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sábado, 31 de mayo de 2008

El Dios de los culpables

Por Juan Diego Galaz SJ
Estudiante jesuita haciendo su práctica de Derecho.

A propósito de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús.

Por mi práctica profesional me ha tocado acompañar de cerca el sufrimiento en torno a los delitos y la cárcel. Tal vez el dolor de las víctimas no merezca mucha explicación. Por experiencia propia o cercana sabemos del miedo y la angustia que esto significa. Dios, de manera misteriosa y muchas veces incomprensible para nosotros, acompaña y consuela este dolor.

Pero he aprendido que el culpable también sufre. La cárcel es un lugar de maltrato y humillación. Si sabemos (o suponemos) lo que ahí ocurre, nunca se lo desearíamos a alguien que realmente queremos. Quizás por eso, porque Dios realmente nos quiere, y porque sabe en carne propia lo que ahí se padece, es que nos invita a visitarlo y consolarlo, a Él mismo, en los que están presos.

Digo esto porque en una sociedad como la nuestra, en que los medios de comunicación nos mueven a odiar a los delincuentes, esta invitación de Dios parece contradictoria. ¿Por qué amar por igual a inocentes y culpables? O bien: ¿cómo amar a los que nos dañan y no renunciar al Estado de Derecho? Aunque parezca obvio, creo que la clave de la invitación de Dios es que nos llama a amar y no a odiar. Es decir, a debatir normas con un contenido de justicia orientado hacia la reconciliación y no de penas encaminadas a la venganza.

En un Estado de Derecho, las víctimas de un delito deben exigir que se juzgue y sancione a los culpables. Amar no significa renunciar a que se respeten los acuerdos contenidos en las normas. Amar es renunciar a desearle al otro un mal. Es entender el derecho como un medio para solucionar conflictos y restituir la paz social, no para tomar venganza.

De la misma manera, amar es buscar la justicia no sólo en el conflicto específico, sino que en la construcción de un sistema normativo responsable del complejo entramado social que, como nos indica la Comisión para la Equidad, busque la ampliación del acceso a los bienes que la sociedad produce y distribuye (educación, salud, dinero, reconocimiento, etc.). La justicia que brota del amor es de reconciliación, porque es de igualdad y de inclusión. El amor quiere ampliar la participación, mientras que el odio discrimina.

Etty Hillesum, una mujer judía que se quedó por propia voluntad dentro de un campo de concentración nazi, reflexionó brillantemente sobre este asunto. Sus palabras explican muy bien el sentir del Sagrado Corazón: “En el campamento pude experimentar con vívida concreción que cualquier partícula de odio que añadamos a este mundo, lo hace aún más inhóspito de lo que ya es. Y creo, quizás puerilmente, pero también de manera tenaz, que si esta tierra se convierte en un lugar más habitable, será tan solo a través del amor, amor del que el judío Pablo habla a los Corintios.”

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