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miércoles, 14 de mayo de 2008

Solemnidad de la Santisima Trinidad - Ciclo A: Misterio de Amor

Publicado por Servicio Catolico

El misterio de la Trinidad es la síntesis de nuestra fe cristiana y del Año litúrgico. La Trinidad no es un problema numérico, como si se tratase de que tres sean uno.
El mundo construye sus dioses y le tributa su culto, sin advertir su falsedad y vaciedad.
Moisés presenta a Israel con toda crudeza la verdad que "no hay otro Dios".
Es un Dios fiel, a pesar de la infidelidad de Israel.
Es un Dios cercano al pueblo, aunque éste se aleje de él.
Es un Dios al que llamamos "Padre" porque somos sus hijos adoptivos.
Creer en la Trinidad no es cuestión de alta teología; sino de vivir y experimentar profundamente la fe y el amor del Padre por el Hijo y en el Espíritu Santo..

Santísima Trinidad
Misterio de amor

"Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad" (Ex 34,6)

El libro del Éxodo nos narra hoy uno de esos encuentros íntimos entre Yahvéh y Moisés. Encuentro del hombre con Dios en el que la ínfima pequeñez de la naturaleza humana entra en relación con la infinita grandeza del Altísimo. Misterio profundo de este Dios nuestro, Uno y Trino, esencialmente amor, comunicación permanente de benevolencia.

Tres divinas personas que se aman desde toda la eternidad. El Padre, que engendra al Hijo, y el Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo. Una sola naturaleza divina y tres divinas personas, que no son tres dioses sino un solo Dios. Iguales en todo, en la divinidad, en la gloria, en la majestad. Como es el Padre así es el Hijo y así el Espíritu Santo: increado, inmenso, eterno, omnipotente. En la Santísima Trinidad nada es anterior o posterior, nada mayor o menor, sino que las tres personas son coeternas entre sí e iguales.

Dios es compasivo, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad, en amor y fidelidad, en bondad y en verdad. Ante este profundo misterio de amor que eres Tú, mi Dios Uno y Trino, sólo nos queda postrarnos por tierra, en actitud de honda adoración.

"Si he obtenido tu favor que mi Señor vaya con nosotros, aunque ese es un pueblo de cerviz dura; perdona nuestros pecados y tómanos como heredad tuya" (Ex 34,9)

Moisés se siente anonadado ante la infinita grandeza de Dios, ante ese misterio indescifrable que es el amor divino. Ese amor que es fuerte y abrasador, grande hasta los celos, ese amor siempre vivo, esa bondad que no conoce la traición ni el olvido, ese cariño que permanece eternamente el mismo, siempre fiel y leal, misericordia que se repite de generación en generación.

Animado por esa extraordinaria grandeza del amor divino, Moisés se atreve a interceder por su pueblo, a pesar de que ese pueblo es terco y contumaz, recalcitrante en su actitud de pecado, en su desobediencia a Dios... Del mismo modo yo me atrevo, díselo también tú, a hablarte confiadamente, a pedirte con sencillez. Perdona nuestros pecados, disimula nuestras villanías. A ti te es propio el compadecer y el perdonar, incansablemente. Compadécete, una vez más, de nosotros. Y haz que ante tu infinito amor y tu eterno perdón, se despierte en nuestros corazones un amor profundo y sincero que, con una entrega incondicional y generosa, corresponda a tu maravilloso misterio de amor.



Bendito seas, Señor

"Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres..." (Dan 3,53)

Por desgracia la blasfemia es, también hoy, una triste realidad. Quizá que en la mayoría de los casos sea tan sólo una frase mecánica, carente de intencionalidad ofensiva, un latiguillo que se intercala en la conversación, lo mismo que otras muletillas que algunas personas tienen al hablar. De aquí que la culpabilidad de quienes las profieren quede atenuada, sobre todo si la persona que tiene esa fea costumbre, lucha por corregirse.

De todas formas, estremece escucharla, indigna en lo más profundo que se hable de esa forma, ultrajando lo más sagrado que existe, el nombre excelso de Dios. Al oírlo, un buen cristiano debe sentirlo y tratar de desagraviar, aunque sea interiormente, a Dios a quien tan injustamente se le ofende. En ocasiones convendrá llamar la atención al que profiere la blasfemia, mejor a solas, aparte, tratando de ayudarle y no de humillarle, actuando con prudencia y tacto.

"Bendito eres en el templo de tu santa gloria" (Dan 3,54)

Estas consideraciones vienen a propósito del canto interleccional de hoy. En él se bendide y alaba al Señor, una y otra vez. Porque Él es el Dios de nuestros padres, el que nos ha protegido y ayudado siempre, el que nos ha perdonado sin cansarse de hacerlo, el que nos ha colmado con sus bienes, el que nos ha redimido con su sangre, el que nos tiene preparado un premio eterno, una felicidad inefable e imperecedera.

Bendito y alabado, glorificado y ensalzado. Porque es poderoso hasta poderlo todo, y sabio que todo lo conoce, incluso lo que está más oculto para el hombre. Él es verdad que jamás engaña y siempre convence. Perfección suprema, sin sombra alguna de fealdad o malicia. Amor infinito que nunca cansa ni nunca acaba, que comprende y perdona, que siempre agrada y nos colma plenamente.

Ante Dios, uno y trino

"Alegraos, trabajad por vuestra perfección, animaos..." (2Cor 13, 11)

La alegría es quizá una de las cosas más difíciles de mantener. Y también de lo más necesario para la vida del hombre. Difícil porque naturalmente parecemos más inclinados al desánimo, o quizá porque son más los motivos que hay para entristecerse que para alegrarse. Y, sin embargo, sin alegría no podemos vivir. La tristeza es como una losa que nos aplana, que nos inmoviliza. El desánimo y la melancolía son las mejores armas que tiene el demonio para vencer y destruir al hombre.

De ahí que con mucha frecuencia Pablo nos exhorte a la alegría, nos hable de la necesidad de esta virtud tan íntimamente relacionada con la esperanza, la tercera de las tres virtudes mayores o teologales. Alegraos, pues, esforzaos para desechar los motivos, más o menos reales, que pueda haber para estar tristes. Pensad en el amor infinito de Dios, en su poder sin medida y confiad en Él, pase lo que pase.

Lo importante es hacer lo que esté de nuestra parte para agradar a Dios, para conseguir ser como Él quiere que seamos. Por lo menos intentar hacer cada día la voluntad del Señor. Sin apenarnos si no lo conseguimos, contando con el perdón de nuestro Padre, con su comprensión, con su ayuda. Con este Padre y Dios nuestro, tan bueno y tan fuerte no tenemos derecho a dejarnos llevar por la tristeza. Anímate, pues, y alegra tu corazón y tu cara.

"La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con vosotros" (2Cor 13,13)

Es uno de los saludos iniciales de la santa Misa. Un deseo que se repite desde hace casi dos mil años, una plegaria ferviente en favor de los hombres, una invocación a las tres Personas de la Santísima Trinidad que expresa a la vez nuestra fe en el altísmo misterio de Dios Uno y Trino, la esperanza de poseerle como el más preciado tesoro que el hombre puede poseer; el único bien y la única verdad que puede aquietar el corazón y la mente del hombre.

La gracia de Cristo, su favor gratuito, su benevolencia sin precio para cada uno de nosotros, tan pobres, tan sin nada que dar a cambio, tan necesitados de alguien que sin interés alguno se compadezca de quienes nada tienen o no saben dar. El amor del Padre para con estos hijos desvalidos y enfermos, estos hijos siempre pródigos, perdidos en un mundo de cerdos y algarrobas. Y la comunión del Espíritu Santo, la acción purificadora y santificante del fuego de Dios, el impulso del viento divino que empuje nuestra barca de pobres velas y avance lento...Dios mío, Padre, Hijo y Espíritu Santo, dadnos siempre vuestra gracia, vuestro amor, el vivir unidos a ti, Trinidad beatísima. Amén.

El que crea se salvará

"Tanto amó Dios al mundo..." (Jn 3,16)

Nicodemo temía a sus correligionarios, y a causa de ese miedo a que le vieran con el Rabbí de Nazaret, acude a verle cuando ya era de noche. Los fariseos, los ancianos y los escribas desconfiaban de aquel visionario que arrastraba a las gentes, como habían hecho en aquella época de expectación otros seudomesías. Nicodemo, fariseo él también, ha intuido, sin embargo, que el caso de Jesús de Nazaret es muy distinto. Por eso acude a conocerlo de cerca, para sondearle, para oírle hablar sobre su doctrina, para saber de modo directo cuál era su mensaje y cuáles sus propósitos.

Jesús le acoge amablemente y le habla. Sus palabras sorprenden y desconciertan a Nicodemo, pero poco a poco va descubriendo la grandeza del anuncio de Cristo. Así lo da a entender más tarde cuando recrimina a los demás miembros del Sanedrín que formulan un juicio precipitado contra Jesús, a quien ni siquiera habían escuchado. Más tarde, cuando Cristo haya muerto en la cruz, dará la cara y, junto con José de Arimatea, pedirá a Pilatos el cuerpo sin vida del Señor.

En aquella noche Jesús le habló de muchas cosas. Entre ellas, del grande amor que Dios tiene al mundo. Amor que se manifiesta y evidencia en la entrega del propio Hijo Unigénito, el Amado, como víctima de propiciación, como Cordero sin mancilla que se inmolaría para quitar el pecado del mundo. Ciertamente aquello era extraordinario, pues extraordinario fue el don que lo ratificó. Amor hasta llegar al extremo, hasta esa prueba definitiva e irrebatible que es dar la vida por la persona amada, hasta la última gota de sangre, en el patíbulo de la cruz.

Dios quiere que el mundo se salve. Dios no quiere condenar a nadie. En realidad, al final de todo, aquellos que sean arrojados de la presencia del Señor, lo serán por su propia culpa. Es decir, la sentencia condenatoria, más que una condena será el reconocimiento de una situación libremente querida y sostenida por el condenado. Pero el que cree no será condenado, sigue diciendo Jesucristo. Tomemos conciencia de esta verdad, reavivemos nuestra fe en Dios, Uno y Trino. Aceptemos con rendida humildad las verdades reveladas, seamos hijos fieles de la Iglesia y alcanzaremos la dicha sin inefable de ser amados por Dios y de amarlo eternamente.

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