Más no para aquí el Señor, sino que da pruebas de una nueva solicitud. Porque viendo -dice el evangelista- a las muchedumbres, tuvo lástima de ellas, pues se hallaban fatigadas y tendidas, como ovejas sin pastor, dijo a sus discípulos: La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies. Mirad una vez más cuán ajeno es el Señor a la vanagloria, pues para no atraerlos El a todos en pos de sí, envió a sus discípulos. Aunque no es ésa la única razón por que los envía. El quiere que se ejerciten en la Palestina, como en una palestra, y así se preparen para sus combates por todo lo ancho de la tierra. De ahí que cada vez les va ofreciendo más ancho campo a sus combates, en cuanto su virtud lo permitía, con el fin de que luego se les hicieran más fáciles los que les esperaban. Era como sacar sus polluelos aún tiernos para ejercitarlos en el vuelo. Y por de pronto los constituye médicos de los cuerpos, y más adelante les confiará también la curación, más importante, de las almas. Y considerad cómo les presenta su misión a la par fácil y necesaria. Porque ¿qué es lo que dice? La mies es mucha, pero los obreros pocos. No os envío—parece decirles—a sembrar, sino a segar. Algo así les había dicho en Juan: Otros han trabajado, y vosotros habéis entrado en su trabajo. Ahora bien, al hablarles así, quería el Señor reprimir su orgullo a par que infundirles confianza, pues les hacía ver que el trabajo mayor estaba ya hecho. Pero mirad también aquí cómo el Señor empieza por su propio amor y no por recompensa de ninguna clase: Porque se compadeció de las muchedumbres, que estaban fatigadas y tendidas, como ovejas sin pastor. Con estas palabras apuntaba a los príncipes de los judíos; pues, habiendo de ser pastores, se mostraban lobos. Porque no sólo no corregían a la muchedumbre, sino que ellos eran el mayor obstáculo a su adelantamiento. Y era así que cuando el pueblo se maravillaba y decía: “Jamás se ha visto cosa igual en Israel”, ellos decían lo contrario y replicaban: En virtud del príncipe de los demonios, expulsa éste a los demonios. —Mas quiénes designa aquí el Señor como trabajadores? —Indudablemente, a sus doce discípulos. —Ahora bien, después de decir que los obreros eran pocos, ¿añadió alguno más? —De ninguna manera. Lo que hizo fue enviarlos a trabajar. —Por qué, pues, decía: Rogad al dueño de la mies que envíe obreros a su mies, y El no les envió ninguno? Porque, aun siendo sólo doce, El los multiplicó más adelante, no por su número, sino por la virtud de que les hizo gracia.
JESUS, DUEÑO DE LA MIES
Luego, para mostrarles cuán grande era la dádiva que les hacía: Rogad—les dice—al Señor de la mies. Con lo que, veladamente, manifiesta ser El quien poseía aquel dominio. En efecto, apenas les hubo dicho: Rogad al Señor de la mies, sin que ellos le hubieran rogado nada, sin que hubiera precedido una oración de su parte, El los escoge inmediatamente, a par que les recuerda las expresiones mismas de Juan sobre la era y el bieldo, la paja y el trigo. Por donde se ve claro ser Él el labrador, El el amo de la mies, El el dueño soberano de los profetas. Porque si ahora mandaba a segar a sus discípulos, claro está que no los mandaba a campo ajeno, sino a lo que El mismo había sembrado por medio de los profetas.
LA MISIÓN DE LOS APÓSTOLES
Mas no se contenta el Señor con animar a sus discípulos por el hecho de llamar cosecha a su ministerio, sino haciéndolos aptos para ese mismo ministerio. Y así, llamando a sí—dice el evangelista—a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus para que los arrojaran, y curar toda enfermedad y toda flaqueza. Y, sin embargo, todavía no había sido dado el Espíritu Santo: Todavía no había—dice Juan—Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado. Cómo expulsaban, pues los apóstoles a los espíritus? —Por el mandato y la autoridad del Señor. Mas considerad ahora, os ruego, la oportunidad del momento de su misión. Porque no los envió desde el principio, no. Cuando ya habían por bastante tiempo gozado de su compañía, cuando habían ya visto resucitado a un muerto, apaciguado por su intimación el mar, arrojados los demonios, curado un paralítico y perdonados sus pecados; cuando ya el poder del Señor estaba suficientemente demostrado por obras y palabras, entonces es cuando El los envía. Y, aun entonces, no a misiones peligrosas, pues por de pronto ningún peligro les amenazaba en Palestina. Sólo la maledicencia tendrían desde luego que afrontar. Y aun así, ya de antemano les habla de peligros, preparándolos antes de tiempo para el combate y aprestándolos para él con la constante alusión a los peligros que les esperaban.
LA LISTA DE LOS APÓSTOLES
Hasta ahora, sólo dos parejas de apóstoles nos ha nombrado el evangelista, la de Pedro y Andrés y la de Santiago y Juan. Luego nos contó Mateo su propio llamamiento, pero nada nos ha dicho aún de la vocación y nombre de los otros apóstoles. De ahí que tenía forzosamente que traernos aquí la lista de ellos y decirnos sus nombres, como lo hace seguidamente. Los nombres de los doce apóstoles son éstos: el primero Simón, por sobrenombre Pedro... Porque había otro Simón, llamado el Cananeo; como había dos Judas: Judas Iscariote y Judas el de Santiago; y dos Santiagos: Santiago hijo de Alfeo y Santiago hijo de Zebedeo. Ahora bien, Marcos los pone por orden de dignidad, y sólo después de nombrar a los dos corifeos cuenta también a Andrés. No así Mateo, sino de modo diferente. Más aún: a Tomás mismo, que sin duda le era inferior, Mateo le pone antes que a sí mismo. Pero volvamos otra vez a su lista: El primero Simón, por sobrenombre Pedro, y Andrés, su hermano. No les tributa el evangelista pequeño elogio, pues al uno le alaba por su firmeza de roca y al otro por lo noble de su carácter. Luego Santiago, hijo de Zebedeo, y Juan, su hermano. ¿Veis cómo no los pone según su dignidad? Porque, a mi parecer, Juan no sólo es superior a todos los demás, sino a su mismo hermano. Luego, nombrado Felipe y Bartolomé, pasa a Tomás y Mateo, el publicano. No procede así Lucas, sino que, por lo contrario, antepone Mateo a Tomás. Luego viene Santiago, hijo de Alfeo; pues, como hemos ya dicho, había otro Santiago, el hijo de Zebedeo. Luego, nombra dos Lebeo, por otro nombre Tadeo, y Simón el Celotes, a quien llama también Cananeo, llega al traidor. Pero habla de él no como enemigo a quien hace la guerra, sino con la indiferencia de quien escribe la historia. No dijo: "Judas, el abominable entre todo lo abominable", sino que le calificó sencillamente por el nombre de su ciudad, llamándole Judas el Iscariote. Había, efectivamente, otro Judas, por sobrenombre Lebeo, y también Tadeo, que Lucas hace hijo de Santiago, diciendo: Judas de Santiago. Para distinguir, pues, de éste al traidor, dice Mateo: Judas el Iscariote, que fue también el que le traicionó. Y no tiene empacho en decir: Que fue también el que le traicionó. De este modo, los evangelistas no ocultan jamás nada ni aun de lo que parece ser ignominioso. Así, el que figura primero y es el corifeo de todo el, coro de los apóstoles, es un hombre sin letras e ignorante.
(San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (1–45), Tomo I, BAC, Madrid, 1955, Pág.636- 643)
JESUS, DUEÑO DE LA MIES
Luego, para mostrarles cuán grande era la dádiva que les hacía: Rogad—les dice—al Señor de la mies. Con lo que, veladamente, manifiesta ser El quien poseía aquel dominio. En efecto, apenas les hubo dicho: Rogad al Señor de la mies, sin que ellos le hubieran rogado nada, sin que hubiera precedido una oración de su parte, El los escoge inmediatamente, a par que les recuerda las expresiones mismas de Juan sobre la era y el bieldo, la paja y el trigo. Por donde se ve claro ser Él el labrador, El el amo de la mies, El el dueño soberano de los profetas. Porque si ahora mandaba a segar a sus discípulos, claro está que no los mandaba a campo ajeno, sino a lo que El mismo había sembrado por medio de los profetas.
LA MISIÓN DE LOS APÓSTOLES
Mas no se contenta el Señor con animar a sus discípulos por el hecho de llamar cosecha a su ministerio, sino haciéndolos aptos para ese mismo ministerio. Y así, llamando a sí—dice el evangelista—a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus para que los arrojaran, y curar toda enfermedad y toda flaqueza. Y, sin embargo, todavía no había sido dado el Espíritu Santo: Todavía no había—dice Juan—Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado. Cómo expulsaban, pues los apóstoles a los espíritus? —Por el mandato y la autoridad del Señor. Mas considerad ahora, os ruego, la oportunidad del momento de su misión. Porque no los envió desde el principio, no. Cuando ya habían por bastante tiempo gozado de su compañía, cuando habían ya visto resucitado a un muerto, apaciguado por su intimación el mar, arrojados los demonios, curado un paralítico y perdonados sus pecados; cuando ya el poder del Señor estaba suficientemente demostrado por obras y palabras, entonces es cuando El los envía. Y, aun entonces, no a misiones peligrosas, pues por de pronto ningún peligro les amenazaba en Palestina. Sólo la maledicencia tendrían desde luego que afrontar. Y aun así, ya de antemano les habla de peligros, preparándolos antes de tiempo para el combate y aprestándolos para él con la constante alusión a los peligros que les esperaban.
LA LISTA DE LOS APÓSTOLES
Hasta ahora, sólo dos parejas de apóstoles nos ha nombrado el evangelista, la de Pedro y Andrés y la de Santiago y Juan. Luego nos contó Mateo su propio llamamiento, pero nada nos ha dicho aún de la vocación y nombre de los otros apóstoles. De ahí que tenía forzosamente que traernos aquí la lista de ellos y decirnos sus nombres, como lo hace seguidamente. Los nombres de los doce apóstoles son éstos: el primero Simón, por sobrenombre Pedro... Porque había otro Simón, llamado el Cananeo; como había dos Judas: Judas Iscariote y Judas el de Santiago; y dos Santiagos: Santiago hijo de Alfeo y Santiago hijo de Zebedeo. Ahora bien, Marcos los pone por orden de dignidad, y sólo después de nombrar a los dos corifeos cuenta también a Andrés. No así Mateo, sino de modo diferente. Más aún: a Tomás mismo, que sin duda le era inferior, Mateo le pone antes que a sí mismo. Pero volvamos otra vez a su lista: El primero Simón, por sobrenombre Pedro, y Andrés, su hermano. No les tributa el evangelista pequeño elogio, pues al uno le alaba por su firmeza de roca y al otro por lo noble de su carácter. Luego Santiago, hijo de Zebedeo, y Juan, su hermano. ¿Veis cómo no los pone según su dignidad? Porque, a mi parecer, Juan no sólo es superior a todos los demás, sino a su mismo hermano. Luego, nombrado Felipe y Bartolomé, pasa a Tomás y Mateo, el publicano. No procede así Lucas, sino que, por lo contrario, antepone Mateo a Tomás. Luego viene Santiago, hijo de Alfeo; pues, como hemos ya dicho, había otro Santiago, el hijo de Zebedeo. Luego, nombra dos Lebeo, por otro nombre Tadeo, y Simón el Celotes, a quien llama también Cananeo, llega al traidor. Pero habla de él no como enemigo a quien hace la guerra, sino con la indiferencia de quien escribe la historia. No dijo: "Judas, el abominable entre todo lo abominable", sino que le calificó sencillamente por el nombre de su ciudad, llamándole Judas el Iscariote. Había, efectivamente, otro Judas, por sobrenombre Lebeo, y también Tadeo, que Lucas hace hijo de Santiago, diciendo: Judas de Santiago. Para distinguir, pues, de éste al traidor, dice Mateo: Judas el Iscariote, que fue también el que le traicionó. Y no tiene empacho en decir: Que fue también el que le traicionó. De este modo, los evangelistas no ocultan jamás nada ni aun de lo que parece ser ignominioso. Así, el que figura primero y es el corifeo de todo el, coro de los apóstoles, es un hombre sin letras e ignorante.
(San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (1–45), Tomo I, BAC, Madrid, 1955, Pág.636- 643)
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