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viernes, 13 de junio de 2008

Pornografía del alma

Publicado por La Puerta de Damasco


Una de las acepciones del significado de la palabra “pornografía” es “tratado acerca de la prostitución”; es decir, acerca de la actividad que consiste en mantener relaciones sexuales con otras personas a cambio de dinero. Una actividad con gran oferta – basta leer las páginas finales de algunos periódicos – y cabe suponer que con gran demanda, ya que, por ejemplo, no se anunciaría el tabaco si no hubiese fumadores.

Las nuevas tecnologías han puesto la pornografía al alcance de un “clic”. Se pulsa una tecla y se puede abrir un variado panorama de cuerpos desnudos, de cuerpos entrelazados, de acoplamientos múltiples que harían sonrojar, tal vez, al Marqués de Sade. Como la pornografía es, como las drogas, adictiva, siempre puede haber quien quiere más; quien necesita más; quien busca más. Lo que, en un primer acercamiento, excita enormemente, termina por cansar y se exploran nuevas vías, a veces incluso fronterizas con el delito.

He buscado en el índice del Catecismo las referencias a la pornografía. Me he encontrado con tres referencias directas, en los números 2211, 2354 y 2396. La primera de estas referencias habla de los deberes de la comunidad política con respecto a la familia y señala, entre ellos, “la protección de la seguridad y la higiene, especialmente por lo que se refiere a peligros como la droga, la pornografía, el alcoholismo, etc.”. La segunda referencia define con mayor precisión qué es la pornografía: “consiste en sacar de la intimidad de los protagonistas actos sexuales, reales o simulados, para exhibirlos ante terceras personas de manera deliberada”. La tercera alusión elenca, entre los pecados gravemente contrarios a la castidad, las actividades pornográficas.

Pero además de esta pornografía-prostitución de los cuerpos, que jamás sacia la voracidad insaciable de sus potenciales consumidores – que, si no estamos alerta, podemos ser cada uno de nosotros – , existe una “pornografía de las almas”. Una venta de la propia intimidad a cambio de dinero. Aquellas cosas que, con dificultad, se dirían al confesor, amparados por el secreto del sacramento, se dicen a plena luz a cambio de euros. Lo he visto, hace unos días, en un programa de televisión. Un concurso que premia, cada vez con más dinero, la respuesta “sincera”, yo diría descarada, del concursante. Ante la presencia cómplice de su marido o esposa, de su padre o de su madre, o de algún amigo o amiga.

La sinceridad, la sencillez, la veracidad no es lo mismo que el impudor, que la falta de vergüenza, que el descaro a la hora de hacer público lo más oscuro que puede pasar por nuestra mente o que pudo haber marcado – ya que somos pecadores – nuestra conducta. En el fragmento del programa que he podido ver, un esposo anima a su mujer, aduciendo como gran argumento el bien del hijo de ambos, a confesarlo todo. En la idea de que unos miles de euros sería el precioso tributo que la madre podría ofrecer a su hijo.

¿Le compensa a un niño que sus padres ganen unos duros a cambio de que todo el mundo sepa que su madre, o su padre, emplea objetos domésticos para satisfacerse sexualmente; que sería infiel a su esposo o esposa si nadie se enterase; que, en el fondo, no confía en su marido – o en su mujer - ? A mí no me escandalizan las debilidades humanas. Somos hijos de Adán, hechos de barro, marcados por el pecado, cargados con el peso de la concupiscencia. Pero me da mucha tristeza, mucha vergüenza que, por unas treinta monedas, se venda al mejor postor el santuario sagrado de la intimidad, de la conciencia. Me merecen más respeto, casi, los que venden su cuerpo que quienes venden su alma. Por nada o por casi nada.

P. Guillermo Juan Morado.

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