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viernes, 5 de septiembre de 2008

XXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: El cuidado del hermano

por Jesús Burgaleta
Publicado por El Libro de Arena

Estamos tan acostumbrados en la Iglesia a que nadie se ocupe de nadie, que este evangelio resulta para nosotros una novedad. Somos tan ajenos los unos a los otros, tenemos tan ausencia de relación, que no podemos ni llegar a ofendernos.
Hoy es urgente que nos digamos: los que nos llamamos «comunidad», vayamos al encuentro de los otros, para que podamos tener una relación verdadera de hermanos.
La «comunidad» cristiana es relación de fraternidad, de comunión, de entrega. La comunidad es vida en común, convivencia. Y esta convivencia tiene sus reglas. Las plantea con claridad san Mateo en el capítulo 18 de su evangelio.
La regla más importante del amor fraternal es la atención al otro. Atención es interés, preocupación, predisposición, hacerle caso. Es estar pendiente del hermano, conocer y compartir su estado, su situación, su necesidad, sus alegrías, sus problemas. Atención al otro es disposición de ánimo para ayudar aun antes de que nos lo pidan. En consecuencia, es crear el clima de confianza necesario para que se nos pueda pedir ayuda.
Prestar atención a alguien en la comunidad es, además, «atenderlo», tener cuidado de él, procurarle lo mejor, sobre todo cuando se halla en una situación difícil o delicada.
La situación más difícil o delicada que se puede presentar en una comunidad es la de romper la relación fraternal que la constituye. La ofensa al otro es la ruptura de relación. La actitud en contra del otro rompe la dinámica de amor y, en consecuencia, desbarata la relación con Dios y la posibilidad de relación fraternal en la comunidad. El desamor es el pecado y éste se muestra en la ofensa al otro. «Si tu hermano peca contra ti».
Ante esta situación nadie puede quedarse con los brazos cruzados en la comunidad. Y el primero que tiene que preocuparse por el que lo necesita es el primero que se da cuenta, el mismo ofendido. San Mateo es muy explícito en la solicitud que hay que tener con el hermano: no dice que recibamos bien al que nos ha ofendido cuando venga a pedirnos perdón. Pide, más bien, que nos adelantemos y hagamos todo lo que podamos para recuperar al que nos ha ofendido. «Si tu hermano peca [contra ti], repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso has salvado a tu hermano».
Este cuidado por el hermano no puede reducirse a un mero amago para intentar reconciliarse. Se trata de poner todos los menos para recomponer la relación y llegar al abrazo de la paz y la comunión. San Mateo, usando un antiguo esquema judío de reconciliación, nos sugiere el espíritu que debe animar el comportamiento del perdón en la comunidad. «Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos… Si no les hace caso, díselo a la comunidad». El cuidado por el otro nos debe impulsar a gastar todas las posibilidades de ayuda. No se puede quedar en una simple intención. Por amor al otro hay que hacer todo lo que podamos.
Atender al otro no es acusarlo. La comunidad no es un tribunal, ni un juzgado de guardia. No se puede caer en el chivateo absurdo. Lo que se buscar es ofrecer la posibilidad de volver al amor, al que lo ha negado. El cuidado del hermano sólo persigue su bien. No es cuestión de avergonzar a nadie ante nadie. Es ofrecer la mano a quien la ha rechazado.
Esta atención está perfectamente descrita en la parábola de la oveja perdida y del pastor (18,13-14). Así debe ser el comportamiento de un hermano: cuando alguien lo necesita, cada uno se tiene que saber el pastor, el guardián, el benefactor, el que debe ayudar a que se salve su hermano. «Suponed que un hombre tiene sien ovejas y que una se le extravía, ¿no deja las noventa y nueve en el monte para ir en busca de la extraviada?» Es tan importante la atención al hermano extraviado, tan urgente recomponer la relación rota, que hay que abandonar la reunión y las obligaciones de la comunidad para ir a su encuentro: «Si llega a encontrarla os asegura que ésta le da más alegría que las noventa y nueve que no se han extraviado». Es que Dios no quiere que se pierda ni un solo hombre. Por eso lo que uno hace en la tierra a favor del otro, perdonándole su fallo, es «atado por el mismo Dios en el cielo».

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