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martes, 7 de octubre de 2008

Jesús va a exponer el misterio incomprensible del desprecio del hombre hacia Dios.

XXVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A
(Mt 22,1-14)
Por Felipe Bacarreza Rodríguez
¡Venid a la boda!

Este domingo el Evangelio de Mateo nos propone otra parábola, que está a continuación de la que meditabamos el domingo pasado. Es una de esas parábolas que comienza con la expresión: "El Reino de los cielos es semejante a...". Uno de los puntos más frecuentes de la enseñanza de Jesús es el concepto de Reino de los cielos. Es que este es un concepto que él usó para exponer su propio misterio. Su tarea era revelar al mundo su propia identidad de enviado del Padre e Hijo de Dios, pues de esa manera daba a conocer al Padre mismo. Para hacerlo gradualmente, es decir, al paso de los hombres de su época, acuña la expresión "Reino de los cielos". Hoy día nosotros poseemos el desarrollo completo del misterio de Cristo y es a él a quien debemos anunciar.

Jesús propone la parábola de un banquete que un rey prepara para festejar la boda de su hijo. El auditorio es siempre el mismo: por un lado, los sumos sacerdotes y los ancianos, que objetan la autoridad de Jesús para enseñar; y, por otro lado, el pueblo sencillo que escucha esta discusión. Jesús va a exponer el misterio incomprensible del desprecio del hombre hacia Dios. El rey manda a sus siervos a llamar a los invitados. Pero éstos desprecian la invitación y no vienen. Para comprender la magnitud del desprecio, hay que fijarse en el interés del rey -¡se trata de la boda de su hijo!- y en la solicitud con que todo fue preparado. Manda todavía otros siervos con este mensaje: "El banquete está listo, se han matado ya los novillos y animales cebados y todo está a punto: venid a la boda". Pero queda en evidencia la intención de los invitados de ofender al rey: "Sin hacer caso, uno se fue a su campo, el otro a su negocio, y los demás agarraron a los siervos y los mataron".

Estos primeros invitados eran personas ilustres en las cuales el rey tenía interés. Pensando en ellos es que había preparado el banquete; les quería hacer una atención especial. Por eso el rechazo de éstos es más elocuente y doloroso; tiene la intención de herir. Entonces el rey declara: "La boda está preparada, pero los invitados no eran dignos". Por su propia decisión, éstos quedan excluidos del banquete.

En la segunda parte de esta parábola Jesús nos quiere enseñar principalmente dos cosas: la total gratuidad y universalidad de la salvación y la actitud interior con que es necesario recibir este don.

Después que los primeros invitados rechazaron la invitación, el rey ordena invitar a todos a la fiesta: "Id, pues a los cruces de los caminos y a cuantos encontréis, invitadlos a la boda". Los pobres, los que no podían corresponder a la invitación, los que nunca habrían soñado que tan alto Señor los invitara a su casa y a un banquete tan magnífico, ellos también fueron invitados. Comentando esta enseñanza es que San Pablo afirma: "Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando nosotros muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo -por gracia habéis sido salvados- con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos con Cristo Jesús" (Ef 2,4-6). Nosotros no hemos sido invitados a un banquete de esta tierra, sino al mismo cielo, al banquete de bodas del Cordero, Cristo Jesús. Y esto sin mérito alguno nuestro. En realidad, esto es imposible merecerlo con nuestro esfuerzo. Es puro don.

Por eso la actitud permanente requerida es la de una continua acción de gracias. Ésta se expresa en el deber de convertirse, de cambiar el corazón, de poner todo lo que esté de nuestra parte para recibir el don de la salvación eterna, merecido para nosotros por Jesús. En la parábola se expresa un doble modo de desprecio y de ingratitud: el de los invitados que no hicieron caso y "uno se fue a su campo, el otro a su negocio..."; y el de los invitados que no se vistieron como convenía para una fiesta tan magnífica, es decir, "entraron al banquete sin el traje de boda". Éstos no hicieron ningún esfuerzo por mejorar su presentación para honrar al rey.

Cuando alguien es promovido a un puesto alto de esta tierra, se viste como exige la circunstancia, dentro de lo que es capaz de acuerdo a sus medios. Asimismo, cuando somos invitados a la intimidad con Dios, se exige un cambio de vida. Esto es lo que quiere expresar la imagen del vestido, como lo hace notar también San Pablo: "Os habéis desvestido del hombre viejo con sus acciones y os habéis vestido del nuevo, que se renueva a imagen de su Creador" (Col 3,9-10). Para ir al banquete de bodas del Cordero es necesario ir vestido del hombre nuevo.

La imagen elegida por Jesús en esta parábola es muy apropiada para el domingo en que se concluye en nuestra Arquidiócesis la semana de la familia. Jesús compara la alegría del banquete del cielo con una fiesta de matrimonio. El amor entre un hombre y una mujer, que queda sellado en el matrimonio indisoluble como base de una nueva familia, ha sido siempre motivo de alegría y de fiesta. Cada uno de los esposos pueden recordar la alegría que a ellos mismos los llenaba en los días de preparación al matrimonio y en la celebración misma.

San Pablo nos detalla el vestido que todos deben llevar siempre en el seno de la familia: "Revestíos, como elegidos (invitados) de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportandoos unos a otros y perdonandoos mutuamente si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros. Y por encima de todo, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección. Y que la paz de Cristo presida vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados (invitados) formando un solo Cuerpo. Y sed agradecidos" (Col 3,12-15).

+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo Residencial de Santa María de Los Angeles (Chile)

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