Hablar hoy de África inmediatamente nos hace pensar en el 'continente negro', en jirafas, leones, rinocerontes, cebras. Se ha de saber, empero, que, para la civilización antigua, África era fundamentalmente Egipto , el valle del Nilo , poblado por una raza semita: la el pueblo de los faraones. Su nombre le viene de que los griegos lo consideraban un país caluroso, en donde nunca hacía frío, ni se tenía escalofríos: de allí ' a ' partícula privativa y ' frikós ', 'sensación de frío'. Más al sur, sí, estaban los etíopes, ellos sí negros y eso quiere decir el término griego ' etíope ', 'quemado', 'tostado'.
Amén de la maravillosa civilización faraónica -luego acrecida por los griegos que, con Alejandro , la conquistaron y asimilaron, y, después, por los romanos y cristianos-, también se llamaba, y quizá con más propiedad, África, la costa mediterránea de ese continente hacia el oeste hasta las columnas de Hércules , luego Gibraltar. Allí se había instalado otra gran civilización, la fenicia, con colonos provenientes de Tiro , que, en el 814 AC habían fundado Cartago . Conquistada toda esa costa por los romanos alcanzó en época imperial y luego cristiana una riqueza y una cultura sin par. Multitud de concilios provinciales, grandes obispos, grandes teólogos, como Tertuliano , Cipriano , Agustín ., todos ellos 'africanos'.
Cuando, durante la disolución del imperio, esta franja costera fue tomada por los vándalos , cristianos arrianos, después de asentarse allí, comenzaron no solo a convertirse al catolicismo sino también a renovar y acrecer los antiguos pergaminos de la gran civilización. Lamentablemente Bizancio quiso reconquistar el territorio y envió para ello a su gran general Belisario que, efectivamente, acabó con los reinos vándalos. De tal manera que luego, cuando irrumpió sobre ese lugar la peste islámica, los ejércitos cristianos estaban desangrados y apenas pudieron ofrecerles resistencia. Desde entonces se inició, en ese emporio de riquezas y civilización africanos, la implacable decadencia que produce siempre, en los pueblos conquistados, el Corán. Fueron los musulmanes quienes, emprendiendo caravanas hacia el interior de África, atravesando el desierto del Sahara -al fin y al cabo eran hombre nacidos en el desierto-, comenzaron la cruel costumbre de la caza y el comercio de esclavos negros que, todavía, en algunos países dominados por esa nefanda religión, se practica.
Pero volvamos algo atrás, sobre el filo que separa al siglo II del III, reinando Septimio Severo como emperador de Roma. Es precisamente en África, en Cartago, donde desarrolla su labor de teólogo y apologista el gran Quinto Septimio Florencio Tertuliano . Como 'Tertuliano' fue siempre, luego, conocido, hasta nuestros días. Nacido en el 155 de un centurión romano estacionado en África y de una cartaginesa, ambos paganos, siempre se sintió, a la vez que orgulloso de su prosapia y cultura romana -se había recibido de abogado en Roma- y de sus tradiciones cartaginesas -usaba, contra la moda romana, el palio y no la toga.
Apasionado de la historia de sus mayores, desde que se convirtió al cristianismo, a los cuarenta y pico de años, será también un apasionado de la verdad. Para él no era cuestión de 'muchas' religiones con diversos grados de verdad. Se trataba de diferenciar firmemente la 'verdadera' de las 'falsas' religiones o divinidades. "Vera vel falsa divínitas". Y desde que la descubrió, nunca más la calló, nunca más la ocultó: " Veritas nihil erubescit nisi solummodo abscondi " (y lo cito en latín, porque Tertuliano fue un latinista eximio y, según muchos, el creador del latín cristiano), "la Verdad no se avergüenza de nada, salvo de esconderse". -Y recordemos que aquellas eran épocas de persecución y de martirio-. Y en eso no admitía compromisos ni, estrictamente, 'diálogo'. Su obra es enseñanza recia y, cuando encuentra adversarios, no conversa: enseña o desafía y discute. El diálogo para él era señal de debilidad; y la verdad de Cristo no se la merece. En uno de sus libros escribe: " La verdad persuade dictando cátedra, enseñando. No enseña, en cambio, cuando quiere persuadir " o cuando se la pone traicioneramente en pie de igualdad con el error. A pesar de ello, buen abogado y excelente filósofo, acumula argumento tras argumento, explicación tras explicación, cuando se trata de mostrar la luminosidad de la fe y la oscuridad de los errores.
Es cierto que, así -aún en esas épocas duras- despertaba rechazos. Silenciaba a los enemigos de la verdad, pero no siempre los convencía. No importa: su lectura, a 1800 años de distancia, en estas épocas de flanes y de derrotista ecumenismo, todavía hace correr fuego por las venas de un auténtico católico.
Tertuliano quiere mostrarnos que la inteligencia no está para inventar ni jugar con ideas en el aire, sino para ponerse en contacto con 'la realidad'. Es mirando la realidad y aceptando la revelación divina creadora de lo real -cuando se trata de objetos que están más allá de nuestra visión humana- cómo hallamos la verdad, nos enseña Tertuliano.
Por eso, justamente, fue un adversario implacable de quienes, dualistamente, negaban la realidad o bondad de la materia. A la manera de Parménides o Platón , entre los griegos, que sostenían que el mundo material y corporal era el mundo de la opinión, de lo engañoso y cambiante; o de los hindúes o budistas que dicen que la realidad material es pura ilusión de los sentidos, ' maya' .
En la época de Tertuliano había quienes continuaban sosteniendo, al modo doceta, que el cuerpo de Jesús no había sido real. Era indigno para Dios el que hubiera asumido la materia, y un disparate sostener que había sido crucificado. Más disparate, -polemizaban- siendo el cuerpo y la materia un mal, el que hubiera resucitado.
Tertuliano se descarga contra uno de ellos en su obra Adversus Marcionem , Contra Marción . En efecto Marción , un armador de barcos asiático residente en Roma y con tiempo para decir tonteras -cincuenta años anterior a Tertuliano pero su doctrina en vigencia- había sostenido que el Dios del Antiguo Testamento era distinto al del Nuevo, no era el Padre bueno de Nuestro Señor Jesucristo. "¿Cómo identificar" -decía- "a ese Dios que se enoja, que echa humo por las narices, que castiga sin piedad, que hace constantemente de juez, que manda degollar a los enemigos de los judíos, que enloquece a los hombres con sus leyes imposibles de cumplir. cómo confundirlo con el Padre de Jesús, lleno de misericordia y de perdón, con su reducción de la ley al precepto del amor, con su amor hasta el colmo de dar la vida de su Hijo por los hombres?" Por eso -afirmaba Marción- "hay dos Dioses distintos: uno, el malo y severo del Antiguo Testamento y otro, el bueno, del Nuevo. Es el primero quien habría creado el mundo material, el cuerpo del hombre para castigar a las almas, incluso tendiéndoles trampas con su leyes, como hizo con el prototipo Adán para que cayeran en peores males. Es, contrariamente, el segundo, el Padre de Cristo, quien viene a salvarnos de este mundo, de esta materia y de este cuerpo, mediante el 'espíritu', sin que la carne o humanidad de Jesús, creada por el primero, sirviera para nada. El alma ha de ser rescatada de su destierro en este mundo causado por el Dios del AT.
"¡No!" responde indignado Tertuliano, "el mundo es bueno, la carne es buena, el cuerpo es bueno, la creación es buena, y no se puede entender al hombre fuera de su condición corporal: nada puede sin la materia, sin su carne: ni siquiera ejercitar la caridad. La sublime transmisión de la vida ¿no se da acaso mediante la carne? ¿el amor del marido y la mujer no pasan también -aunque no solo- a través de lo corporal? Y el mismo celibato ¿acaso no es valioso porque implica la renuncia a algo bueno y santo?"
"¡No!" -seguía Tertuliano- "el Dios del Antiguo Testamento es el mismo Padre de Nuestro Señor Jesucristo, aunque todavía imperfectamente conocido. Es necesario leer el antiguo testamento a la luz del nuevo, para no retroceder a etapas superadas de la revelación; pero no contraponerlo. Y la creación no es una caída en la materia, sino el comienzo de una historia maravillosa de salvación en donde poco a poco Dios va llevando al hombre hacia la perfección, en la cual esa misma creación material alcanzará su plenitud en la resurrección de todo el hombre, con la tierra y los cielos renovados, no desaparecidos".
Y en lo que respecta a Jesús ¿como podría alcanzarnos la salvación si no fuera hombre, carne, como nosotros? "Caro cardo salutis", "la carne, eje de la salvación" es una de las breves y lapidarias frases de Tertuliano.
Imagínense estos dualistas o gnósticos o antimaterialistas o platónicos o marcionitas, despreciadores del cuerpo -en contra de todas las evidencias tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento que alaban la belleza de la creación y de lo humano, aún a pesar del pecado- imagínense si estos herejes podían aceptar que, mediante la materia, Dios pudiera infundir su vida, su gracia? Para ellos los sacramentos eran directamente una aberración: agua, aceite, pan vino, gestos y palabras de hombre, ¡materia! ¿para transmitir lo espiritual? Si ni siquiera la carne de Jesús, su humanidad tangible y material, había sido conductora de la gracia divina, del amor de Dios, ¡cuanto menos los sacerdotes, los sacramentos!
En esa línea de pensamiento se ubicarán todos los cristianos contaminados de gnosis, de dualismo platónico, de doctrinas orientales, y hoy de 'New Age': lo que importa es el espíritu, el alma entendida como espiritual, personal y autosuficiente, pero caída temporalmente en la materia. Para ellos el cuerpo es solo obstáculo para ese llamado 'espíritu'. Como mucho, y para la gente más simple y obtusa, lo material podrá servir de 'símbolo' de lo espiritual, nunca identificarse con su 'realidad'.
Pero vean que ésto no es verdad ni siquiera de lo humano. Nadie se comunica telepáticamente con nadie. Nadie expresa ni sus ideas ni sus amores prescindiendo de los gestos, de las palabras, de las acciones realizadas con todo nuestro ser. Nadie es capaz de conocer el interior de las personas si no es mediante lo que de ellas perciben nuestros ojos, tocan nuestras manos, oyen nuestros oídos y huelen nuestras narices. A Dios lo vemos en Jesucristo mediante su carne. Y Dios llega a nosotros en la carne de Jesús, en sus palabras, su Iglesia visible, sus sacramentos, su Sagrada Escritura. Y aún cuando nosotros dirijamos a Dios nuestros pensamientos, lo hacemos con ideas y actitudes interiores que se encarnan en nuestras neuronas y sus procesos químicos y eléctricos y, luego, en nuestras palabras, en nuestros gestos, en nuestro estar de rodillas, en nuestro comulgar con signos externos de respeto, como tomarlo en la boca, o querer verlo en la blancura de la apariencia de pan a través del cual se manifiesta, en la custodia adornada, en el fulgor de los cirios, en el humo del incienso, en la solemnidad de los cantos sagrados.
La tentación gnóstica, la postura de Marción contra la cual se descargaba ese abogado ávido de verdad y de realidad objetiva que era Tertuliano, ha perdurado en los medios cristianos hasta nuestros propios tiempos. No hablemos de los primeros tiempos en donde ya aparecen estos errores denunciados por San Pablo y luego por Ireneo y Tertuliano, más tarde por Agustín. No digamos nada de los maniqueos que, instalados en el sur de Francia, en Albí y por ello llamados albigenses, solo pudieron erradicarse con una cruzada. Ellos llegaban a tales extremos que abominaban del matrimonio porque obligaba, decían, a almas que de otro modo permanecerían en su pureza angélica, a bajar al embrión, a la materia. De allí que fueran de los primeros que utilizaron la ciencia para controlar la natalidad y practicar el aborto. Tampoco admitían ni Eucaristía ni bautismo ni Iglesia ni propiedades ni nada material. Templos sin imágenes. Cristianismo sin Cristo: puro 'espíritu'.
Algo de eso contaminó luego también al protestantismo, a Lutero, el monje rebelde, en el siglo XVI. Solo aceptó a regañadientes dos sacramentos: el bautismo y la que llamaba Cena . Aún así, para él, de ninguna manera el bautismo confería la gracia, ni el pan de la cena era el cuerpo del Señor, sino, como mucho, signos externos que 'provocaban' que el creyente hiciera actos de fe. 'Ocasiones' de encuentros con Dios, que podían hacerse perfectamente prescindiendo de esos sacramentos, solo escuchando e interpretando, por cuenta de uno, la Sagrada Escritura, y aún sin ésta.
Ya en el siglo IX, leyendo mal a San Agustín, muchos teólogos de buena fe que de ninguna manera pretendían ser dualistas o gnósticos, entre ellos, el más famoso en esta polémica, un tal Berengario , hacia el año mil y pico, habían enseñado que la presencia de Jesús en la eucaristía era meramente simbólica y que la Misa era una pura celebración rememorativa, como la Pascua judía del paso del Mar Rojo, o como un desfile o un Te Deum en una fecha patria.
Es entonces cuando empieza a pergeñarse definitivamente la doctrina de la distinción entre la apariencia , lo que 'se ve' de la cosa, y la esencia , lo que la cosa 'es'. Se va preparando la doctrina -a partir del teólogo Hugo de San Víctor, muerto en 1141- de la transubstanciación que se hará, luego, habitual en la exposición de la doctrina.
Por primera vez entra la palabra transubstanciación en un documento solemne de la Iglesia en el Concilio Ecuménico de Letrán IV del año 1215. Y allí se afirma que es el mismo Cristo resucitado, el mismo Cristo histórico, su ser real, a quien, en la Eucaristía, vemos bajo la apariencia de pan y de vino. Eso -diría Tertuliano- no depende de mi fe, ni de mi convencimiento, ni de mi opinión subjetiva, sino que es la realidad misma que veo delante de mí y puedo recibir en la comunión. El pan es de 'verdad' la 'carne' de Cristo. " Esto es mi cuerpo " decimos en la Misa los sacerdotes con toda la fuerza de la palabra 'es'.
Cuerpo de Cristo que, por supuesto, podemos recibir con dignidad y fruto si lo hacemos sabiendo de su presencia real bajo apariencia de pan igual a la bajo su apariencia de carne. Pero que, también objetivamente, podemos profanar e insultar, si lo recibimos o tratamos con indignidad, con falta de decoro, con carencia de esa solemnidad piadosa y no estirada de la cual habla el Papa Benedicto, rodeando su soberana presencia de serenidad, de belleza, de señales de respetuosa alegría, de acción de gracias, de formas nobles. Sin juicios excesivamente temerarios podemos medir la fe del cristiano en la presencia real del Señor en la Eucaristía por la forma que tiene de actuar frente a ella o con ella.
Fue en medio del desarrollo de la doctrina de la transubstanciación que el papa Urbano IV instituyó, en 1264, la fiesta de Corpus Christi. Encargó a Santo Tomás de Aquino la redacción de su oficio. Y este gran teólogo compuso para la fiesta las hermosas poesías de la secuencia Lauda Sion -que hemos oído recién bastante mal traducida- y los himnos Pange lingua , con su Tantum ergo , Sacris solemniis y Verbum supernum , todas vertidas bellamente al castellano por nuestro Francisco Luis Bernárdez .
Fiesta por excelencia de la verdad católica: acción de gracias por la creación de nuestra vida humana corporal, de nuestro mundo, del mundo futuro. Acción de gracias por el acercarse a nosotros de Dios en Jesucristo, en su plena humanidad, en su simplicidad de hombre, en su 'carne'.
En la subversión de los valores y la verdad de los últimos tiempo no ha dejado de hacerse presente otra vez la negación de esta augusta Presencia. Lo denunciaron en su momento Pablo VI en su Mysterium Fidei de 1965, donde frenaba el intento de algunos teólogos de cambiar la palabra transubstanciación por transignificación, y Juan Pablo II en su última encíclica Ecclesia de Eucaristia . También el papa Benedicto en sus obras de teología anteriores al pontificado. Es necesario volver no solo a reactualizar, en nuestra convicción, la doctrina, sino manifestar su verdad cada vez con mayor valentía, con esa única vergüenza que puede tener la verdad que es 'la de ocultarse' -como decía Tertuliano-, y reflejarla en nuestras actitudes, en nuestras visitas al Santísimo, en nuestras comuniones y acciones de gracia, en nuestro modo de asistir a Misa, en nuestra forma de recibir el sagrado don de la presencia de Dios, de ' la carne que se hace pan' -como acaba de decir Benedicto en su homilía de Corpus Christi-. Frase, la última, ante la cual Tertuliano se hubiera regocijado, él que defendía que 'la carne' era 'el eje de la salvación' y se horrorizaba de que las manos que habían fabricado ídolos o jugado con ellos se atrevieran a recibir el cuerpo del Señor. "¡ Oh escándalo! -escribía- los judíos pusieron sus manos en Cristo una sola vez, pero éstos desgarran su cuerpo todos los días. ¡Oh manos dignas de ser cortadas!"
Pero también escribía Tertuliano, para los que recibían a Jesús dignamente: " Nuestra carne , ¡dichosa carne!, es alimentada con el cuerpo y la sangre de Cristo, y nuestro corazón se llena de gozo y de Dios ."
¡Sea por siempre bendito y alabado el Santísimo Sacramento del Altar!
Amén de la maravillosa civilización faraónica -luego acrecida por los griegos que, con Alejandro , la conquistaron y asimilaron, y, después, por los romanos y cristianos-, también se llamaba, y quizá con más propiedad, África, la costa mediterránea de ese continente hacia el oeste hasta las columnas de Hércules , luego Gibraltar. Allí se había instalado otra gran civilización, la fenicia, con colonos provenientes de Tiro , que, en el 814 AC habían fundado Cartago . Conquistada toda esa costa por los romanos alcanzó en época imperial y luego cristiana una riqueza y una cultura sin par. Multitud de concilios provinciales, grandes obispos, grandes teólogos, como Tertuliano , Cipriano , Agustín ., todos ellos 'africanos'.
Cuando, durante la disolución del imperio, esta franja costera fue tomada por los vándalos , cristianos arrianos, después de asentarse allí, comenzaron no solo a convertirse al catolicismo sino también a renovar y acrecer los antiguos pergaminos de la gran civilización. Lamentablemente Bizancio quiso reconquistar el territorio y envió para ello a su gran general Belisario que, efectivamente, acabó con los reinos vándalos. De tal manera que luego, cuando irrumpió sobre ese lugar la peste islámica, los ejércitos cristianos estaban desangrados y apenas pudieron ofrecerles resistencia. Desde entonces se inició, en ese emporio de riquezas y civilización africanos, la implacable decadencia que produce siempre, en los pueblos conquistados, el Corán. Fueron los musulmanes quienes, emprendiendo caravanas hacia el interior de África, atravesando el desierto del Sahara -al fin y al cabo eran hombre nacidos en el desierto-, comenzaron la cruel costumbre de la caza y el comercio de esclavos negros que, todavía, en algunos países dominados por esa nefanda religión, se practica.
Pero volvamos algo atrás, sobre el filo que separa al siglo II del III, reinando Septimio Severo como emperador de Roma. Es precisamente en África, en Cartago, donde desarrolla su labor de teólogo y apologista el gran Quinto Septimio Florencio Tertuliano . Como 'Tertuliano' fue siempre, luego, conocido, hasta nuestros días. Nacido en el 155 de un centurión romano estacionado en África y de una cartaginesa, ambos paganos, siempre se sintió, a la vez que orgulloso de su prosapia y cultura romana -se había recibido de abogado en Roma- y de sus tradiciones cartaginesas -usaba, contra la moda romana, el palio y no la toga.
Apasionado de la historia de sus mayores, desde que se convirtió al cristianismo, a los cuarenta y pico de años, será también un apasionado de la verdad. Para él no era cuestión de 'muchas' religiones con diversos grados de verdad. Se trataba de diferenciar firmemente la 'verdadera' de las 'falsas' religiones o divinidades. "Vera vel falsa divínitas". Y desde que la descubrió, nunca más la calló, nunca más la ocultó: " Veritas nihil erubescit nisi solummodo abscondi " (y lo cito en latín, porque Tertuliano fue un latinista eximio y, según muchos, el creador del latín cristiano), "la Verdad no se avergüenza de nada, salvo de esconderse". -Y recordemos que aquellas eran épocas de persecución y de martirio-. Y en eso no admitía compromisos ni, estrictamente, 'diálogo'. Su obra es enseñanza recia y, cuando encuentra adversarios, no conversa: enseña o desafía y discute. El diálogo para él era señal de debilidad; y la verdad de Cristo no se la merece. En uno de sus libros escribe: " La verdad persuade dictando cátedra, enseñando. No enseña, en cambio, cuando quiere persuadir " o cuando se la pone traicioneramente en pie de igualdad con el error. A pesar de ello, buen abogado y excelente filósofo, acumula argumento tras argumento, explicación tras explicación, cuando se trata de mostrar la luminosidad de la fe y la oscuridad de los errores.
Es cierto que, así -aún en esas épocas duras- despertaba rechazos. Silenciaba a los enemigos de la verdad, pero no siempre los convencía. No importa: su lectura, a 1800 años de distancia, en estas épocas de flanes y de derrotista ecumenismo, todavía hace correr fuego por las venas de un auténtico católico.
Tertuliano quiere mostrarnos que la inteligencia no está para inventar ni jugar con ideas en el aire, sino para ponerse en contacto con 'la realidad'. Es mirando la realidad y aceptando la revelación divina creadora de lo real -cuando se trata de objetos que están más allá de nuestra visión humana- cómo hallamos la verdad, nos enseña Tertuliano.
Por eso, justamente, fue un adversario implacable de quienes, dualistamente, negaban la realidad o bondad de la materia. A la manera de Parménides o Platón , entre los griegos, que sostenían que el mundo material y corporal era el mundo de la opinión, de lo engañoso y cambiante; o de los hindúes o budistas que dicen que la realidad material es pura ilusión de los sentidos, ' maya' .
En la época de Tertuliano había quienes continuaban sosteniendo, al modo doceta, que el cuerpo de Jesús no había sido real. Era indigno para Dios el que hubiera asumido la materia, y un disparate sostener que había sido crucificado. Más disparate, -polemizaban- siendo el cuerpo y la materia un mal, el que hubiera resucitado.
Tertuliano se descarga contra uno de ellos en su obra Adversus Marcionem , Contra Marción . En efecto Marción , un armador de barcos asiático residente en Roma y con tiempo para decir tonteras -cincuenta años anterior a Tertuliano pero su doctrina en vigencia- había sostenido que el Dios del Antiguo Testamento era distinto al del Nuevo, no era el Padre bueno de Nuestro Señor Jesucristo. "¿Cómo identificar" -decía- "a ese Dios que se enoja, que echa humo por las narices, que castiga sin piedad, que hace constantemente de juez, que manda degollar a los enemigos de los judíos, que enloquece a los hombres con sus leyes imposibles de cumplir. cómo confundirlo con el Padre de Jesús, lleno de misericordia y de perdón, con su reducción de la ley al precepto del amor, con su amor hasta el colmo de dar la vida de su Hijo por los hombres?" Por eso -afirmaba Marción- "hay dos Dioses distintos: uno, el malo y severo del Antiguo Testamento y otro, el bueno, del Nuevo. Es el primero quien habría creado el mundo material, el cuerpo del hombre para castigar a las almas, incluso tendiéndoles trampas con su leyes, como hizo con el prototipo Adán para que cayeran en peores males. Es, contrariamente, el segundo, el Padre de Cristo, quien viene a salvarnos de este mundo, de esta materia y de este cuerpo, mediante el 'espíritu', sin que la carne o humanidad de Jesús, creada por el primero, sirviera para nada. El alma ha de ser rescatada de su destierro en este mundo causado por el Dios del AT.
"¡No!" responde indignado Tertuliano, "el mundo es bueno, la carne es buena, el cuerpo es bueno, la creación es buena, y no se puede entender al hombre fuera de su condición corporal: nada puede sin la materia, sin su carne: ni siquiera ejercitar la caridad. La sublime transmisión de la vida ¿no se da acaso mediante la carne? ¿el amor del marido y la mujer no pasan también -aunque no solo- a través de lo corporal? Y el mismo celibato ¿acaso no es valioso porque implica la renuncia a algo bueno y santo?"
"¡No!" -seguía Tertuliano- "el Dios del Antiguo Testamento es el mismo Padre de Nuestro Señor Jesucristo, aunque todavía imperfectamente conocido. Es necesario leer el antiguo testamento a la luz del nuevo, para no retroceder a etapas superadas de la revelación; pero no contraponerlo. Y la creación no es una caída en la materia, sino el comienzo de una historia maravillosa de salvación en donde poco a poco Dios va llevando al hombre hacia la perfección, en la cual esa misma creación material alcanzará su plenitud en la resurrección de todo el hombre, con la tierra y los cielos renovados, no desaparecidos".
Y en lo que respecta a Jesús ¿como podría alcanzarnos la salvación si no fuera hombre, carne, como nosotros? "Caro cardo salutis", "la carne, eje de la salvación" es una de las breves y lapidarias frases de Tertuliano.
Imagínense estos dualistas o gnósticos o antimaterialistas o platónicos o marcionitas, despreciadores del cuerpo -en contra de todas las evidencias tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento que alaban la belleza de la creación y de lo humano, aún a pesar del pecado- imagínense si estos herejes podían aceptar que, mediante la materia, Dios pudiera infundir su vida, su gracia? Para ellos los sacramentos eran directamente una aberración: agua, aceite, pan vino, gestos y palabras de hombre, ¡materia! ¿para transmitir lo espiritual? Si ni siquiera la carne de Jesús, su humanidad tangible y material, había sido conductora de la gracia divina, del amor de Dios, ¡cuanto menos los sacerdotes, los sacramentos!
En esa línea de pensamiento se ubicarán todos los cristianos contaminados de gnosis, de dualismo platónico, de doctrinas orientales, y hoy de 'New Age': lo que importa es el espíritu, el alma entendida como espiritual, personal y autosuficiente, pero caída temporalmente en la materia. Para ellos el cuerpo es solo obstáculo para ese llamado 'espíritu'. Como mucho, y para la gente más simple y obtusa, lo material podrá servir de 'símbolo' de lo espiritual, nunca identificarse con su 'realidad'.
Pero vean que ésto no es verdad ni siquiera de lo humano. Nadie se comunica telepáticamente con nadie. Nadie expresa ni sus ideas ni sus amores prescindiendo de los gestos, de las palabras, de las acciones realizadas con todo nuestro ser. Nadie es capaz de conocer el interior de las personas si no es mediante lo que de ellas perciben nuestros ojos, tocan nuestras manos, oyen nuestros oídos y huelen nuestras narices. A Dios lo vemos en Jesucristo mediante su carne. Y Dios llega a nosotros en la carne de Jesús, en sus palabras, su Iglesia visible, sus sacramentos, su Sagrada Escritura. Y aún cuando nosotros dirijamos a Dios nuestros pensamientos, lo hacemos con ideas y actitudes interiores que se encarnan en nuestras neuronas y sus procesos químicos y eléctricos y, luego, en nuestras palabras, en nuestros gestos, en nuestro estar de rodillas, en nuestro comulgar con signos externos de respeto, como tomarlo en la boca, o querer verlo en la blancura de la apariencia de pan a través del cual se manifiesta, en la custodia adornada, en el fulgor de los cirios, en el humo del incienso, en la solemnidad de los cantos sagrados.
La tentación gnóstica, la postura de Marción contra la cual se descargaba ese abogado ávido de verdad y de realidad objetiva que era Tertuliano, ha perdurado en los medios cristianos hasta nuestros propios tiempos. No hablemos de los primeros tiempos en donde ya aparecen estos errores denunciados por San Pablo y luego por Ireneo y Tertuliano, más tarde por Agustín. No digamos nada de los maniqueos que, instalados en el sur de Francia, en Albí y por ello llamados albigenses, solo pudieron erradicarse con una cruzada. Ellos llegaban a tales extremos que abominaban del matrimonio porque obligaba, decían, a almas que de otro modo permanecerían en su pureza angélica, a bajar al embrión, a la materia. De allí que fueran de los primeros que utilizaron la ciencia para controlar la natalidad y practicar el aborto. Tampoco admitían ni Eucaristía ni bautismo ni Iglesia ni propiedades ni nada material. Templos sin imágenes. Cristianismo sin Cristo: puro 'espíritu'.
Algo de eso contaminó luego también al protestantismo, a Lutero, el monje rebelde, en el siglo XVI. Solo aceptó a regañadientes dos sacramentos: el bautismo y la que llamaba Cena . Aún así, para él, de ninguna manera el bautismo confería la gracia, ni el pan de la cena era el cuerpo del Señor, sino, como mucho, signos externos que 'provocaban' que el creyente hiciera actos de fe. 'Ocasiones' de encuentros con Dios, que podían hacerse perfectamente prescindiendo de esos sacramentos, solo escuchando e interpretando, por cuenta de uno, la Sagrada Escritura, y aún sin ésta.
Ya en el siglo IX, leyendo mal a San Agustín, muchos teólogos de buena fe que de ninguna manera pretendían ser dualistas o gnósticos, entre ellos, el más famoso en esta polémica, un tal Berengario , hacia el año mil y pico, habían enseñado que la presencia de Jesús en la eucaristía era meramente simbólica y que la Misa era una pura celebración rememorativa, como la Pascua judía del paso del Mar Rojo, o como un desfile o un Te Deum en una fecha patria.
Es entonces cuando empieza a pergeñarse definitivamente la doctrina de la distinción entre la apariencia , lo que 'se ve' de la cosa, y la esencia , lo que la cosa 'es'. Se va preparando la doctrina -a partir del teólogo Hugo de San Víctor, muerto en 1141- de la transubstanciación que se hará, luego, habitual en la exposición de la doctrina.
Por primera vez entra la palabra transubstanciación en un documento solemne de la Iglesia en el Concilio Ecuménico de Letrán IV del año 1215. Y allí se afirma que es el mismo Cristo resucitado, el mismo Cristo histórico, su ser real, a quien, en la Eucaristía, vemos bajo la apariencia de pan y de vino. Eso -diría Tertuliano- no depende de mi fe, ni de mi convencimiento, ni de mi opinión subjetiva, sino que es la realidad misma que veo delante de mí y puedo recibir en la comunión. El pan es de 'verdad' la 'carne' de Cristo. " Esto es mi cuerpo " decimos en la Misa los sacerdotes con toda la fuerza de la palabra 'es'.
Cuerpo de Cristo que, por supuesto, podemos recibir con dignidad y fruto si lo hacemos sabiendo de su presencia real bajo apariencia de pan igual a la bajo su apariencia de carne. Pero que, también objetivamente, podemos profanar e insultar, si lo recibimos o tratamos con indignidad, con falta de decoro, con carencia de esa solemnidad piadosa y no estirada de la cual habla el Papa Benedicto, rodeando su soberana presencia de serenidad, de belleza, de señales de respetuosa alegría, de acción de gracias, de formas nobles. Sin juicios excesivamente temerarios podemos medir la fe del cristiano en la presencia real del Señor en la Eucaristía por la forma que tiene de actuar frente a ella o con ella.
Fue en medio del desarrollo de la doctrina de la transubstanciación que el papa Urbano IV instituyó, en 1264, la fiesta de Corpus Christi. Encargó a Santo Tomás de Aquino la redacción de su oficio. Y este gran teólogo compuso para la fiesta las hermosas poesías de la secuencia Lauda Sion -que hemos oído recién bastante mal traducida- y los himnos Pange lingua , con su Tantum ergo , Sacris solemniis y Verbum supernum , todas vertidas bellamente al castellano por nuestro Francisco Luis Bernárdez .
Fiesta por excelencia de la verdad católica: acción de gracias por la creación de nuestra vida humana corporal, de nuestro mundo, del mundo futuro. Acción de gracias por el acercarse a nosotros de Dios en Jesucristo, en su plena humanidad, en su simplicidad de hombre, en su 'carne'.
En la subversión de los valores y la verdad de los últimos tiempo no ha dejado de hacerse presente otra vez la negación de esta augusta Presencia. Lo denunciaron en su momento Pablo VI en su Mysterium Fidei de 1965, donde frenaba el intento de algunos teólogos de cambiar la palabra transubstanciación por transignificación, y Juan Pablo II en su última encíclica Ecclesia de Eucaristia . También el papa Benedicto en sus obras de teología anteriores al pontificado. Es necesario volver no solo a reactualizar, en nuestra convicción, la doctrina, sino manifestar su verdad cada vez con mayor valentía, con esa única vergüenza que puede tener la verdad que es 'la de ocultarse' -como decía Tertuliano-, y reflejarla en nuestras actitudes, en nuestras visitas al Santísimo, en nuestras comuniones y acciones de gracia, en nuestro modo de asistir a Misa, en nuestra forma de recibir el sagrado don de la presencia de Dios, de ' la carne que se hace pan' -como acaba de decir Benedicto en su homilía de Corpus Christi-. Frase, la última, ante la cual Tertuliano se hubiera regocijado, él que defendía que 'la carne' era 'el eje de la salvación' y se horrorizaba de que las manos que habían fabricado ídolos o jugado con ellos se atrevieran a recibir el cuerpo del Señor. "¡ Oh escándalo! -escribía- los judíos pusieron sus manos en Cristo una sola vez, pero éstos desgarran su cuerpo todos los días. ¡Oh manos dignas de ser cortadas!"
Pero también escribía Tertuliano, para los que recibían a Jesús dignamente: " Nuestra carne , ¡dichosa carne!, es alimentada con el cuerpo y la sangre de Cristo, y nuestro corazón se llena de gozo y de Dios ."
¡Sea por siempre bendito y alabado el Santísimo Sacramento del Altar!
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