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lunes, 30 de junio de 2008

XIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: La ciencia de los pequeños

Felipe Bacarreza Rodríguez
Publicado por AciPrensa

(Mt 11,25-30)

"Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito". Con esta expresión de alabanza, salida de los labios de Jesús, comienza el Evangelio de hoy.

¿A quién se dirige Jesús con el nombre de “Padre”? ¿De quién es hijo él? Jesús llama Padre al “Señor del cielo y de la tierra”. Y éste no puede ser otro más que Dios. Es cierto que “señor de la tierra” podría entenderse como referido al ser humano. En efecto, Dios creó al ser humano hombre y mujer y les dijo: “Henchid la tierra y dominadla” (Gen 1,28), es decir, “sed su señor”. Así interpreta esa orden de Dios el Salmo 8: “Lo hiciste señor de las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies” (Sal 8,7). Si Jesús hubiera llamado a su Padre solamente “señor de la tierra”, se podría entender que él es solamente “hijo del hombre”, expresión a menudo usada por él para acentuar su naturaleza humana. Pero él llama a su Padre “Señor del cielo y de la tierra”, y “Señor del cielo”, ¿quién puede ser sino sólo Dios? Lo dice la primera línea de la Biblia: “En el principio creó Dios el cielo y la tierra” (Gen 1,1). Jesús se declara entonces Hijo de Dios.

Esta declaración es tanto más impactante cuanto que le sale espontáneamente de su interior. Luego la corrobora con una expresión más formal: “Todo me ha sido entregado por mi Padre”. En ese “todo” ciertamente se incluye todo lo creado –en el cielo y en la tierra-, como dice el himno cristológico de la carta de San Pablo a los colosenses: “En él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles... todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo y todo tiene en él su consistencia" (Col 1,15-17). Pero lo más fundamental que un padre entrega a su hijo no es la herencia de todos sus bienes, sino su propia naturaleza: todo padre engendra un hijo de su misma naturaleza. Así ocurre también con Jesús; él es Hijo de Dios y como tal ha recibido de Dios la naturaleza divina. Pero mientras en la generación humana el padre y el hijo son dos personas y cada una es una sustan-cia individua, es decir, dos sustancias de naturaleza humana, en el caso de la generación divina el Padre y el Hijo son dos Personas distintas pero ambas son la misma y única sustancia divina, son el mismo y único Dios, pues Dios no puede ser más que uno.

¿Por qué motivo alaba Jesús a su Padre? Por su modo de proceder en cuanto a la revelación, es decir, en la manifestación de verdades que la inteligencia humana por sus propias fuerzas naturales no puede alcanzar y que son las que dan sentido a la existencia: las oculta a sabios e inteligentes y las revela a pequeños. Jesús se entusiasma por ese modo de proceder y da su aprobación; él habría actuado igual: “Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito”. En realidad habría bastado que dijera: “Las revelas a pequeños”, porque a quien Dios no las revela, quienquiera que sea, le permanecen ocultas. Si agrega el primer miembro: “Las ocultas a sabios e inteligentes”, es para destacar por contraste el segundo: “Las revelas a pequeños”, y para dar un ejemplo de quiénes ante esas verdades quedan excluidos.

Hay, sin embargo, un problema en este contraste. Es que “sabios e inteligentes” no se opone a “pequeños”, sino a “necios y tardos”. Y no es a éstos a quienes revela el Padre sus misterios, sino a los pequeños. Por otro lado, “sabiduría e inteligencia” son los más altos dones del Espíritu Santo en cuanto que nos permiten precisamente gustar y comprender las cosas divinas. ¿Quiénes son entonces en la frase de Jesús los “sabios e inteligentes”? Son los que presumen de tales, los que piensan que con su intelecto humano pueden alcanzar toda la verdad; son los que el mundo considera grandes por razón de su ciencia e inteligencia, los que no tolerarían ser llamados “pequeños”. A éstos Dios no les revela sus cosas.

¿Quiénes son los pequeños? Pequeño era Pedro y por eso recibió de Dios la revelación de quién era Jesús: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo” (mt 16,17). Pedro era un humilde pescador de Galilea que ante Jesús exclama: “Apartate de mí, Señor, que soy un pecador” (Lc 5,8); que reconociendo su incapacidad pregunta a Jesús: “¿Quién podrá salvarse?” (Mt 19,25), y que en la angustia clama a él: “¡Señor, salvame!” (Mt 14,30). Grande, en cambio, eran Herodes, Pilato, el César, el Sumo Sacerdote, etc. la lista podría alargarse mucho. Pero éstos nunca conocieron quién era Jesús. Cada uno puede discernir en cuál grupo se encuentra según que haya recibido o no la revelación de “esas cosas”. Para los unos son ocultas y para los otros son claras.

Queda por responder ¿cuáles son esas cosas? Se trata de aquellas cosas que la ciencia humana no puede alcanzar y que, sin embargo, una vez conocidas, explican el sentido de todo lo creado. Respondamos con las palabras de San Agus-tín: “En toda obra precede el diseño y de allí sigue la ejecución; precede lo que no ves, para que siga lo que ves. Ves el edificio, y alabas el diseño; consideras lo que ves y alabas lo que no ves. Porque es más importante lo que no ves que lo que ves. Con toda razón son acusados los que pueden investigar el número de las estrellas, los intervalos de los tiempos, los que pueden conocer y predecir los eclipses de sol y de luna; son acusados con razón porque a Aquel por quien estas cosas fueron hechas y ordenadas no lo encontraron, y no lo encontraron porque no se preocuparon de buscarlo. Tú, por tanto, no te preocupes tanto si ignoras el curso de las estrellas y de los cuerpos celestes y terrestres; tú contempla la belleza del mundo, y alaba el designio del Creador; contempla lo que hizo, y ama a quien lo hizo. Sobre todo, ten en cuenta esto: ama a quien lo hizo, porque Él te hizo a ti mismo a su imagen para que lo puedas amar” (Sermón 68,5). La comprensión de esto es lo que Dios revela a los pequeños. ¡Bendito sea!

+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo Auxiliar de Los Angeles (Chile)

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