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lunes, 21 de julio de 2008

XVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: ¡El sueño de encontrar un gran tesoro!



Triste estaba el Padre Santo
Lleno de angustia y de pena
En Santa Ángel, su castillo,
De pechos sobre una almena,
La cabeza sin tiara,
De sudor y polvo llena,
Viendo a la reina del mundo
En poder de gente ajena.

Así empieza un romance español que se cantaba en las calles de Valladolid y Valencia tras la toma de Roma y su espantoso saqueo en mayo del año 1527.

Del lado contrario se cantaba obscenamente la ocupación desde labios protestantes: "Sie ist gefallen, gefallen die grosse Stadt." "Cayó, cayó la gran ciudad donde tanto tiempo residió la meretriz con su cáliz de abominación".

El luctuoso acontecimiento se había desencadenado por diferencias políticas casi mezquinas entre los grandes de ese tiempo. El papa Clemente VII se había aliado equivocadamente con Francisco I, a su vez, asociado, increíblemente, con Estambul y algunos príncipes italianos, en la Liga de Cognac. El catolicísimo rey Carlos I, de España -y V de Alemania-, emperador, en su acción de unificación de la cristiandad dividida por Lutero, se veía, pues, enfrentado nada menos que por el Papa, que aún no se daba cuenta del espanto de la revolución protestante. Carlos no tuvo más remedio que sujetar por la fuerza el poder temporal del Pontífice, tan mal usado. (Porque ha de saberse que, en sus opciones políticas, los papas distan mucho de poseer la infalibilidad)

Así, luego de la derrota de Francisco I en Pavía, en febrero de ese fatídico año 1527, el emperador había debido enviar hacia el sur a presionar al Papa, conducido por el condestable Carlos de Borbón, a lo único que pudo juntar para esa empresa -con sus tropas de elite ocupadas en frentes más importantes-: un heterogéneo ejército mercenario, formado por diez mil lansquenetes tudescos furibundamente protestantes y canallas; cinco mil españoles -también canalla- y cuatro mil italianos de toda laya.

Como al Condestable, por motivos logísticos, no le llegaba el sueldo para remunerar a esta gente, vivían del pillaje y la extorsión. De hecho, en su avance hacia Roma, no encontraron resistencia, ya que las ciudades les pagaban rescate ante el horror de la posibilidad de que entraran en ellas. Pero esa tropa mercenaria estaba disgustada de que su comandante aceptara dichos pagos en vez de someter a las ciudades, por lo cual el Condestable, para conformarlos, les prometió que les daría al pillaje Roma, con la esperanza de poder pagarles y pararlos antes de llegar.

Pero ni Carlos V pudo hacer llegar el dinero, ni el Condestable -por otra parte herido de muerte frente a la ciudad- detener a esa banda de asesinos. Cuando el 21 de Mayo cedieron los muros de Roma, el saqueo fue espantoso y sistemático. Clemente VII apenas tuvo tiempo de refugiarse, corriendo por 'il Passetto' de Alessandro VI, en el Castel Sant'Angelo, desde el cual, luego, miraba el infortunio de Roma, tal cual lo pinta el aludido romance.

La basílica de San Pedro se convirtió en depósito y caballeriza de los lansquenetes, que transformaron en comedero al altar papal. Las profanaciones sistemáticas; las violaciones a conventos y mujeres de toda clase y edades fueron repetidas y espeluznantes. Y no se trató solo de uno o dos días de furia, sino de un año entero de ocupación por tropas indisciplinadas, sin jefes que pudieran hacerles sentir su autoridad. Lo peor eran las torturas a las que sometían a los dueños de las casas más o menos pudientes con la esperanza de que les revelaran la existencia de bienes o algún tesoro escondido. Por más que sus dueños dieran todo lo que tenían y juraran una y otra vez que ya no poseían más nada, eran sometidos a toda clase de tormentos con la esperanza de que algo hubieran callado u ocultado.

Digamos que estas búsquedas de tesoros, que despojaron a iglesias, palacios y particulares, no solo de dinero sino de obras de arte perdidas para siempre, enriquecieron a muchísimos de los asaltantes de la Ciudad Santa ; sobre todo a aquellos que, luego, sobrevivieron y no perdieron su fortuna en el juego o en mujeres.

Uno de ellos, noble aunque pobre, español nacido en Granada, fue Don Pedro de Mendoza. Aunque contagiado, poco dignamente, de la enfermedad que finalmente lo llevaría a la muerte -el 'mal francés' que le llamaban- terminó, brillante soldado, sus campañas europeas al servicio de su Rey, dueño de una colosal fortuna.

Ante las noticias de las fabulosas conquistas de Cortés y de Pizarro en América decidió poner todos sus bienes al servicio de una empresa definitiva, la búsqueda de un tesoro último, y, quizá, con la esperanza de redimir sus múltiples pecados. Pidió al emperador le concediera el ser Adelantado de la parte este que dejarían Pizarro y Almagro en el sur de América.

Con los bienes sustraídos en Roma y en el resto de sus campañas adquirió 16 naves, contrató mil doscientos soldados y, lleno de víveres y con más de un centenar de caballos -y la promesa de un título de conde- se dirigió al Río de la Plata , que ya había sido descubierto por Juan Díaz de Solís en 1516 y explorado por Sebastián Caboto en 1527, el año del saco de Roma.

Ya conocemos los signos ominosos que presidieron el viaje: la muerte de su segundo Don Juan de Osorio, ajusticiado en Río de Janeiro, por envidias. El hambre de la nueva ciudad, Santa María del Buen Aire, acosada por los querandíes. La muerte de varios centenares de españoles por hambre, peste y lanza. Y el regreso de Pedro de Mendoza a España, ya definitivamente 'en las últimas' a causa de su enfermedad, quien, en llegando cerca de las islas Canarias, moriría, siendo arrojado a las aguas del Atlántico envuelto en sus mantas romanas.

Solo fue exitosa la expedición de Juan de Ayolas, lugarteniente de Pedro de Mendoza, Paraná arriba, que, aunque desaparecería en la selva sin dejar rastros con la mayoría de sus hombres, fructificaría en la fundación de Nuestra Señora de la Asunción , en Paraguay, la que sería el único magro obtenido tesoro de la empresa. También quedaron setenta caballos sueltos, los cuales, multiplicados cerriles en libertad, convertirían a los indios, durante más de tres siglos, en terribles guerreros montados, movedizos e implacables. Al mismo tiempo riqueza inmensa de caballada criolla, que haría famosa a nuestras pampas.

La búsqueda de tesoros comenzada en Italia se había ido, pues, encadenando y, aunque al final lo que Mendoza quería era pagar sus culpas convirtiendo indios, nada le quita a los paraguayos el que su ciudad haya nacido y el que nuestras exposiciones de caballos de La Rural se hayan iniciado con el oro saqueado en Roma. La Providencia va entretejiendo el camino de los hombres y de los pueblos y sus búsquedas de tesoros de curiosas maneras.

Pero otra historia, también de tesoros, surge de la expedición de Pedro de Mendoza. Al salir su hermano Diego un día a batir a los indios querandíes que asediaban Buen Aire, entabla con ellos una desastrosa batalla al margen de un río a unas 14 leguas de la ciudad. Allí, el 15 de junio de 1536, muere, atravesado por flechas envenenadas, el capitán Pedro Luján. El río tomará su nombre. Y aún la Inmaculada Concepción , nuestra patrona, en su santuario luego allí edificado, portará el apellido del desdichado soldado.

Pasando Independencia, desde Paseo Colón, donde está el Monumento al Trabajo, y hasta la calle Defensa, se abre hoy una corta calle que se llama Pasaje Giuffra. En el siglo XIX, se la denominaba Puentecito Luján, porque lo había abierto -y construido allí su mansión-, un pescador italiano de Luján, que, echando las redes a aquel río, había recogido, en 1840, una gran talega repleta de onzas de oro. Un verdadero dineral, que se cree pertenecía al tesoro robado por los ingleses al virrey Sobremonte, en su huída de Buenos Aires, allá cuando las invasiones. El tano, por supuesto, se hizo ferviente devoto de la Virgen de Luján. Pero es oportuno decir en su honor que gran parte de esa riqueza la destinó a obras de caridad, hallando finalmente su tesoro en el Cielo. Como quizá por fin lo encontró, bajando al océano en su cama de terciopelo, Don Pedro de Mendoza.

De tesoros pues se trata. Y que los tesoros hallados han poblado desde antiguo la imaginación del hombre lo prueba no solo la parábola que hemos hoy escuchado sino multitud de obras antiguas, tanto de cuentos rabínicos como de comedias grecorromanas, las de Aristófanes, con Pluto, por ejemplo; o quizá, mejor, el romano Menandro, que tiene una precisamente llamada El tesoro. Allí encontramos desde atenienses o romanos que quieren salir de pobres haciéndose soldados para obtener botín del enemigo, como pobretes que inesperadamente reciben una herencia fabulosa de un pariente desconocido, como, sobre todo, afortunados que hallan tesoros escondidos.

Y esto último no era tan poco común, en épocas de guerra e invasiones como eran aquellas. Ante el rumor o proximidad de delincuentes o enemigos, los que poseían algo buscaban donde esconderlo o enterrarlo en cofres o vasijas. Con la precaución de no sepultar todo, para poder disponer de algo que dar a los requisadores y delincuentes para no ser brutalmente torturados. Las cosas no han cambiando desde entonces demasiado: también nosotros sabemos que siempre hemos de llevar algo por si nos asaltan; no sea que, si no tenemos nada, nos peguen un garrotazo.

Y como muchos de los que ocultaban sus bienes morían antes de desenterrar sus depósitos o ir a buscarlos tipo conde de Montecristo, todavía hoy los arqueólogos siguen descubriendo este tipo de viejas riquezas soterradas hace centenares de años y nunca vueltas a rescatar. Y aún existen ilusos en Francia que siguen excavando para encontrar el tesoro de los Templarios o, en el norte del Perú, el de los Incas o, más al norte, de los Mayas.

De tal manera que la parábola de hoy se ubica perfectamente en el imaginario colectivo. ¡El sueño de encontrar un gran tesoro! ¡De sacarse la grande! ¡De conseguir un puesto de diputado o senador, aunque sea provincial! Uno de los pocos sueños que le queda, en lo económico, a la mayoría de los argentinos. No por nada se multiplican por todo el país los casinos y bingos. No por nada fue la Asamblea del Año 13 la que fundó la lotería nacional.

Pero, aunque la parábola de Jesús habla del azar y la casualidad, la realidad divina a la cual apunta no es ni tan casual ni tan aleatoria. Es verdad que no todos, por diversas circunstancias, reciben el plano de ese tesoro, la noticia de su ubicación exacta, la proclamación de la buena nueva, del evangelio, el anuncio del Reino. Pero no porque Dios haya ocultado su tesoro, sino al contrario, revelado a todo el mundo, a pesar de la resistencia de los judíos que querían conservarlo solo para ellos. Y es la Iglesia la encargada de anunciar a todos los hombres que el tesoro existe; que vale la pena comprar el terreno que lo contiene; que cuesta muchísimo menos de lo que vale; y que, cualquier cosa que paguemos por él, no es nada comparada a la fortuna que significa. Y es culpa de los eclesiásticos si el anuncio no se hace como corresponde y se valorizan más los bienes de esta tierra que el tesoro que está enterrado en ella.

La parábola, sin duda, podría aplicarse -y se ha aplicado- a todos aquellos que, supuestamente, abandonándolo todo, se entregan a la vida religiosa o sacerdotal. Lo cual no siempre es tan, tan así: ha habido muchos religiosos, sacerdotes y obispos que han vivido como tales mucho más ricamente y sin problemas de lo que hubieran vivido siendo laicos. Aunque yo nací y viví mi infancia y juventud en Vicente López y Callao, ¡quién le hubiera dicho a mis padres que iba a terminar viviendo en Arroyo entre Carlos Pellegrini y Suipacha, una de las cuadras más paquetas de Buenos Aires, usufructuando uno de los jardines más lindos -el de la parroquia y el colegio- enclavado en el centro de asfalto y cemento de la ciudad! Y, lamentablemente ¡cuántas vocaciones religiosas no se gestaron y se gestan, en algunas épocas y lugares, por el afán de salir de la pobreza!

Pero en realidad, en la época en la cual la parábola toma su forma, no era cuestión de vida religiosa o sacerdotal: se trataba de la posibilidad cercanísima a todo cristiano de, por el tesoro del Reino de los cielos, perder sus fortunas, sus familias, sus bienes y hasta su propia vida. Y así tiene que seguir siendo aplicada esta parábola. Porque, en realidad, aún en épocas de paz o de sociedades cristianas -que ya no existen-, todo varón o mujer de fe, tiene que estar convencido de que no hay nada que pueda ser superior, en sus opciones, a la búsqueda de la santidad y del cielo. El único tesoro por el cual valga la pena vivir, y morir.

Que el señor, pues, nos permita, en este mundo, 'aventurosa' y venturosamente, con todo lo que somos, todo lo que tenemos, todo lo que hacemos, con todos los que amamos y cómo los amamos, con lo nuevo y lo viejo, comprar día a día nuestro verdadero tesoro, la perla única, recoger nuestra red llena de onzas de oro o de pescado bueno.

Nuestra Madre Admirable, nuestra Señora del Buen Aire, nuestra Señora del río de Don Pedro Luján, así nos lo conceda.

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