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martes, 9 de septiembre de 2008

XXIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: Homilías y Recursos para la Homilía: "PERDONAR SIEMPRE"



Jesucristo nos enseña a perdonar siempre. Cuando perdonamos a nuestros hermanos y a nuestros enemigos, imitamos a Dios que siempre perdona.

Si Dios no dudó en entregar a su Hijo por nuestros pecados, cuánto más debemos nosotros perdonarnos mutuamente las ofensas.

Después de afirmar su doctrina sobre el perdón de las ofensas, el Señor cuenta la parábola del siervo sin misericordia.

Diez mil talentos era una cantidad muy grande de dinero, y el señor, tiene compasión de él y le perdona la deuda.

Así es el perdón de Dios. Es mucho lo que le debemos, pero Él tiene misericordia de nosotros y nos perdona.

Nosotros no tenemos con qué pagar nuestra deuda con Dios y Él nos perdona siempre, simplemente porque es movido a compasión.

Nuestra deuda con Dios es siempre grande tal como era grande la deuda del siervo de la parábola.

Y Dios perdona...

Con ese perdón, Dios nos deja en libertad, ya que el perdón de Dios nos hace libres y de siervos que somos, nos convierte en hijos.

Pero ¿y nosotros?

¿No somos muchas veces como el siervo de la parábola?. En lugar de imitar la compasión que Dios nos tiene, y ser también nosotros compasivos con los que nos rodean,... hacemos todo lo contrario.

No imitamos a Dios siendo también nosotros misericordiosos. Nuestra mezquindad, contrasta muchas veces con la generosidad de Dios.

Pero Jesús en la segunda parte de esta parábola nos muestra ¡cómo nos ve Dios y cómo seremos considerados por Él!, cuando no somos compasivos.

Jesús nos muestra que el siervo a quien su amo le había perdonado una deuda inmensa, no es capaz de ser compasivo con quien tiene con él una deuda pequeña. Y el Señor nos muestra también, que al enterarse de su actitud, su amo, lo hace arrestar hasta que pague todo su gran deuda.

Y termina diciéndonos Jesús, que esto mismo hará el Padre Celestial si no perdonamos de corazón a nuestros hermanos.

Hoy Dios nos pone una meta muy exigente. ¡Perdonar de corazón!

¡Perdonar desde adentro y no por compromiso!

Sólo así estaremos imitando a Dios en su misericordia.

Dios nos perdona muchísimo. En comparación, lo que puedan adeudarnos los hombres es muy poca cosa.

¿Seremos capaces de darnos cuenta lo poquito que es lo que nos debe nuestro hermano, comparado con lo que nosotros le debemos a Dios?

Si logramos pensar de esta forma y darnos cuenta, entonces seremos capaces de perdonar a nuestro hermano, siempre.

Y sólo así, cuando en el padrenuestro le digamos a Dios: ...¨perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden¨, lo haremos confiados que ese perdón que nosotros hacemos de corazón nos permite pagar nuestra gran deuda con Dios e ir creciendo en el ¨Amor¨.

En nuestra vida de todos los días, son muchas las veces que tenemos que perdonar, y también muchas las veces en que tenemos que ser perdonados. Pero ese perdón que recibimos y que damos, permite transformar el mal que hacemos o el que recibimos en una fuerza de bien, que nos permite estar cada vez más cerca de Dios.

Pidámosle hoy a María, que nos eduque para ser siempre misericordiosos con los que nos rodean y así consigamos que Dios nos dirija una sonrisa de complacencia y su ¨Perdón¨.


RECURSOS PARA LA HOMILÍA


Nexo entre las lecturas

El perdón es el tema sobresaliente en las lecturas de este domingo. El libro de Ben Sirach (Eclesiástico) nos habla de la actitud que el israelita debía adoptar ante un ofensor(1L). El texto sagrado anticipa, de algún modo, la petición del Padre Nuestro en el evangelio: perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. El autor considera la inevitable caducidad de la vida terrena, la muerte de los vivientes y la consiguiente corrupción. Esta meditación le hace ver que es vano adoptar una actitud de ira y de venganza en relación con nuestros semejantes. ¿Qué misericordia seremos capaces de pedir a Dios el día del juicio, si nosotros mismos nunca ofrecimos esta misericordia a los demás? Por ello, la venganza, la ira y el rencor son cosas de pecadores. No caben en un hombre creyente. La postura sabia, por el contrario, consiste en refrenar la ira, observar los mandamientos y recordar la alianza del Señor. La idea de fondo es profunda: aquel que no perdona las ofensas recibidas, no recibirá la remisión de sus pecados. En el evangelio el tema se propone nuevamente en la parábola de los deudores insolventes. Jesús nos muestra que delante de Dios, no hay hombre justo que esté libre de débito. Más aún, expresa con vigor y firmeza que no hay quien pueda solventar la deuda contraída por los propios pecados. Si Dios, en su infinita misericordia, ha tenido compasión de nuestras miserias, ¿no debemos hacer nosotros lo mismo en relación con nuestros semejantes? (EV). La carta a los romanos, por su parte, nos presenta la soberanía de Cristo, Señor de vivos y muertos. Si vivimos, vivimos para el Señor, si morimos para el Señor morimos. Nosotros no podemos constituirnos en dueños de la vida y de la muerte, ni tampoco en jueces de nuestros hermanos (2L).


Mensaje doctrinal

1. El perdón en la Sagrada Escritura. En el texto que nos ocupa del Sirácida, queda definitivamente anulada la ley del “talión”: ojo por ojo, diente por diente. Existe una actitud más sabia y propia de un hombre que cree en Dios: es la actitud del perdón, no la de la venganza justiciera. El libro de Ben Sirach fue escrito en lengua hebrea en Jerusalén hacia el año 190-184 a.C. Unos cincuenta años más tarde se tradujo en griego para los hebreos que residían en Egipto. Este libro desde la época de san Cipriano (+ 258) y hasta hace algunos años se le denominaba “eclesiástico” y se utilizaba en la instrucción de los catecúmenos.

El libro nos presenta un problema propio de la existencia humana: de frente a las ofensas y las afrentas recibidas, el hombre suele reaccionar de modo violento y tiende a alimentar no pocos sentimientos de venganza, de revancha, dejando correr su ira e indignación. Ben Sirach se opone de modo radical a este modo de proceder. En el texto la “ira” es algo “abominable”. Es propia de pecadores. Los padres del desierto, imbuidos de este espíritu, repetirán con frecuencia que el monje “no irrita, ni se irrita”, es decir, no deja lugar para la ira en su corazón . Queda pues claro que obstinarse en el rencor y en la ira ante el ofensor, es un pecado. Es necesario, de modo imperativo, perdonar. Perdonar siempre y de todo, porque delante de Dios nosotros mismos hemos sido perdonados con estas características. “Ahora bien -decía Doroteo de Gaza- nada irrita más a Dios, nada despoja más al hombre y lo conduce al abandono, que el hecho de criticar al prójimo, de juzgarlo o maldecirlo(Doroteo de Gaza Conferencias).

No debemos, pues, juzgar antes de tiempo sino esperar a que venga el Señor, porque sólo a él compete el juicio. El Señor no es un juez iracundo y despiadado. El es lento a la cólera y rico en clemencia. Él nos ofrece continuamente su perdón. Si él considerara nuestros pecados y debilidades, ¿quién podría resistir en su presencia? Pero de Él viene el perdón y la misericordia (Cf. Sal 129,3). Sería incongruente que nosotros recibiéramos el perdón sin medida de parte de Dios, y fuéramos intransigentes con las culpas de nuestros prójimos. Precisamente esto pone de relieve la parábola de Jesús. Si el corazón de Dios se conmueve ante nuestras miserias, si su compasión se enciende ante nuestras desgracias, ¿no deberíamos hacer otro tanto nosotros con nuestros hermanos que nos han ofendido?

El mundo que nos rodea está verdaderamente sediento de perdón. La escena internacional nos muestra fehacientemente que el camino de la venganza y del odio suicida conduce a un callejón sin salida, a una espiral de violencia y de muerte. Parece que el hombre, con estas actitudes, declara guerra a la paz. Sólo el perdón puede apagar la sed de venganza y abrir el corazón a una reconciliación auténtica y duradera entre los pueblos, como nos recuerda continuamente Juan Pablo II. La justicia y el perdón no se oponen, van de la mano y son el único camino para la paz entre los pueblos. Iniciemos la conversión del mundo, convirtiendo nuestro propio corazón. Sepamos que ser cristiano es desconocer el odio, por muy cruel y despiadado que sea mi enemigo, o por muy grave y penosa que haya sido la ofensa. En el fondo se trata de ser imitadores de Cristo, quien ante sus verdugos no tuvo sino palabras de perdón: “Perdónales, Señor, porque no saben lo que hacen”


2. Sólo el Señor Jesucristo es el Señor de la vida y de la historia. Es profunda la afirmación de Pablo en su carta a los Romanos. “Ya no vivimos para nosotros mismos, ni morimos para nosotros mismos. En vida y en muerte pertenecemos al Señor”. Es decir, todo el acontecer humano se debe valorar en función de nuestra pertenencia a Cristo. Sólo es posible entender la verdad sobre el hombre a la luz del Verbo encarnado, porque Dios ha elevado al hombre a la participación de la naturaleza divina. Quien desee comprender a fondo su propia existencia, o la existencia humana en general, debe dirigirse con toda su capacidad, con todo su ser y posibilidades a Cristo redentor. En realidad hemos sido comprados “a precio”-a un grande precio-, la sangre de Cristo (Cf. 1Pt 1,17). En cierto sentido ya no nos pertenecemos (Cf. 1 Cor 6,19). Nos debemos al amor que es más grande que todos nuestros pecados. Por eso, la situación del hombre sobre la tierra es dramática: por una parte, él ha sido rescatado y redimido por Cristo; por otra parte, él debe peregrinar aún en esta tierra superando las insidias del diablo y las asechanzas de su propio egoísmo. El se encuentra en medio del combate de la fe. Se encuentra injertado en Cristo, pero todavía sufre los embates del “hombre viejo”. La constitución apostólica del Concilio Vaticano II nos ofrece una luz sobre el tema que nos ocupa: “Igualmente, la Iglesia cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre.” (Gauidum et spes 10).

Ahora bien, el Señor no ejerce su soberanía de modo despótico e indiferente. El es Señor, pero a la vez, es el pastor que da la vida por sus ovejas, es el amigo que da la vida por sus amigos; es la revelación del Padre. Él no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por nosotros. Nosotros somos las ovejas de su rebaño. “Sic nos amantem, quis non redamaret?


Sugerencias pastorales

1. Aprender a perdonar, perdonando. El Papa Juan Pablo II nos dice: “En realidad, el perdón es ante todo una decisión personal, una opción del corazón que va contra el instinto espontáneo de devolver mal por mal. Dicha opción tiene su punto de referencia en el amor de Dios, que nos acoge a pesar de nuestro pecado y, como modelo supremo, el perdón de Cristo, el cual invocó desde la cruz: « Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen »” (Lc 23, 34). (Mensaje mundial de la paz 1 de enero de 2002)

Se trata pues de una decisión personal que debemos cultivar en nuestra vida doméstica primeramente. En efecto, en el ámbito restringido de la familia, donde los contactos humanos son más frecuentes y más intensos, es donde especialmente debemos perdonar las ofensas recibidas. Que no se ponga el sol sobre un hogar cristiano, sin que una palabra de perdón venga a suavizar y a borrar los malentendidos y los malos momentos de alguno de los miembros. Perdón entre los esposos. Perdón entre padres e hijos. Perdón entre hermanos. ¡Qué hermoso y qué bello es vivir los hermanos en la unidad!, recita el salmo 133. Esto exige dos actitudes: saber pedir perdón cuando se ofende a alguien, especialmente a alguien querido; y saber ofrecer perdón, sin humillar, a quien se arrepiente y lo solicita. El cristiano que no es capaz de esta doble actitud, aún no llega al pleno conocimiento de Cristo y de su propia vocación.

El perdón puede y debe aplicarse también en el ámbito social y profesional. Debe aplicarse en las relaciones sociales, en los grupos de amigos y en el círculo familiar ampliado. ¡Cuántas penas se podrían evitar si el perdón fuera un hábito en nuestro comportamiento! El perdón tiene también unas razones humanas: cuando uno comete el mal, desea que los otros sean indulgentes con él. Todo ser humano abriga en sí la esperanza de poder reemprender un camino de vida y no quedar para siempre prisionero de sus propios errores y de sus propias culpas. Sueña con poder levantar de nuevo la mirada hacia el futuro, para descubrir aún una perspectiva de confianza y compromiso. (Cf. Juan Pablo II, Mensaje por la paz 2002)

Quienes mejor nos hablan del perdón son los mártires. Ellos sufren a manos de sus verdugos, sin embargo, no permiten que la más mínima apariencia de rencor se anide en su alma. Así, san Esteban pide a Dios que perdone el pecado de aquellos que lo están apedreando. Miles de sacerdotes internados en Dachau, en Viet-Nam, en Tirana, en Lituania etc... dieron sus vida por la conversión de sus verdugos. Esto es vida cristiana. El perdón en el mártir autentifica su amor.

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