. "El que pueda ver que vea". Quieén la ha descubierto comenzará a encontrar hermosa a la gente que antes despreciaba, rostros genuinamente hermosos, no bonitos, no plásticamente lindos, sino bellos. El que haya contemplado la fea cruz y se haya dejado enamorar por ella, comenzará a sentir placer, auténtica alegría, al estar con los nuevos rostros del Hijo vencedor de las apariencias… el bello "Cristo Especial" en los discapacitados de La Legua, el bello Cristo andino en nuestros hermanos peruanos, el bello Cristo niño en los internos de la penitenciaría, el bello Cristo acompañado en los que casi fueron suicidas.
¿Puede nuestra piel experimentar tan grande cambio de sensibilidad? Nada es imposible para Dios. Pienso que la definición de qué es bello y qué es feo, de qué es atractivo y qué es repugnante, es la penúltima gran pelea entre Dios y el Diablo. La última será la definición de qué es morir y qué es ganar la vida. Cristo ganó la discusión en la cruz. Sumarse a su victoria implica dejarse transformar, empatizando con esa "otra belleza", el otro encanto de las personas. Tal conversión de los sentidos nos mostrará que la salvación queda frustrada en el que dedica su vida a cuidar su apariencia, alejándose de los crucificados de su tiempo. Quien por cuidar su imagen, su reputación, su perfección, su atractivo o su armonía de vida, se aleja de los crucificados, dramáticamente arruina su vida. Nos mostrará que la salvación pasa por perderle el temor a volverse feo. "No reclamo ninguna vanidad que te demuestre…" le decía Rilke a ese Dios que modeló una creación hermosa, pero que sólo la llevó a plenitud, la salvó, en la fealdad generosa y amante de la cruz. En ese Dios Crucificado, en ese que "da la vida libremente y sin que nadie se la quite", en ese que "no se aferró celosamente a su poder sino que se despojó"; en esa masa de carne desnuda, en la mueca ante los clavos, en el ser puesto en el lote de los malditos, en el resbalarse y no poder hallar descanso, en su amor más allá del propio aspecto destruido, Dios estaba creando de nuevo el mundo... "el que quiera seguirme que tome su cruz".
De hecho lo culturalmente entendido como bello (lo armónico con los usos sociales y la moda de cada época) queda superado después de contemplar la cruz. Lo que cada tiempo considera bello va cambiando, sirve para ser parte del curso pero no para ser feliz. Las bellas de Rubens hoy andan avergonzadas. Por eso Cristo, el nuevo Adán, "no juzga según las apariencias". Por ello no busca ramas de higuera y, si las usa, no le preocupa mucho que no estén a la moda… de hecho, Él "no tenía una hermosa apariencia como para que lo pudiéramos estimar". El que ha contemplado su cruz tiene el corazón puesto en otro amor, goza con otras cosas, ha cambiado para él lo que es bello, lo que es trágico, lo que es cómico, lo que es noble y lo que es vulgar. La fea hermosa cruz le ha dicho al ser humano cuánto vale para Dios y cuán feliz podría llegar a ser…le ha mostrado la otra belleza, la del Hijo de Dios hecho vencedor en la cruz.
¿Podrá hacérsele un trasplante de piel a nuestra patria? ¿Podrá nuestro Chile cambiar su insegura sensibilidad? Ese es el regalo que el que venció en la cruz nos hace cuando lo miramos de frente. Cruces en los muros no faltan, pero seguimos abandonando a aquellos que nuestra inseguridad considera despreciables. Millones de personas viven con angustia el desprecio de su aspecto; la moda lucra fomentando aspiraciones que hieren aún más su autoestima marchita: el mercado de identidades falsas gana dinero y fabrica suicidios. A los que no entran en tal circuito los mantenemos a raya para que no nos vayan a confundir con "ellos", con quienes nuestras entrañas desprecian por su piel. Sigue habiendo un "yo no lo conozco" y sigue cantando el gallo. Los negamos porque no hemos mirado al Crucificado ni reconocido en Él su misma voz. Por un error de diagnóstico sobre lo que hace que nuestra vida sea hermosa, los declaramos peligrosos. Los mantenemos encerrados en una hospedería, en el manicomio, en la villa, con una cruz en la pared… La secularización más grave no es la de las formas externas sino la de la mentira del corazón.
La mano de Damian (sacerdote de los Sagrados Corazones recién beatificado), fotografiada en Molokai a dos meses de su muerte por lepra, es una mano horrible. Tan desfigurada está, que da asco. Escribe el mismo Damian: "a veces no puedo evitar sentir repugnancia, (las heridas) están llenas de los mismos gusanos que devoran los cadáveres en las tumbas". Esa mano es la mano de Dios. Algún día nuestra contemplación del Crucificado nos permitirá ser la otra mano. Ella nos liberará de los ascos y vergüenzas infantiles, pondrá en nosotros gozos tan llenos de dignidad como de arrugas. Gozaremos con todo lo que es fácil de gozar, con los cuerpos que se aman, con las piedras chicas de los ríos, con los perniles de cerdo y con los dúos de violín… Pero no necesitaremos defendernos de los que no gozan porque ahora sufren; habremos aprendido otras alegrías más eternas y más tiernas.
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