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viernes, 12 de diciembre de 2008

Vida religiosa 3. Comunión y libertad. Itinerancia y familia. Ciento por uno

Publicado por El Blog de X. Pikaza

Concluyo esta pequeña serie sobre la vida religiosa, desarrollando sus notas principales y diciendo que ella es comunión y liberación, itinerancia y familia, un espacio donde la iglesia puede expresar el misterio del ciento por uno que Jesús ofreció y propuso a todos los cristianos. Buen día a mis lectores, y muchas gracias a tantos religiosos y religiosas que he venido encontrando en el camino de mi vida itinerante. Me siendo de aquellos que han recibido el ciento por uno, en la vida religiosa, en la familia y en la Iglesia.

6. La Biblia de la Vida religiosa. Comunión y libertad

A partir de lo anterior se pueden trazar algunos textos donde la Palabra (entendida como hasta ahora, de un modo originario) se traduce o expresa en las palabras concreta de la Biblia que han inspirado el surgimiento de la Vida Religiosa. Por eso recogemos y comentamos aquellos pasajes que el Magisterio de la Iglesia y las reglas y constituciones de las órdenes y congregaciones de vida consagrada han destacado. Ésta es una labor que cada orden/congregación/instituto deber hacer, desde la inspiración de sus fundadores y desde lo textos básicos de sus reglas. En este contexto, a modo de ejemplo, para citar los dos casos que mejor conozco, he querido citar la Regla de San Agustín y las Constituciones de la Merced.

a. Principio. La Biblia de la Regla de San Agustín. Ella es (con la de San Benito) el texto más significativo de la Vida Religiosa de Occidente. Es un texto básico para eso que pudiéramos llamar la “Biblia básica” de la vida religiosa.

«Ante todas las cosas, queridísimos hermanos, amemos a Dios y después al próji¬mo, porque estos son los mandamientos prin¬cipales que nos han sido dados. He aquí lo que mandamos que obser¬véis quienes vivís en comunidad. En primer término ya que con este fin os habéis congregado en comunidad vivid en la casa unánimes y tened una sola al¬ma y un solo corazón orientados hacia Dios. Y no poseáis nada propio, sino que todo lo tengáis en común, y que el superior distribuya a cada uno de vosotros el alimento y vestido, no igualmente a todos, porque no todos sois de la misma complexión, sino a cada uno según lo necesitare; conforme a lo que leéis en los Hechos de los Apóstoles: "Tenían todas las cosas en común y se repartía a cada uno según lo que necesitaba" (Hch 4, 32 y 35)». (Regla de San Agustín, 1-4)

Las palabras fundantes de esta “Biblia de la vida religiosa según San Agustín” son dos. (a) La primera es la palabra del doble y único mandamiento de amar a Dios y al prójimo (cf. Mc 12, 31-32) que, en sentido estricto, no es mandamiento (algo que debe cumplirse por deber), sino una confesión de fe y de vida. Volver al amor primero, ese es el fundamento de toda vida religiosa. (b) La segunda es la palabra de Hechos sobre la comunidad de amor real y concreto, en el nivel del alma (fe, pensamiento profundo), de los bienes (comunicación económica) y del corazón (comunicación afectiva). Todo lo demás, incluso los votos (que en principio no se formulan) vendrá después. La clave de la vida religiosa es la misma vida cristiana, vivida con radicalidad. Según eso, la referencia a la misión deberá introducirse en las constituciones más concretas de las órdenes y congregaciones de espíritu agustiniano. La Fuente de la Palabra de la Vida Religiosa viene dada por esos dos pasajes (Mc 12 y Hech 4).

b. Ampliación. Una Biblia de libertad. Muchas órdenes y congregaciones, tomando como base la Regla de San Agustín, han añadido una misión específica, fundada también en una palabra de la Biblia. Eso sucede, por ejemplo, en la Orden de la Merced, con unas Constituciones especiales donde se evoca, como Palabra específica la de Mt 25, 31-46, con la que concluyen su Proemio. Así, después de haber precisado lo que han de hacer los mercedarios (redimir cautivos…), se añade:

A fin de que el día del juicio, sentados por su misericordia a la derecha, sean dignos de escuchar aquella dulce palabra que Jesucristo dirá con su boca: «Venid benditos de mi Padre a recibir el reino que os está preparado desde el comienzo del mundo: porque estaba en la cárcel y vinisteis a mi, estaba enfermo y me visitasteis, tenía hambre y me disteis de comer, tenía sed y me disteis de beber, estaba desnudo y me vestisteis, no tenía hogar y me recibisteis.Todas estas cosas ha ordenado Jesucristo que se cumplan en esta Orden, a fin de mantener y hacer prosperar obra de tan gran misericordia como es visitar y redimir cautivos cristianos… para lo cual propiamente ha establecido Dios esta Orden» (Constituciones de la Merced, 1272. Proemio).

Mt 25, 31-46 es por tanto el “horizonte hermenéutico” de la Biblia Mercedaria. El texto recoge las seis obras del evangelio, interpretándolas como expresión de la misericordia suprema: manifestación y signo de Dios sobre la tierra. Ellas no dejan lugar para una escapatoria de tipo espiritualista, sino que sitúan a los mercedarios (que asumen la Regla de San Agustín, en comunidad de amor) en el lugar de mas conflicto de ese mundo, que es la cárcel (entendida como cautiverio). La obra que Mt 25, 31-46 había puesto al final (visitar al encarcelado) aparece aquí al principio de todas. De esa forma, empezando por el final, estas Constituciones reinterpretan todo el sentido de la Biblia, entendida así como palabra de liberación para encarcelados y cautivos. Según eso, la Biblia no es un texto para entender y teorizar, sino una Palabra para liberar.

7. Dos textos de la Biblia de la vida religiosa. Itinerancia y familia.

Partiendo de los ejemplos anteriores, podemos citar otros textos que se han tomado como centro de la vida religiosa. No son todos, pero son muy importantes. Aquí los entendemos “fuentes de la Palabra” para la vida religiosa.

1. Itinerancia. El primer texto nos sitúa ante la “itinerancia” de la vida religiosa, mirada como experiencia de marginalidad creadora o, quizá mejor, de liminaridad. No es una palabra dirigida expresamente a los religiosos, sino a los Doce (compañeros de Jesús) y a los itinerantes evangélicos:

(Jesús) les llamó y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándole poder sobre los espíritus impuros. Les ordenó que no tomaran nada para el camino, excepto un bastón. Ni pan, ni alforja, ni dinero en la faja. Que calzaran sandalias, pero que no llevaran dos túnicas. Y les dijo: Cuando entréis en una casa, quedaos en ella hasta que os marchéis de aquel lugar...Cuando entréis en una casa, permaneced en ella, comiendo y bebiendo lo que os pongan (Mc 6, 7-10 y Lc 10, 7; cf. Mt 10, 5-15; Lc 9, 1-6).

Esta palabra ha marcado con fuerza la vida religiosa. Contra el riesgo de una itinerancia entendida como falta de estabilidad elevó su voz San Benito, exigiendo a sus religiosos un lugar estable de vida, una comunidad duradera, poniendo de relieve el valor la “casa” religiosa, con un Abad o maestro espiritual (cf. Regla I, 1-12). En ese sentido, los monjes no van y vienen, sino que moran de un modo estable en un monasterio, al servicio de la Palabra de Dios y de la acogida (hospitalidad), ofreciendo un testimonio de vida, que puede inspirarse en Mt 5, 14: «Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad asentada sobre un monte, ni una lámpara encendida sobre el candelero».
Pues bien, junto a esa experiencia de estabilidad monástica, destaca la “itinerancia” evangélica, propia de toda la Iglesia, pero que se expresa, de un modo especial, en algunos movimientos del siglo XIII, donde la vida religiosa se entiende como experiencia de libertad para la vida fraterna (Francisco de Asís) o para la predicación de la Palabra (Domingo de Guzamán). Los religiosos itinerantes no actúan por sacrificio o rechazo social (comen y beben, no ayunan: Mc 2, 18-22), sino por confianza en los hombres y mujeres: son signo de vida compartida y así deben mostrarlo, al dar lo que tienen y al recibir lo que les ofrecen.
Esa itinerancia antigua sigue teniendo un valor fundamental. Como testigos del Reino, los enviados de Jesús viven ya en un tiempo en el que todo puede y debe compartirse: por eso, no reteniendo nada puedan darlo todo (curar enfermos, expulsar demonios, ofrecer el Reino…), viviendo sin seguridad propia, a merced de otros hombres y mujeres. Así quiso Santa Teresa que vivieran sus contemplativas, sin más renta ni propiedad que el amor ofrecido y compartido. Los religiosos itinerantes (sin ingresos fijos) no son portadores de una nueva teoría filosófica o social, sino promotores y testigos de una experiencia de comunión, compartiendo todo, de manera que ya no necesitan comprar y vender, imponerse sobre los demás o someterse a ellos. De esa forma anuncian la gracia del Reino: dando lo que tienen, agradeciendo lo que reciben. Especialistas en vida común, a nivel de cuerpo y alma, de pan y curación, de palabra y casa son estos discípulos de Jesús itinerante.

2. Familia universal. En el principio de la vida religiosa puede ponerse también una palabra de fraternidad. Los religiosos deben romper las vinculaciones familiares y sociales fundadas en principio de poder, conveniencia social o dinero, para crear una familia extensa, conforme a la palabra de Jesús, cuando le piden que vuelva con su madre y hermanos:

Jesús dijo ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y mirando en torno, a los que estaban sentados en círculo, a su alrededor, proclama: Éstos son mi madre y mis hermanos. Pues quien cumpla la voluntad de Dios (Mt 12, 5: “de mi Padre que está en los cielos”) ése es mi hermano, mi hermana y mi madre (Mc 3, 31-35).

Jesús no habla padres o dirigentes superiores, con autoridad sobre los otros (los menores), sino sólo de madres, hermanos y hermanas, desde Dios, que es Padre verdadero, voluntad de salvación, principio de familia. Así, en la comunidad de seguidores de Jesús (convocados para el Reino) no hay lugar para jerarquías exteriores, fuera del mismo amor comunitario:

Pero vosotros no os dejéis llamar Rabino; porque uno es vuestro Maestro y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis a nadie padre vuestro en la tierra, porque uno es vuestro Padre, el de los cielos. Ni dejéis que os llamen jefe, porque uno es vuestro Jefe, Cristo (Mt 23, 8-10).

Este pasaje recoge y culmina las experiencia anterior, pudiendo presentarse como clave de la vida religiosa. El descubrimiento de la paternidad de Dios resulta tan poderoso que recrea y re-sitúa las relaciones anteriores, invirtiendo así la tendencia normal de un mundo que crea jerarquías para mantenerse. Sólo Dios es Padre (creador de libertad fraterna y garante del derecho de los excluidos) que nadie puede ocupar su lugar sobre la tierra.
Ciertamente, los religiosos son hermanos en comunidad concreta, formando una familia que desborda los viejos esquemas de carne y sangre (de buena familia de este mundo). Pero ellos han de ser, al mismo tiempo, hermanos universales: signo y principio de una fraternidad abierta, desde los expulsados de la sociedad, a todos los seres humanos. Esta fraternidad puede recibir formas distintas, según las tradiciones de la vida religiosas (monjes, órdenes mendicantes, congregaciones de vida activa); pero todas deben cultivar una misma experiencia de fraternidad.

8. Una ruptura creadora. El ciento por uno.

Sólo una vida religiosa que asume y despliega de un modo radical la itinerancia, abierta a la fraternidad universal, desde Jesús, puede entender la palabra sobre el “ciento por uno”, que se aplica en principio todos los seguidores de Jesús, pero que los religiosos asumen de un modo especial:

(Pedro dijo a Jesus). “Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”. (Jesús le responde): “En verdad os digo, quien haya dejado casa, hermanos y hermanas, madre y padre, hijos y campos, por mí y por el evangelio, recibirá el ciento por uno en casas, hermanos y hermanas, madres, hijos y campos, en este mundo, con persecuciones, y en el nuevo eón la vida eterna” (Mc 10, 28-30).

La Palabra de la vida religiosa no es renuncia, ni sacrificio en sentido externo, sino fuente de amor fecundo, amor desprendido que busca la felicidad propia, haciendo a los otros felices. Así, la “gran ruptura” (lo hemos dejado todo para seguirte) se convierte en principio de felicidad universal. Esa protesta no se expresa en forma de guerra, ni de acusación contra otros, sino como gesto activo de desprendimiento creador: “Vete, vende lo que tiene, dáselo a los pobres ya sí tendrás un tesoro en el cielo; y ven y sígueme” (Mc 10, 21). Se trata de vender y dar, superando el modelo mercantilista (vender para comprar). Es vender para regalar (no para hacer un negocio), abriendo así un tesoro en el cielo, tesoro de gratuidad y fraternidad universal.
Al tomar en serio este pasaje del evangelio, la vida religiosa quiere aparecer como encarnación viviente del gozo de Dios, que es la felicidad de la vida compartida, que se expresa en el “ciento por uno”. Entendida así, la vida religiosa aparece como invitación al Reino, conforme a la palabra de la llamada al Banquete:

Sal enseguida a las plazas y calles de la ciudad y haz entrar aquí a los pobres y lisiados, a los ciegos y cojos...Sal a los caminos y lugares despoblados y oblígalos a entrar, hasta que se llene mi Casa (Lc 14, 21-23).

Jesús quiere que todos vengan al banquete del ciento por uno y a su servicio han de estar los religiosos: hombres y mujeres que aprenden a comer juntos, compartiendo palabra y pan, construyendo una Casa de familia universal. En un primer momento en esa casa caben todos, unos casados, otros solteros; pero todos en comunión de Reino, casa mesiánica, centrada en el pan y la palabra de Jesús. En este contexto se inscribe de forma especial la vida religiosa.
Como testigos de ese banquete de Reino, los religiosos cristianos ya no viven a un nivel penitencial, de ayuno y separación (como los monjes de Qumrán y Juan Bautista), sino que se descubren renacidos desde y para el milagro de la Vida. Son personas que han hecho por Jesús la experiencia del amor de Dios y empiezan a vivir en comunión (comen juntos, se vinculan en grupos de amor gratuidad) en medio de un mundo que, humanamente hablando, parecía condenado al desamor, fracasado.

Los religiosos saben que Jesús ha iniciado un camino que otros pueden recorrer a su lado, siguiéndole en amor, poniéndose de un modo especial al servicio de aquellos que no tienen familia: los expulsados de la vida económica y social (pobres), afectiva y religiosa (solitarios, enfermos). De esa forma ha suscitado un movimiento de fraternidad de Reino, abierta en varias formas a todos los hombres. No ha creado un "establecimiento" como el de Qumrán, con leyes definidas desde el principio, con una Regla de Comunidad válida por siempre, sino que ha sembrado una semilla de amor, un camino de encuentro fraterno, que debe expandirse a medida que avanza el camino. A la luz de esa Palabra, como intérpretes del evangelio, han ido surgiendo los religiosos.
Según eso, Jesús no ha creado una forma de vida religiosa (una orden particular), como pudo hacer el Maestro de Justicia de Qumrán, pero ha sembrado una palabra (Mc 4, 10), ha iniciado un camino y ha dejado que el Espíritu Santo inspire e ilumine a los fundadores de la vida religiosa (Basilio y Agustín y Benito y Escolástica, Francisco y Clara de Asís, Domingo de Guzmán y Catalina de Siena, Ignacio de Loyola y Juana Francisca Fremiot de Chantal, Teresa de Ávila y Juan de la Cruz, Vicente de Paul y Luisa de Marillac…). Ellos han querido beber y han bebido de la Fuente de la Palabra. De esa forma, sus carismas han ofrecido una interpretación viviente de esa Palabra.

Los fundadores de la vida religiosa no han interpretado de manera teórica la Palabra, en un sentido escolástico, pero han sido quizá los que mejor han escuchado y traducido en unos caminos de vida, que son Caminos de Palabra. En este contexto, Juan Pablo II, en su exhortación postsinodal Vita Consecrata 14, ha interpretado la vida religiosa como “icono viviente” de la Transfiguración de Jesús, que está en el centro de la Palabra Cristiana:

«Para captar con una visión de conjunto sus rasgos esenciales (de la vida religiosa), ayuda singularmente contemplar el rostro radiante de Cristo en el misterio de la Transfiguración…, que no es sólo revelación de la gloria de Cristo, sino también preparación para afrontar la cruz. Ella implica un «subir al monte» y un «bajar del monte»: los discípulos que han gozado de la intimidad del Maestro, envueltos momentáneamente por el esplendor de la vida trinitaria y de la comunión de los santos, como arrebatados en el horizonte de la eternidad, vuelven de repente a la realidad cotidiana, donde no ven más que a «Jesús solo» en la humildad de la naturaleza humana, y son invitados a descender para vivir con Él las exigencias del designio de Dios y emprender con valor el camino de la cruz».

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