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jueves, 7 de agosto de 2008

XIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: Y VERDADERO HOMBRE

Publicado por Fundación Epsilón


Desde el punto de vista de las creencias, se considera «cristiano» a quien acepta que Jesús es Hijo de Dios. Por el contrario, a quien no cree en Jesús, o lo acepta sólo como un hombre bueno, que propuso un interesante modo de vida, no se le considera, y con razón, cristiano.
Pero ¿y el que, en teoría o de hecho, no acepta que Jesús es hombre?

AUN HAY RESISTENCIAS

La lección contenida en el evangelio del domingo pasado no fue asimilada por todos los discípulos. O, por lo menos, Jesús, que los conoce bastante bien, teme que haya reacciones no deseables: alguno podría aprovechar el entusiasmo del momento para intentar desviar a Jesús en la dirección del mesianismo triunfalista. Por eso, mientras él despide a las multitudes, obliga a sus discípulos a alejarse de la gente enviándolos en barca a la otra orilla del lago. Jesús, por su parte, se marcha, solo, a orar.
Nada se dice del contenido de su oración. Pero si la ponemos en relación con los acontecimientos inmediatos, podemos pensar que Jesús, por un lado, continúa la acción de gracias que precedió al reparto de los panes y de los peces, y por otro, se dirige al Padre para pedirle por su grupo, para que también ellos, los discípulos, sean capaces de comprender que el mundo no tiene arreglo desde el poder, puesto que sólo los que se tratan como iguales pueden vivir como hermanos.
Son estas resistencias -estas tentaciones- que aún quedan por vencer en sus discípulos el objeto de la oración de Jesús; ésta, la del poder, y la tentación del nacionalismo excluyente.

VIENTO CONTRARIO
Esta otra tentación se manifiesta en el transcurso de la travesía. Jesús ha enviado a sus discípulos a la otra orilla, a tierra de paganos. La experiencia que acaban de gozar no se la pueden reservar para ellos. Ni siquiera para su pueblo. Esa experiencia deben compartirla, como el pan, con toda la humanidad. La misión de Jesús no está limitada por ningún tipo de frontera, sea ésta geográfica, cultural o religiosa. El ha dejado ya bien explicada esta cuestión; la última vez con las parábolas de «el grano de mostaza» y «la levadura en la masa» (Mt 13,31-33; véase comentario en el domingo decimoséptimo); pero los discípulos no lo ven claro todavía. Por un lado, les debe parecer mucho más fácil el triunfo entre aquellos que acaban de ver lo que ha hecho Jesús, les tiene que resultar mucho más sencillo hablar del éxodo, de la liberación a quienes ya sabían que el Señor es un Dios liberador; por otro lado, considerar que los paganos eran iguales que ellos, que las fronteras deberían desaparecer, que Israel no sería en adelante la exclusiva propiedad del Señor, sino que Dios iba a ser Padre de todos los hombres, después de haber estado toda una vida maldiciendo a los paganos en nombre de Dios...
Ese es el viento contrario: su miedo al fracaso y su miedo a perder privilegios; miedo a ser aceptados y miedo a aceptar a los otros. La barca no puede avanzar con este viento, la comunidad no puede llevar a cabo el encargo de Jesús si por un lado sigue manteniendo, o simplemente «creyendo» en la utilidad del poder, y por otro no es capaz de vencer el miedo a encontrarse con «los otros»: los de otra cultura, los de otra taza, los de otra opinión.

EL HOMBRE-DIOS
«El solo ... camina sobre el dorso del mar», dice Job hablando de Dios (Job 9,8). Y sobre el dorso del mar se presenta Jesús, en medio de la tempestad, ante sus discípulos. Pero no lo reconocen, sienten miedo, piensan que es un fantasma.
Al principio del evangelio de Mateo, Jesús es presentado como «Dios con nosotros» (Mt 1,23). Pero también esto resulta difícil para los discípulos. Eso de que un hombre pretenda ser Dios..., eso de que Dios pueda haberse hecho presente como hombre en el mundo de los hombres... Que también esa frontera, la que separa a Dios de la humanidad, pueda llegar, en un cierto sentido, a desaparecer... Mejor pensar que es un fantasma.
Pedro se arriesga a creer («Señor, si eres tú, mándame llegar hasta ti andando sobre el agua»); pero vuelve a dejarse vencer por el miedo: ¡él andando sobre las aguas, él participando de una cualidad divina...!
Jesús saca a flote a Pedro, que se hundía por culpa del miedo, y juntos suben a la barca. Y, con él a bordo, el viento se calma. Y los presentes lo reconocen como Hijo de Dios.
Todavía hoy, al menos en ciertos ambientes, resulta difícil aceptar que Jesús, el rostro que nosotros podemos ver de Dios, es un hombre. Un hombre cualquiera, uno de tantos. Quizá sea fácil verlo andando por encima de las aguas del mar; lo que resulta más difícil es imaginarlo empapado de sudor por los caminos de Palestina, o participando de la alegría de una fiesta de bodas, o apasionado en la defensa de la justicia y en la denuncia de los abusos de los poderosos y el cinismo de los sumos sacerdotes; firme y enérgico en ocasiones, débil y tierno en otras, sintiendo miedo ante la muerte y dando un paso adelante y, pisando su miedo, hacer que venciera la fuerza del amor; o mordiéndose los labios para no gritar, o quizá gritando de dolor, cuando lo clavaron en la cruz, y, en seguida, perdonando a los salvajes que lo habían clavado...
Pero ése es el aspecto que Dios ha querido que conozcamos de él. Y sigue dándose a conocer en aquellos que, de la mano del Hijo, siguen sudando y amando, llorando y gozando, viviendo y muriendo para que este mundo pueda un día ser un mundo de hermanos.
A los discípulos, que podían tocar al que como ellos era un hombre, les costó trabajo aceptar en él la presencia de Dios.
Algunos, a quienes tal vez les gustaría ocupar el puesto de Dios, procuran disimular que se hizo presente en el Hombre. Pues en el hombre sigue presente.

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